​Odas​ (1909) de Horacio
traducción de Germán Salinas
Libro III

LIBRO III

I SOBRE LA TRANQUILIDAD DEL ÁNIMO

Odio al vulgo profano, y lo rechazo. Favorecedme con vuestro silencio; sacerdote de las Musas, canto versos nunca oídos a las vírgenes y los mancebos.

Los rebaños de pueblos tiemblan ante sus propios reyes; los reyes, a su vez, tiemblan ante el imperio de Jove, que, esclarecido por su triunfo sobre los Titanes, conmueve los mundos al fruncir el entrecejo. Uno extiende, más que el vecino, en los surcos las filas de árboles; éste, de sangre más generosa, baja al campo de Marte a caza de honores; esotro lucha confiado en su buen nombre y sus virtudes cívicas; aquél se autoriza con la turba numerosa de sus clientes, pero la necesidad iguala altos y bajos con la misma ley, y en la vasta urna se revuelven los nombres de todos.

Al que ve pendiente la espada amenazadora sobre su impía cabeza, ni los manjares de Sicilia le regalan con su dulce sabor, ni los sonidos de la cítara o los gorjeos de las aves le incitan al sueño. EI blando sueño de los pobres labriegos se concilia mejor en las humildes cabañas, en las riberas sombreadas por el ramaje o en el valle de Tempe que los Céfiros acarician.

Quien limita sus deseos a lo necesario, no se intimida por las borrascas de los mares <no inquieta al tumultuoso mar>, y desafía los ímpetus violentos del Arturo en su ocaso o del aparecer de las Cabrillas.

No se queja de sus viñas azotadas por el granizo, ni de su heredad improductiva, ya culpen los árboles a las lluvias insistentes, ya al crudo rigor del invierno o al estío que abrasa los campos. Los peces se sienten estrechados por las moles que se alzan en el líquido elemento, y los ricos, cansados de habitar la tierra, traen aquí sus numerosos contratistas con carros de materiales y falanges de obreros; mas el temor y la zozobra los siguen, tenaces, adondequier, montan con ellos en la trirreme guarnecida de bronce, y cabalgan a sus grupas, oprimiéndolos con sombríos cuidados.

Pues si los mármoles de Frigia, los mantos de púrpura más resplandecientes que la luz, las copas de Falerno o los perfumes de Aquémenes no libran de angustias al poderoso, ¿a qué someterme a las exigencias del fausto y edificar atrios suntuosos con pórticos que exciten la envidia? ¿A qué iré a trocar el valle de Sabina por riquezas que sean mi tormento?

II A SUS AMIGOS

[Amigos], aprenda el joven robusto en la dura escuela de la milicia a soportar <amigablemente> la ingrata pobreza, y, caballero temible, persiga a los feroces parthos con su lanza.

Sufra <Pase la vida bajo> las inclemencias del cielo, y realice tan intrépidas hazañas que, contemplándolo desde las murallas enemigas la esposa del tirano a quien combate, con su hija ya núbil, suspire, ¡ay!, porque su real esposo, ignorante del arte bélica, no provoque el encuentro de león tan indomable, cuya cruenta rabia se goza en la atroz carnicería.

Es dulce y glorioso morir por la patria. La muerte acosa en la fuga al cobarde, y no perdona al joven <no perdona las corvas del joven> sin arresto que vuelve al peligro las tímidas espaldas.

La virtud, no acostumbrada a la torpe repulsa, resplandece por sí misma con brillantísimos fulgores, y no toma o depone las segures al antojo del aura popular.

La virtud se abre paso por caminos jamás hollados, eleva al cielo a los que ganan la inmortalidad, y desprecia en sus atrevidos vuelos el fango de la tierra y el aplauso del vulgo.

El silencio fiel tiene asimismo su premio reservado. Yo procuraré que no habite conmigo bajo el mismo techo, ni monte conmigo en el mismo esquife el indiscreto que osó divulgar los misterios de Ceres. Muchas veces Júpiter ofendido hiere de un golpe al culpable y al inocente, y es muy raro que la pena, con su pie cojo, no consiga alcanzar al perverso que huye de ella acelerado.

III AL VARÓN CONSTANTE

Al varón justo y firme en sus propósitos no lo apartarán del recto camino los gritos de los ciudadanos que le incitan al crimen, el aspecto amenazador de un tirano, el Austro que subleva las olas inquietas del Adriático, ni la mano poderosa del fulminante Jove. Si el orbe estalla hecho pedazos, las ruinas le cogerán sin espanto.

Merced a esta fortaleza, Pólux y el infatigable Hércules escalaron las celestes mansiones, y Augusto, reclinado entre tales héroes, apura el néctar de los divinos banquetes; por ella mereció el padre Baco que los tigres, doblando al yugo su indócil cuello, lo condujeran en su carro, y que Quirino triunfase del Aqueronte, arrastrado por los bridones de Marte, gracias a la elocuencia desplegada por Juno en la asamblea de los dioses. «Ilión, Ilión, un Juez incestuoso y fatal para ti y una mujer extranjera te han reducido a pavesas, pues desde el día en que dejó Laomedonte de pagar a los Númenes las pactadas recompensas, su pueblo, con su fraudulento rey, fue entregado a mi venganza y a la de la casta Minerva.

Ya no resplandece el famoso <infame> huésped de la adúltera espartana, ni la perjura casa de Príamo rechaza con el brío de Héctor a los intrépidos aqueos; acabó, por fin, la guerra que prolongaron nuestras disensiones. Satisfecho mi odio rencoroso, entrego a Marte el nieto aborrecido que dio a luz una sacerdotisa troyana; le consiento subir a la cumbre luminosa del Olimpo, beber <conocer> las copas de néctar y sentarse en la tranquila compañía de los dioses.

