Oliverio Twist
de Charles Dickens
Capítulo XVII.



CAPITULO XVII


EN QUE SE VERÁ QUE LOS HADOS CONTINÚAN ADVERSOS Á OLIVERIO, PUES HACE QUE LLEGUE Á LONDRES UN RESPETABLE PERSONAJE PARA MANCILLAR SU REPUTACIÓN


Es común en el teatro que alternen, para producir mejor efecto en los espectadores, las escenas cómicas y las dramáticas. El protagonista gime tétricamente en una miserable mazmorra, encadenado por el traidor, y tras la escena trágica que conmueve al público en masa aparece el criado que, ignorante de las desgracias de su amo, aplaca los nervios y hace reir con sus bufonadas; ó bien acabamos de contemplar á la heroína secuestrada por un odioso barón, expuesta á perder la honra y la vida y sacando un puñalito del seno, decidida á perder ésta por salvar aquélla, y en el momento de mayor tensión dramática se oye un silbido, baja el telón, y se nos hace asistir á un banquete alegre y ruidoso en el cual se cantan canciones cómicas en extremo.

Parecen absurdos estos cambios bruscos; pero son, sin embargo, más verosímiles de lo que puede creerse. La vida nos ofrece sin cesar contrastes de ese género: entre el regocijo, ó á su lado, surge la muerte; tan pronto hay alegría y placer como tristeza y duelo; pero entonces somos actores, y no espectadores, y la diferencia es grande. Esas transiciones bruscas no nos sorprenden en el escenario vastísimo de la vida humana, y nos parecen convencionales y artificiosas en el teatro. Este preámbulo tiene por objeto principal prevenir al lector que el historiador, con excelentes razones en su abono para tal viaje, se ha propuesto conducir á los lectores á la ciudad natal de Oliverio Twist.

Cierta mañana muy temprano el señor Bumble salió del Asilo con la cabeza erguida, y subió por la calle Mayor con paso majestuoso: resplandecía esplendorosa en él su alta dignidad de muñidor. Los rayos del Sol saliente destellaban en su galoneado sombrero de tres picos, y empuñaba el bastón con ese aire resuelto que infunden el poder y la salud. El señor Bumble llevaba siempre la caoeza erguida; pero aquella mañana, aún más que de ordinario. Su mirada tenía algo de profunda, y su andar revelaba tanta altivez, que un observador hubiera comprendido que bullían en su cerebro de muñidor las más trascendentales ideas.

No se detenía á hablar con los artesanos que á las puertas de las tiendas le saludaban respetuosamente, y apenas contestaba á sus saludos con un gesto. Así llegó á la alquería en que la señora Mann velaba con celo parroquial por los niños pobres.

—¡Condenado muñidor!—se dijo la señora Mann oyendo sacudir con violencia la puerta del jardín—. ¡No puede ser otro que él el que llega tan temprano!

Y luego, haciendo entrar al personaje con aparente consideración:

—¡Oh señor Bumble; qué dicha! ¡Felices los ojos! ¡Pase, pase; sírvase usted pasar!

—¡Buenos días, señora Mann!—respondió el muñidor sentándose con suavidad, en vez de hacerlo bruscamente.

—¡Muy buenos los tenga usted! De salud bien: ¿verdad?

—¡Así, así! ¡La vida parroquial no es un lecho de rosas!

—¡Ah; es cierto, señor Bumble!—replicó la dama.

Y todos los niños pobres podían haber coreado el aserto.

—La vida parroquial, señora—continuó el muñidor, golpeando la mesa con su bastón—, es una vida de agitaciones, de vejaciones, de trabajos; pero ya se sabe que todos los cargos públicos excitan contra sí las persecuciones.

La señora Mann, ignorando adónde iba á parar su interlocutor, alzó los ojos al cielo y exhaló un suspiro.

—¡Ah; si supiera usted, señora Mann!—dijo Bumble.