Vivan estos desterrados en cualquier parte felices, siempre que el mar bravío se interponga entre Roma e Ilión; siempre que el ganado insulte <hollen> sin temor los sepulcros de Paris y Príamo, y las fieras no perseguidas oculten allí sus cachorros. Que el Capitolio brille esplendoroso, y la triunfante Roma pueda dictar leyes a los medos vencidos y extender el terror de su nombre a los postreros confines por donde el mar separa el África de Europa, y por los campos que riegan las inundaciones del Nilo.

Que se muestre más generosa despreciando el oro oculto en el seno de la tierra, donde debía permanecer siempre escondido, que hábil en aprovecharlo para los usos humanos, o pronta a arrebatarlo de los templos con mano sacrílega.

Que llegue a sojuzgar con sus armas las regiones más apartadas del mundo, y dilate su dominio desde <exultante por ver> las zonas tostadas por el sol, a las que yacen envueltas por las nieblas y las lluvias del invierno.

Pero anuncio tan felices hados a los romanos con esta condición: que no intenten por un exceso de piedad o sobra de confianza en su suerte levantar las murallas de la ciudad donde vivieron sus antepasados.

Troya, renaciendo bajo funestos auspicios, volvería a sucumbir con espantoso estrago; porque yo, la hermana y esposa de Jove, lanzaría contra ella las falanges que la arruinara.

Si Apolo la ciñese de un triple muro de bronce, caería tres veces al ímpetu de mis aqueos, y tres veces las matronas cautivas habrían de llorar la muerte de sus hijos y esposos.»

Pero, Musa, ¿adónde diriges tu vuelo? Tan altos asuntos no convienen a mi lira juguetona; cesa en tu porfía de referir los discursos de los dioses y cantar sus designios a tus <estos> débiles acordes.

IV A CALÍOPE

Desciende del cielo, soberana Calíope, y acompaña con tu flauta mi canto heroico <y entona un largo canto>, si no <tanto si> prefieres que suene tu divina voz sola o al compás de las cuerdas y la cítara de Apolo.

¿La oís, o es una ilusión deliciosa que me engaña? La oigo, y la veo errar por los bosques sagrados, que bañan los <amenos> arroyos y perfuman las auras.

Las palomas mensajeras de Venus me cubrieron de hojas frescas y recientes un día que el cansancio del juego me rindió dormido en el monte Vúltur, a la falda que se extiende más allá de la Apulia, mi país natal: <Siendo yo niño que, fatigado de jugar, al sueño en el ápulo Vóltur, más allá de lo permitido por Pulia, mi ama, me daba, palomas míticas con rara fronda me cubrieron> prodigio que admiraron cuantos habitan como en nidos las rocas de Aceruntia, los bosques de Bantia y los fértiles valles del humilde Forento.

Niño animoso con el favor de los dioses, dormía seguro de las garras de los osos y la ponzoña de las víboras sobre hojas de laurel sagrado y fresco mirto.

Vuestro favor, ¡oh Musas!, vuestro favor me ensalza <Vuestro, Camenas, vuestro, me elevo> a las cumbres de los montes sabinos, dirige mis pasos a la fría Preneste, a las colinas de Tíbur o a las risueñas costas de Bayas.

Por haber amado vuestras fuentes y vuestros coros no perecí en el desastroso combate de Filipos, ni a la caída de un árbol funesto, ni en los escollos de Palinuro, que azota el mar de Sicilia.

Como atrevido piloto no vacilaré, siempre que me hagáis compañía, en arrostrar las tempestades del Bósforo, ni en pisar como viajero las ardientes arenas de las playas asirias.

Visitaré indemne al britano tan cruel con el extranjero, al concano que se abreva alegremente en la sangre de sus caballos, al gelono armado de su aljaba y el río de la Escitia.

Vosotras recreáis en la gruta Pieria al gran César <Augusto> cuando busca descanso a sus trabajos, y reconcentra en las ciudades sus cohortes fatigadas de tantas guerras; vosotras <, bienhechoras,> le dais consejos de clemencia, y os regocijáis de habérselos dado. Bien sabemos cómo aniquiló con el rayo destructor a los impíos Titanes y sus horrendos secuaces el dios único que gobierna con magnánima equidad la tierra inmóvil, el mar tumultuoso, el reino de las sombras, las ciudades, los Númenes y las turbas de los mortales.

Había infundido gran terror en el ánimo de Jove la audacia de aquella juventud, que intentaba con la fuerza de sus brazos colocar el Pelión sobre las cumbres del Olimpo; ¿mas qué podían Tifeo y el robusto Mimante, Reto, Porfirión el de estatura colosal, y Encélado, que por dardos vibraba troncos arrancados de cuajo, contra la égida resonante de Palas? Allí peleó Vulcano ávido de sangre, la matrona Juno y Apolo venerado en Pátara y Delos, que nunca suelta el arco de los hombros, que lava sus hermosos <sueltos> cabellos en las puras ondas de Castalia, y habita en las montañas <breñas> de Licia <y> las selvas que le vieron nacer.

La fuerza que no guía el consejo se precipita por su propio peso. Los Númenes robustecen la fuerza que dirige la prudencia, y odian la que impulsa a los hombres a cometer toda maldad.

Testigos de mis asertos son Giges <Giante>, el de los cien brazos, y el infame Oríon, que atentó a la castidad de Minerva, cayendo derribado por las saetas de la virgen.

La tierra se conduele de los monstruos que abortó y llora la suerte de sus hijos lanzados por el rayo a las tinieblas del Orco. Ni Ias llamas que Encélado vomita devoran su prisión del Etna, ni el buitre <pájaro> que castiga la maldad del incontinente Titio deja nunca de roerle las entrañas, y trescientas cadenas sujetan a Pirítoo, el amante de Prosérpina.

V ELOGIO DE AUGUSTO

Por los truenos espantosos creemos <creimos> que Júpiter reina en el cielo; Augusto es <será> reconocido como dios en la tierra, por haber sometido a su imperio los bretones y los formidables persas.

El soldado de Craso vivió en torpes lazos maritales con esposas extranjeras. ¡Oh curia, cuánta corrupción! El marso y el apulio han podido envejecer en los campos de los enemigos hechos sus parientes y prosternarse ante un rey medo, olvidados de los escudos anciles, el nombre, la toga y el fuego eterno de Vesta, reinando incólume Jove y la ciudad de Roma.

El magnánimo Régulo quiso precaver tanta vergüenza, rechazando condiciones humillantes de paz y oponiéndose a tratos que habían de sernos funestos en el porvenir si no se dejaba perecer aquella juventud cautiva e indigna de compasión. «Yo he visto, dijo, las enseñas romanas y las armas rendidas sin combatir, que adornaban como trofeos los templos cartagineses; he visto los brazos de libres ciudadanos atados fuertemente a las espaldas, las puertas de la ciudad de par en par abiertas, y en cultivo los campos que devastaron nuestros ejércitos.

»¿Volverá más valeroso a la patria el soldado que se rescate a precio de oro? ¿Queréis añadir el daño a la ignominia? Ni la lana, una vez teñida de rojo recobra su primitivo color, ni la virtud que se pierde una vez vuelve a levantar los ánimos envilecidos. Antes la cierva luchará por romper el lazo donde cayó, que luche bravamente quien se ha entregado a los pérfidos enemigos, y humille al cartaginés en nuevas campañas el que por temor de la muerte sufrió impasible las correas que amorataban sus brazos, y por salvar cobardemente la vida antepuso la paz a los horrores del combate <mezcló la guerra con la paz>. ¡Oh baldón, oh Cartago engrandecida sobre las ruinas miserables de Italia!

Es fama que se negó a recibir los ósculos de su púdica esposa y sus tiernos hijos, como si fuese un vil esclavo, y con torvo ceño clavó en tierra los ojos, hasta que los senadores vacilantes se resolviesen a seguir el dictamen que sólo era capaz de dar su heroísmo <su consejo nunca antes dado>, y como egregio desterrado pudiese volver a su cautiverio entre el llanto de sus amigos.

Y sabía cuan horribles tormentos le preparaban sus verdugos; no obstante, apartó a sus parientes que le cerraban el paso y al pueblo que le detenía en su marcha, no de otro modo que si después de haber arreglado los negocios de sus clientes y compuesto sus diferencias, marchase a descansar en las campiñas de Venafro o en la ciudad de Tarento, que fundaron los lacedemonios.

VI A LOS ROMANOS

Pagarás, romano, sin merecerlo los delitos de tus antepasados, como no restaures los templos y santuarios que se desmoronan, ni alces las estatuas de los Númenes ennegrecidos por el humo.

Si eres dueño del mundo, a los dioses debes tu fortuna; tal es el principio y fin de toda grandeza. El menosprecio de su culto ha cubierto en mil ocasiones de luto a la desolada Hesperia.

Dos veces el caudillo Moneses y el ejército de Pacoro quebrantaron nuestro arrojo no alentado por los auspicios, y gozosos adornaron con nuestras joyas sus pequeños collares.

Roma, presa de civiles discordias, vióse a punto de sucumbir a los ataques del dacio y el etíope: el uno formidable por sus escuadras, el otro más temible por sus certeras saetas.

Nuestro siglo, fecundo en maldades, corrompió primero el tálamo nupcial, afrentando las casas y los linajes; de esta fuente deriva la pestilencia que destruye al pueblo y a la patria.

La virgen adulta <precoz> se entrega sin freno a las danzas de Jonia, se instruye en las artes de la seducción, y desde tierna edad sueña con amores incestuosos.

Ya casada, solicita a los adúlteros más jóvenes en los banquetes de su esposo, y no se detiene a elegir el amante a quien prodigue en las sombras sus ilícitos favores, sino que en presencia del marido, tolerante con sus desórdenes, acude a la voz del fautor de tercerías o del mercader de la nave española que paga a precio muy alto <más pague por> su deshonra.

No fueron estos padres los que engendraron la juventud que tiñó los mares con la sangre cartaginesa y venció a Pirro, al poderoso Antíoco y al cruel Aníbal, sino la prole varonil de rústicos soldados, diestra en remover la tierra con los azadones sabelios, que, obediente a la voz de sus severas madres, cargaba con los troncos de leña, cortados en la selva, cuando el sol prolongaba Ias sombras de los montes, hacía desuncir los bueyes cansados, y fugitivo en su carro traía las horas plácidas del reposo.

Un siglo pestilente, ¿qué no corrompe? La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos dio el ser a nosotros, aún más perversos, que a la vez engendraremos una progenie más corrompida.

VII A ASTERIE

Asterie, ¿por qué lloras la ausencia de Giges, que el templado Favonio de la primavera te ha de restituir, siempre constante en su fe

y rico con las ganancias de Bitinia? Empujado por el Noto al Epiro <Órico>, después que se ocultaron las infaustas Cabrillas, pasa las frías noches sin dormir, y derrama un río de lágrimas.

Un nuncio astuto de su solícita amiga Cloe le dice que suspira por él, que se abrasa por él en las mismas llamas que tú, y por todos los medios pone a prueba su constancia.

Le refiere cómo una pérfida mujer indujo al crédulo Preto, con sus falsas imputaciones, a quitar la vida a Belerofonte por demasiado casto.

Le cuenta que Peleo estuvo a pique de descender al Tártaro por esquivar los halagos de Hipólita de Magnesia, y le recuerda cien historias que convidan al placer.

Todo en vano; firme que firme, desatiende sus voces, más sordo que los escollos de Ícaro; pero guárdate que tu vecino Enipeo no te cautive más de lo conveniente, y eso que ninguno otro te iguala en la destreza con que monta a caballo sobre el césped del campo de Marte, ni atraviesa a nado con mayor rapidez la corriente del Tíber.

En las primeras horas de la noche cierra tu casa; no te asomes a la calle atraída por el son de la flauta quejumbrosa, y permanece insensible, aunque te llame mil veces dura y cruel.

VIII A MECENAS

Mecenas, doctísimo en las letras griegas y latinas, ¿te sorprende ver a un célibe como yo solemnizar las calendas de marzo con la naveta llena de incienso, con flores exquisitas y con las brasas del carbón sobre el fresco césped?