La señora Mann suspiró otra vez, evidentemente en honor de los cargos públicos siempre perseguidos, como se sabe, y el funcionario, satisfecho, contempló seriamente su sombrero y prosiguió:

—Señora Mann, me voy mañana á Londres.

—¿Es posible, señor Bumble?—exclamó ella retrocediendo.

—¡Sí, señora; á Londres!—replicó el inflexible muñidor—. Tomo la diligencia, y llevo conmigo dos pobres del Asilo. Una instancia legal se ha entablado respecto á su colocación, y el Concejo parroquial me encarga á mí que le represente en las sesiones de Clerkenvell.

Hablaba con cierta volubilidad, y hasta se permitió sonreir por un instante; pero la vista de su sombrero de tres picos, que parecía censurarle su ligereza, le volvió á la gravedad, y suspendiendo las explicaciones del viaje é instrucciones de la Comisión, se interrumpió diciendo:

—Bueno, señora; traigo á usted el estipendio parroquial del mes. Hágame usted el correspondiente recibo.

Luego pidió noticias de los niños, y las obtuvo excelentes. El único que estaba enfermo era Ricardo. El muñidor quiso verle, y con tono desabrido le preguntó si echaba de menos algo.

—Quisiera...—empezó á decir el muchacho.

—¡Cómo! ¿Vas á decir que te falta algo, miserable?—dijo la Sra. Mann.

—¡Déjele hablar!—ordenó con autoridad el muñidor.

—Quisiera—prosiguió el muchacho—que alguien me escribiera en un papel unas cuantas palabras de amistad dirigidas al pobre Oliverio Twist, y que se las enviaran cuando yo hubiera muerto, diciéndole que he llorado mucho algunas noches pensando en los trabajos que pasaría andando á la aventura sin recursos, y que me alegro de morirme pronto; pues, si tardara mucho en ir al Cielo, mi hermanita me habría olvidado y no me reconocería.

El Sr. Bumble contempló al pequeño de pies á cabeza, y dijo dirigiéndose á la dama, algo más tranquila:

—¡Todos están cortados por el mismo patrón! ¡Ese desvergonzado de Oliverio los ha pervertido! ¡Me veo obligado á dar cuenta de ello á la Comisión!

—Espero que comprenderá usted que no es culpa mía.

—¡Tranquilícese usted, señora!

Y el muñidor se volvió al asilo, mientras Ricardito era encerrado bajo llave en la carbonera.

A la mañana siguiente emprendía el viaje á Londres, con un sombrero redondo en vez del de tres picos, y en compañía de los criminales de quienes quería desembarazarse la parroquia; y una vez libre de aquellos seres desagradables, se instaló en el hotel, y se dedicó á leer los periódicos. De pronto se sobresaltó leyendo la siguiente inesperada noticia:


VEINTICINCO DUROS DE RECOMPENSA

Habiendo desaparecido desde el jueves por la tarde un muchacho llamado Oliverio Twist, se dará una recompensa de veinticinco duros á quien dé novicias que puedan facilitar su encuentro ó suministre datos verídicos acerca de su historia, que se tiene mucho interés en conocer.


Seguían las señas personales del muchacho y las de la casa del Sr . Browulow.

El muñidor leyó y releyó el extraño anuncio, y sin concluir de beberse el ponche que había hecho que le sirvieran salió de la fonda para dirigirse á Pontonville.

—¿Está en casa el Sr. Browulow?—preguntó al sirviente.

—No sé. ¿De parte de quién viene usted?

Apenas había pronunciado el nombre de Oliverio, cuando la Sra. Bedwin, que estaba escuchando, le hizo pasar muy satisfecha.

—¡Ya sabía yo que no tardaríamos en tener noticias del querido niño!

El señor Browulow estaba con su amigo Grimwig, sentados am bos á la mesa con sendas copas delante.

—¡Un muñidor!—dijo el último—. ¡Un muñidor! ¡Apuesto la cabeza!...