He prometido a Baco un gran festín y sacrificarle un macho cabrío por haberme librado del golpe de un árbol que cayó sobre mí.

Aquel fausto día que el curso del año renueva hará saltar el corcho, sujeto por la pez, del ánfora que guardo al humo desde el consulado de Tulo.

Toma, pues, cien veces la copa que te brinda tu salvo amigo; haz que brillen las antorchas hasta el amanecer, y envía noramala los altercados y la cólera.

Desecha las inquietudes políticas que te inspira Roma; <el ejército> del dacio Cotisón ha sucumbido; los terribles medos se destruyen con sus propias armas; el cántabro de España, nuestro irreconciliable enemigo, dobla por fin el cuello a la cadena, y el escita, aflojando la cuerda de su arco, se resuelve a cedernos el campo.

Da al olvido un momento los públicos intereses que tanto afán te cuestan, déjate de graves negocios y coge alegre por los cabellos la dicha de la hora presente.

IX DIÁLOGO ENTRE HORACIO Y LIDIA

HORACIO.– Cuando tú me amabas y ningún rival poderoso oprimía tu cuello con sus brazos, me sentía más feliz que el rey de los persas.

LIDIA.– Cuando no ardías más por otra y Lidia no reinaba en tu corazón después de Cloe, la fama de Lidia llegó a ser más ilustre que la de la romana Ilia.

HORACIO.– Ahora me domina Cloe de Tracia, que a su voz dulcísima reúne el arte de pulsar ta cítara, y por ella no temería morir si los hados perdonasen su vida, que me es tan adorable.

LIDIA.– Calais, el hijo de Órnito de Turio, me abrasa en su propia llama, por quien sufriría dos veces la muerte si así lograba que el destino respetase a joven de mí tan querido

HORAClO.– ¿Y si vuelve el amor que antes nos profesábamos y sujeta con férreos lazos nuestros corazones?' ¿Y si doy alolvido a la rubia Cloe y abro mi puerta a Lidia, a quien rechacé?

LIDIA.– Aunque mi amante es más hermoso que un astro y tú más ligero <leve> que el corcho y más iracundo que el oleaje del Adriático, seré feliz en tu compañía, y moriré gozosa contigo.

X A LICIA <LICE>

Si bebieras, Licia <Lice>, en las fuentes del remoto Tanais y estuvieses casada con un escita cruel, no dejarías de llorar viéndome tendido a tus umbrales, víctima del Aquilón furioso.

¿Oyes el estrépito con que los vientos mueven las puertas y sacuden los árboles del jardín que hermosea tu mansión? ¿Ves cómo Júpiter con su frío aliento <puro numen> convierte en hielo las nieves?

Depón el orgullo, poco grato a Venus, temerosa de que se trueque tu fortuna. Tu padre, hijo de Toscana <tu padre, tirreno>, no engendró en ti una Penélope desdeñosa con todos sus pretendientes.

Aunque no consigan doblegarte las súplicas ni los regalos, los rostros pálidos como violetas de tus amadores, ni tu infiel esposo, que se huelga en los brazos de una cortesana de Tesalia, ten compasión de los infelices que te ruegan, ¡oh tú, más dura que la encina y más peligrosa que las víboras africanas! No siempre mi cuerpo ha de arrostrar frios y lluvias en tus umbrales.

XI A MERCURIO

Mercurio, que enseñaste al dócil Anfíon a mover con sus acentos las peñas, y tú, lira de siete cuerdas, que brotas raudales de armonía, en otro tiempo silenciosa y poco apreciada, hoy el encanto de los suntuosos banquetes y las fiestas de los templos, ven y díctame cantos que venzan la obstinación de Lide, que juguetea desatenta a mis súplicas, como salta en libertad por las extendidas vegas una yegua de tres años que aún desconoce por su juventud los placeres del amor y teme el contacto del ardiente marido.

Tú puedes amansar los tigres, remover los árboles, detener la corriente impetuosa de los ríos y acallar con tus acordes los aullidos del Cerbero, guardián del Averno, <aun>que agita como las Furias su cabeza erizada por cien serpientes, y despide un aliento inmundo y una ponzoña mortífera por su boca de tres lenguas.

Al oír tus sentidas canciones, Titio e Ixíon sonrieron a pesar de sus tormentos, y las hijas de Dánao cesaron por un instante en su inútil faena.

Sepa Lide los crímenes de estas vírgenes, la pena harto conocida que se les impuso, condenándolas a llenar de agua una urna sin fondo, y la suerte horrenda que aguarda a los culpables en el infierno. Las crueles, ¿qué más podían hacer? <¿qué cosa peor podían hacer?> , se resuelven a asesinar con el duro hierro a sus jóvenes esposos; mas una de ellas, la única digna de la antorcha nupcial, con un hermoso engaño burla a su perjuro padre, mereciendo los loores de los siglos, «Levántate, dice a su tierno marido; levántate, no sea que la mujer de quien menos recelas te sepulte en el eterno sueño; que no te sorprenda un suegro infiel y mis protervas hermanas, que como leonas encarnizadas con los becerros, ¡ay!, despedazan uno por uno a su esposos; yo, más compasiva que ellas, ni clavaré el acero en tus entrañas, ni dejaré de ayudarte en la fuga.

»Que mi padre me cargue de pesadas cadenas por haber tenido compasión de mi dulce esposo, que me embarque y relegue a los postreros confines de Numidia.

»Tú corre adonde te lleven los pies y los vientos. Venus y la noche te favorecen; huye con felices auspicios, acuérdate de mí y esculpe esta hazaña <un lamento> en mi sepulcro.»

XII A NEÓBULE

Es bien merecedora de compasión la joven que ni puede entregarse a las delicias del amor ni adormecer sus pesares con el vino, temiendo siempre las acerbas reprensiones de un tío adusto.

El hijo alado de Citerea, ¡oh Neóbule!, deja caer de tus manos el huso y la rueca, y el arrogante Hebro de Lípari te quita el gusto por las labores difíciles de Minerva.

Hebro, el que lava sus espaldas de atleta en las ondas del Tíber, maneja su caballo mejor que Belerofonte, y jamás fue vencido es el pugilato ni en la carrera, ya persiga veloz con sus flechas a los ciervos del espantado rebaño, ya acometa con valor al jabalí oculto en la maleza del bosque.

XIII A LA FUENTE BANDUSIA

¡Oh fuente Bandusia!, de mayor transparencia que el cristal y digna de las ofrendas de dulce vino y pintadas flores, mañana te sacrificaré un cabrito, a quien apuntan los cuernos en la túrgida frente, destinándolo a las luchas y al amor; pero en vano, que este vastago de padres lascivos ha de teñir pronto con su sangre tus heladas márgenes.

Los rayos insufribles de la ardiente Canícula no se atreven a tocarte, y ofreces tus cristalinos raudales a los bueyes fatigados de labrar y a las tímidas ovejas.

Tú serás la más noble de las fuentes cuando celebre la encina que arraiga entre las peñas de donde manan y corren tus linfas murmuradoras.

XIV SOBRE LA VUELTA DE AUGUSTO, VENCEDOR

¡Oh plebe! César, semejante por sus hazañas al esforzado Hércules, acaba de conquistar nuevos laureles a precio de sangre, y vuelve a Roma vencedor de los cántabros españoles.

Salga a recibirle, después de hacer sacrificios a los justos dioses, la esposa que cifra en él toda su felicidad, con la hermana del preclaro caudillo, y las madres de las doncellas y los jóvenes que regresan salvos de la campaña, acudan con las sienes ornadas por las vendas de las suplicantes. Vosotros, mancebos y mujeres que ya gozáis las caricias de un esposo, no pronunciéis palabras infaustas

Este día, verdaderamente festivo para mí, ha de librarme de negras inquietudes. Siendo César el dueño del orbe, no temeré morir en el tumulto de la sedición ni por el hierro de un malvado.

Anda, muchacho, tráeme ungüentos y coronas y el ánfora contemporánea de la guerra de los marsos, si pudo librarse alguna de las rapiñas y excursiones de Espártaco.

Y di a la cantatriz Neera que se apresure a recoger sus cabellos impregnados de mirra; mas i un odioso portero te prohíbe la entrada, vuelves sin tardanza.

Mis cabellos, que ya blanquean, reprimen los ímpetus del ánimo, antes tan propenso a contiendas y riñas escandalosas. En el ardor de mi juventud, cuando era cónsul Planeo, no hubiera yo sufrido tamaño desdén.

XV A CLORIS

Consorte del pobre Íbico, pon ya fin a tus desvergonzadas aventuras y torpes amoríos.

Estando por los años tan cercana a tus funerales, deja de mezclarte en los corros de las vírgenes y de eclipsar con tu sombra las blancas estrellas.

No te sienta bien, Cloris, lo que cuadra perfectamente a tu hija Fóloe. Ésta, por su tierna edad, puede llamar en las casas de los jóvenes, como una Bacante excitada por los sonidos del tímpano; pues el amor de Noto la obliga a retozar semejante a una cabra lasciva; pero a ti, vejestorio, te conviene hilar la lana de la noble Luceria, y no las cítaras, ni las rosas purpúreas, ni los festines donde se apuran hasta las heces los toneles de vino.

XVI A MECENAS

Las torres guarnecidas de bronce, las puertas robustas y los tristes ladridos de los perros vigilantes, hubieran bastado a defender a la infeliz Dánae de nocturnos adúlteros, si Júpiter y Venus no se burlaran <se hubieran burlado> de Acrisio, temeroso guardián de la encerrada virgen. Un dios transformado en oro allana y facilita todos los caminos.

El oro se abre paso por medio de los centinelas, y con la violencia del rayo quebranta las rocas. El oro perdió al adivino de Argos con la total ruina de su casa.

A fuerza de dádivas, el rey de Macedonia abrió las puertas de las ciudades y venció a los príncipes enemigos; hasta los duros capitanes de las naves se rinden ante los dones.

Al aumento de riqueza sigue la inquietud y la sed por aumentarla más todavía. Mecenas, honor de los caballeros, siempre aborrecí, y con razón, levantar tan alta la cabeza que fuese demasiado visible.

Cuanto más se niega uno a sí mismo, tanto más le conceden los dioses. Como tránsfuga del partido de los ricos, me apresuro a abandonarlos, y casi desnudo me paso al campo de los que nada desean, y vivo tan satisfecho con mi corta hacienda como si <amo más dichoso de un bien despreciado que si> ocultase en mis graneros la cosecha que recoge el labrador de Apulia, pobre en medio de la mayor abundancia.

Un arroyo de cristalinas aguas, un bosque de pocas yugadas de tierra y una siega que responda a mis esperanzas, me hacen más dichoso que si dominara en la fértil África <quien la fértil África rija no comprende que esto a la suya aventaja>; y aunque las abejas de Calabria no fabrican sus mieles para mí, ni envejece el vino que consumo en el ánfora de Formia, ni se cardan para vestirme pingües vellones en los prados de la Galia, me veo libre de la importuna pobreza, y sí deseara tener más, tú no me lo negarías. La poca ambición multiplica mis rentas limitadas, mejor que si extendiese mi dominio sobre el reino de Aliates y los campos de Frigia <migdonios>. Los que mucho ambicionan carecen de muchas cosas. ¡Feliz el hombre a quien los dioses conceden con parca mano lo estrictamente necesario!

XVII A ELIO LAMIA

Elio, cuya nobleza procede del antiguo Lamo (pues éste dio su nombre a los primeros Lamias y a todos sus descendientes, según lo certifican los fastos, digno heredero de aquel caudillo que reinó sobre las murallas de Formia y extendió su señorío sobre el Liris, que baña las tierras de Marica), mañana una violenta tempestad, desencadenada por el Euro, cubrirá el bosque de hojas y la playa de algas inútiles, si no engaña el canto de la corneja que predice la lluvia.