—¡Haz el favor de no interrumpirnos ahora! Siéntese usted.

El muñidor obedeció. El caballero colocó la luz de modo que diera de lleno en el rostro de Bumble.

—¿Ha leído usted el anuncio que he publicado en los diarios?—comenzó diciéndole.

—Sí, señor.

—Y es usted muñidor; ¿verdad?—interrumpió Grimwig.

—Sí, señores, muñidor de parroquia—contestó con orgullo el Sr. Bumble.

—¡Es claro! ¡Si no podía ser otra cosa!

—¡Haz el favor de callarte! ¿Sabe usted lo que ha sido de ese pobre niño?

—No, señor.

—Entonces, ¿qué es lo que sabe usted de él? ¡Hable pronto!

El Sr. Bumble no se hizo rogar. Acomodóse en su sillón, echó hacia atrás la cabeza, y después de pensar un instante comenzó á contar lo que parecía saber. No hay para qué repetir las propias palabras del muñidor, graves y pausadas: era un expósito de padres perversos, que desde su más tierna infancia había mostrado hipocresía, ingratitud y perversión; que había abandonado su ciudad natal, fugándose de noche de casa de su amo, después de haber intentado asesinar cobardemente á un inofensivo camarada. Esto fué lo que relató Bumble en unos veinte minutos, y en apoyo de sus aserciones mostró al Sr. Browulow unos documentos de que se había provisto.

En honor de la verdad, no eran muy concluyentes los testimonios escritos, ni mucho menos; pero después de haberlos hojeado el caballero, exclamó con tristeza:

—¡Mucho temo que sea verdad lo que acabamos de oir! He aquí la recompensa ofrecida. ¡Ah! ¡De buena gana hubiera dado el triple de esa suma por que los informes hubieran sido favorables para ese niño!

No es improbable que si Bumble hubiera previsto esta exclamación al principio de la entrevista diera á su historia muy diferente colorido; pero ya no había remedio. Cogió los veinticinco duros, hizo una profunda reverencia y se fué.

El caballero comenzó á pasearse de un lado á otro de la estancia con aspecto tan desolado, que su amigo no se atrevió á decirle una palabra. Por fin se detuvo, y agitó violentamente la campanilla.

—¡Sra. Bedwin, ese niño es un bribón!

—¡Imposible, señor, imposible!—exclamó enérgicamente la anciana.

—Lo repito; y no comprendo—dijo él con rudeza—qué significan esos imposibles. Acabamos de oir su historia, y sabemos que desde que nació ha sido una perversa criatura.

—¡No me lo hará creer nadie!—repitió ella con firmeza.

—¡Bah!—interrumpió Grimwig—. ¿Qué saben ustedes las señoras de edad? Yo oa vi desde el primer momento. Ustedes se conmueven muy fácilmente y creen todas las patrañas que...

—Oliverio es un niño amable, dulce y agradecido. Conozco bien á los niños... desde hace ya cuarenta años; y las gentes que no pueden decir otro tanto harían mejor en callarse. ¡Esta es mi opinión!

Era una alusión á la soltería recalcitrante del señor Grimwig, que por toda respuesta sonrió. La anciana iba, indudablemente, á continuar su filípica, cuando el dueño de la casa le impuso silencio.

—¡Calle usted!—dijo fingiendo una irritación que estaba muy lejos de sentir—. ¡Que no vuelva en mi vida á oir hablar de ese niño! Sólo para comunicarle eso la he llamado. Puede usted retirarse, señora Bedwin, y acuérdese de que quiero ser obedecido.

La mayor tristeza reinó aquella noche en casa del señor Browulow.

En cuanto á Oliverio, se desesperaba al pensar en sus nobles y bondadosos amigos de Pontonville. Felizmente para él, ignoraba lo que les había contado el muñidor; de otro modo, se hubiera muerto de pena.