Ahora que puedes, recoge la leña seca en el hogar y ofrece mañana al Genio sendas tazas de vino y un cochinillo de dos meses, en compañía de tus siervos libres de sus faenas.

XVIII A FAUNO

Fauno, perseguidor de las fugitivas Ninfas, pisa benigno mis cercados y tierras de labor, y antes de alejarte, mira propicio las crías de mis ganados, si es verdad que en tu honor se sacrifica el tierno cabrito al caer el año, que corre en abundancia el vino de la crátera amiga de Venus, y que tu ara vetusta humea con las nubes del incienso.

Todo el rebaño salta de contento en los viciosos <herbosos> pastos, cuando nos traen tu fiesta las nonas de diciembre y el pueblo con los bueyes ociosos se entrega al regocijo en los prados.

El lobo anda entre los corderos libres de temor, la selva alfombra el suelo de verdes hojas y el cavador goza golpeando con los pasos de la danza la tierra que tanto aborrece.

XIX A TÉLEFO

Nos cuentas el tiempo transcurrido desde Ínaco al rey Codro, que no temió morir por la patria, quiénes fueron los descendientes de Éaco y las batallas reñidas frente a los muros sagrados de Ilión; pero nada nos dices del precio a que se vende el ánfora de Quíos, de quién calentará el agua de nuestro baño <quién templará el agua para los fuegos [¿del vino?]>, ni qué huésped ni a qué hora nos recibirá en su casa para defendernos de las heladas ráfagas del monte Peligno.

Ea, muchacho, escancia aprisa y sin temor el jarro, y llena las copas ¿tres o nueve veces?; quiero brindar por la luna nueva, por la media noche y por el augur Murena.

El vate, enamorado de las nueve Musas <impares>, brinda <atónito> en su loor otras tantas copas;

las Gracias, en su inocente desnudez, temerosas de las reyertas, prohiben que se apuren más de tres.

Es muy grato en ocasiones delirar, ¿por qué cesa la música de las flautas frigias y pende la zampoña junto a la callada lira?

Aborrezco las manos ociosas. Esparce flores, <rosas> muchacho; que el envidioso Lico y la vecina demasiado joven para esposa de este viejo caduco oigan nuestros clamores.

La tierna Cloe <Rode> te llama, ¡oh Télefo!, seducida por tu hermosa cabellera y tus ojos que brillan como el lucero de la tarde; a mí me consume a fuego lento el amor de Glícera.

XX A PIRRO

¿No ves, Pirro, con cuánto peligro de tu vida intentas quitar sus cachorros a esa leona de Getulia? Raptor cobarde, huirás bien pronto del campo de batalla, cuando la veas correr por entre las turbas de jóvenes en busca del arrogante Nearco. Grave contienda decidirá si ha de ser tuya o suya la apetecida presa; y mientras tú eches mano a las rápidas saetas y ella aguce sus finos dientes, <dicen que> el juez del campo, pisando la palma con sus desnudos pies, <y> dejará que las auras acaricien sus cabellos perfumados, que le caen en bucles sobre la espalda, tal como Nireo o el bello Ganimedes arrebatado de los montes lluviosos del Ida.

XXI A SU ÁNFORA

¡Oh ánfora!, como yo nacida en tiempo del cónsul Manlio; ora nos reserves el llanto o la alegría, las contiendas o los desatinados amores, ora nos facilites piadosa el grato sueño, y sea cualquiera el motivo <fin> por que guardas en tu seno el exquisito Másico, ven y colma nuestras copas de tu añejo licor, pues mereces en tan fausto día ser nuestra compañera, y Corvino te lo manda.

Corvino, que entusiasta propagador de las doctrinas de Sócrates, no es, sin embargo, tan rígido que se atreva a aborrecerte, y aun se dice que la virtud severa del viejo Catón a veces se acaloraba con el vino.

Tú dulcificas los caracteres violentos, y con tu alegre humor descubres las cuitas de los sabios y sus ocultos designios <con el jocoso Lieo>; vuelves la esperanza a los que viven en la ansiedad, y das fuerza y aliento <cuernos> a los pobres, que después de unos tragos ni se espantan del rostro amenazador de un tirano, ni de las armas de sus soldados.

Si el risueño Baco, la hermosa Venus y las Gracias, que no aciertan a vivir separadas, asisten a nuestro festín, la luz de las antorchas iluminará sus goces hasta que vuelva Febo y ahuyente las tinieblas de la noche.

XXII A DIANA

Diosa triforme, virgen de las selvas y guardiana de los montes, que invocada tres veces oyes los gritos de las esposas en el dolor del alumbramiento y las salvas de la muerte, yo te consagro el pino que sombrea mi villa campestre, y todos los años lo regaré <alegre> con la sangre de un verraco dispuesto a acometer torciendo la cabeza.

XXIII A FÍDILE

Sencilla Fídile, si en la luna creciente elevas al cielo las manos suplicantes y ofreces a tus Lares el incienso, los granos recién cogidos y el sacrificio de una ávida puerca, ni la fecunda vid padecerá el rigor del Ábrego pestilente, ni tus mieses el anublo que las hace estériles, ni las tiernas crías de tus ganados la influencia maligna del otoño rebosante de frutos.

Tiña la segur de los pontítíces con su sangre la víctima que entre carrascas y encinas pace en las faldas del Álgido, cubierto de nieve, o crece con las hierbas de los prados de Alba. Tú no debes tentar el favor de tus pequeños dioses con el sacrilicio de numerosas ovejas al coronarlos de romero marino y resplandeciente mirto, pues si tus manos tocan el ara, limpías de toda mancha, mejor que con suntuosas ofrendas ablandarás a los irritados Penates con la torta de cebada y sal que chispea en el fuego.

XXIV CONTRA LOS AVAROS

Aunque sobrepujes en tu opulencia los tesoros no explotados de los árabes o las riquezas de los indios, y ocupen tus edificaciones el mar Tirreno y de Apulia, si la cruel necesidad fija sus clavos de diamante en los techos artesonados de tu mansión, ni tu alma se librará del miedo ni de los lazos de la muerte tu cabeza.

Mejor viven los labriegos escitas, que trasladan en carros adondequier sus mudables casas, y los fieros getas, que en campos sin límites recogen mieses comunes con toda especie de frutos; no prolongan el cultivo más de un año, y así que terminan su labor, otros los reemplazan, que a su vez son sustituidos al año siguiente.

Allí la segunda esposa mima con gran cariño a los hijos huérfanos de madre, y no hay mujer que, orgullosa de su dote, gobierne al marido o se entregue a la seducción del adúltero. La virtud de los padres es prenda tan estimada como la castidad, temerosa de romper las alianzas legítimas en brazos de otro varón; la infidelidad es un crimen y su castigo la muerte.

¡Ah! Quien quiera poner fin a las impías matanzas, a las discordias intestinas y que se grabe al pie de sus estatuas el título de padre de la patria, atrévase a refrenar la escandalosa licencia de nuestros días, y su nombre será famoso entre los venideros; ya que nosotros, ¡oh baldón!, aborrecemos a los patricios integérrimos mientras viven, y sólo ensalzamos sus virtudes cuando desaparecen de nuestros ojos.

¿A qué vienen las tristes lamentaciones si el suplicio no desarraiga los crímenes? ¿Qué aprovechan las vanas leyes sin las costumbres, cuando ni aquella parte del mundo que abrasa un calor sofocante, ni las frías regiones tapizadas de nieve, que el Bóreas convierte en duro hielo, asustan al mercader? La audacia del navegante triunfa de las tormentas alborotadas, y la pobreza, que es considerada el mayor oprobio, ordena emprender todas las empresas de lucro, sufrir todas las adversidades y abandonar los senderos escabrosos de la virtud.

Arrojemos al fondo del mar próximo o llevemos al Capitolio, adonde nos llaman los gritos de las turbas que favorecen nuestros intentos, las alhajas, las piedras preciosas y el oro inútil, fuente de infinitos males. Si realmente nos avergonzamos de nuestra maldad, arranquemos de raíz los gérmenes de las viles pasiones y templemos en ásperos trabajos los ánimos harto delicados. El joven de hoy, incapaz de sostenerse a caballo, aborrece el ejercicio do la caza, y es más diostro en manejar el disco de los griegos o los dados prohibidos por las leyes.

La mala fe del padre engaña al amigo, al consocio y al huésped, y reúne con rapidez los caudales que ha de legar a un indigno heredero. Así crecen cada día las riquezas mal ganadas; sin embargo, no se qué les falta siempre que nunca el avaro se harta de aumentarlas.

XXV A BACO

¿Adónde, Baco, me arrebatas pleno de tu espíritu divino? ¿A qué bosques, a qué grutas me transporta de repente el entusiasmo que me inspiras? ¿Qué antros me oirán ensalzar la gloria del invencible César <Augusto>, elevándolo hasta las estrellas, y el concilio de Jove?

Sus triunfos memorables y recientes serán por mí cantados y celebrados en estrofas jamás oídas <Diré algo insigne, reciente, no dicho por otra boca>, <como> con el asombro de la Bacante <Evíade> que, al despertar, contempla maravillada desde la cumbre del Hebro cristalino la Tracia cubierta de nieve y el monte Ródope hollado por un pie bárbaro, [¡Oh, cuál me encantan las rocas y Ias vegas solitarias desviándome del camino!] <así yo contemplo lejos de las rutas los ríos y el solitario bosque>. ¡Oh tú, Numen <rey> de las Náyades y Bacantes, cuyas manos son capaces de arrancar los corpulentos fresnos, nada cantaré que sea bajo, nada insignificante, nada mortal! Es muy grato, ¡oh Baco! <Dulce peligro es, oh Leneo>, el seguir a un dios que ciñe su frente con verdes pámpanos.

XXVI A VENUS

Yo viví en otros días favorecido por las doncellas, y milité, no sin gloria, en las lides del amor, mas hoy, en esta pared que mira al siniestro costado de la marina Venus, quedarán suspendidas mis armas y mi laúd cansado de la guerra. Vosotros depositad aquí también las antorchas encendidas, las palancas y los arcos que amenazaban las puertas cerradas a nuestros deseos.

¡Oh diosa que reinas en la venturosa Chipre y en Menfis, que jamas ha visto las nieves de Tracia, humilla una vez siquiera con tu sublime látigo la arrogancia despreciativa de Cloe!

XXVII A GALATEA

Que el graznar del ave siniestra, los ladridos de la perra próxima a dar a luz, la zorra con sus hijuelos y la loba que merodea por los campos de Lanuvio, persigan en su ruta a los malvados; y la culebra los desvíe del camino derecho, lanzándose veloz como una saeta contra sus asustadizos caballos.

Yo, augur favorable para quien amo <temo>, rogaré que vuele desde la parte de Oriente el cuervo de feliz agüero antes que vuelva a sus estancadas lagunas el ave que adivina las lluvias inminentes.

Sé tan feliz cual deseas, y adondequiera que vayas acuérdate de mí, Galatea. Ojalá no impidan tu viaje el siniestro pico verde ni la vagabunda corneja.

¿Pero no ves qué tumultuosas borrascas levanta la caída de Oríon? Ya conozco las sombrías tempestades del Adriático y la perfidia engañosa del Yápige.

Sientan las esposas y los hijos de nuestros enemigos la rabia ciega del Austro amenazador y el bramido de las negras olas que estremecen las riberas.

Luego que la crédula Europa confió su cuerpo de nieve a las espaldas del fingido toro, palideció con espanto, a pesar de su audacia, viéndose rodeada de monstruos y expuesta a las insidias del mar.

Poco antes cogía flores en los prados para tejer coronas a las Ninfas; ahora, a la débil claridad de la noche, sólo distingue los astros en el cielo y el abismo a sus pies.

En el momento de arribar a Creta, poderosa por sus cien ciudades, exclamó: «¡0h padre, oh dulce nombre de hija por mi abandonado, oh piedad vencida por la locura!

»¿De dónde vengo? ¿Adónde he llegado? Una sola muerte es castigo harto leve de mis culpas. ¿Yo he podido cometer tan torpe maldad, o soy inocente y me engaña vana ilusión, hija de los falsos sueños que se deslizan por la puerta de marfil? ¿Cómo preferí la travesía de mares peligrosos a la ocupación de coger flores recientes?

Si alguien me pusiera delante el infame toro, le hundiría colérica el hierro en el costado, o rompería los cuernos del monstruo que me sedujo.

Sin pudor abandoné la casa de mis padres, sin pudor temo descender al Averno. ¡Oh dioses, si alguno de vosotros oye mis lamentos, permitid que vague con el cuerpo desnudo entre fieros leones, y que mi hermosura sirva de alimento a los tigres antes que las secas arrugas ajen mis sonrosadas mejillas, y pierda mi cuerpo el vigor y la frescura juvenil!

El padre ausente me increpa así con dureza: «Vil Europa, ¿a qué retardas tu muerte? Por fortuna no has perdido el ceñidor con que puedes suspenderte del olmo cercano, o si prefieres estrellarte en las duras rocas y en medio de los escollos, arrójate al mar proceloso, y así evitarás, retoño de sangre real, el ultraje de hilar como sierva la lana, y obedecer a una rival extranjera.» Oyó estas quejas Venus sonriendo malignamente, y Cupido con la aljaba depuesta; y después de burlarse cuanto quiso de sus penas, exclamó: «No te dejes arrebatar por la cólera y el furor cuando ese toro aborrecido humille ante ti sus cuernos que pretendes destrozar.

»Sin saberlo eres la esposa del invicto Jove; basta de sollozos, y aprende a enorgullecerte de tu singular fortuna; una gran parte del mundo llevará tu nombre.»

XXVIII A LIDE

¿Qué haré yo ante todo en el día consagrado a Neptuno? Pronto, Lide, saca el oculto Cécubo, y haz una suave violencia a tu morigeración bien conocida.

¿Ves que el sol declina hacia su ocaso, y como si el curso del día volador se detuviera, retrasas el momento de sacar de la bodega el ánfora, que permanece ociosa desde los tiempos del cónsul Bíbulo?

Cantaremos alternativamente a Neptuno y Ias Nereidas de verdosos cabellos.

Tú celebrarás en Ia corva lira a Latona y las flechas de la cazadora Diana, y nuestros últimos cantos serán para la diosa que reverencia Gnido en las brillantes Cícladas, y visita a Pafos en su carro conducido por los cisnes.

También dedicaremos a la Noche tristes elegías.

XXIX A MECENAS

Mecenas, descendiente de los reyes de Etruria, guardo para ti un vino delicioso en el ánfora no empezada, rosas bien olientes y esencias ricas <mirobálano> que perfumen tus cabellos. No retrases tu venida ni estés contemplando siempre el húmedo Tíbur, los pendientes campos de Éfula y los montes del parricida Telégono.

Huye del hastío de la opulencia, las torres de los alcázares vecinas a las nubes, y <deja de admirar> el humo, el estrépito y el fausto de la venturosa Roma.

La variedad seduce mucho a los ricos; a veces una cena limpia y frugal, bajo el techo del pobre que no adornan la púrpura ni los tapices, consigue desarrugar el ceño de sus frentes.

Ya el padre esclarecido de Andrómeda <Cefeo> deja vislumbrar sus ocultas estrellas, ya Proción y el León furioso lanzan sus rayos, y el sol nos trae los días más sofocantes.

Ya el pastor fatigado, con su rebaño que languidece, busca las sombras y las márgenes de los arroyos, los espesos jarales de Silvano y la ribera silenciosa no refrescada por el soplo del viento.

Tu meditas sobre la norma de gobierno más útil a la ciudad, y solícito por su grandeza, intentas penetrar los designios de los seros y bactrianos que dominó Ciro, o de los habitantes del Tanais, que se destrozan en continuas guerras.

Un dios sapientísimo envuelve en noche caliginosa los sucesos que están por venir, y se burla del mortal que pretende descifrar sus arcanos. Piensa en ordenar lo presente, pues lo futuro es como un río, que ora aprisionado en su cauce corre mansamente hacia el mar Etrusco, ora arrastra las peñas carcomidas, los árboles que descuaja, las casas y los ganados, y con su estruendo alborota las vecinas selvas y las montañas, cuando acrecido por incesantes lluvias se desborda en espantosa inundación. Sólo vive feliz y dueño de sí aquel que puede decir cada día: «He vivido». Mañana, ya cubra Júpiter el cielo de negros nubarrones, ya brille el sol resplandeciente, no conseguirá que lo pasado no haya pasado, ni borrar ni destruir lo que trajo una vez el curso fugitivo de las horas.

La fortuna se regocija en sus crueles caprichos, y al dispensar sus inciertos favores, nos burla a menudo con sus juegos insolentes; hoy benigna conmigo, mañana piadosa con otro.

Si permanece a mi lado, se lo agradezco; si agita sus rápidas alas, le devuelvo sus dones, me cubro con el manto de mi virtud y me desposo sin dote con mi honrada pobreza.

No es propio de mí, cuando el mástil del navío cruje combatido por los vientos de África, recurrir a míseras preces y atraerme con votos a los dioses para que las ricas mercancías de Tiro y Chipre no aplaquen la avaricia del Ponto. Prefiero viajar en humilde barco de dos órdenes de remos, y que la brisa y los gemelos Castor y Pólux me conduzcan seguro a la playa a través de las olas tumultuosas.

XXX SE PROMETE UNA GLORIA INMORTAL

He acabado un monumento más duradero que el bronce y más alto que las regias tumbas de las pirámides, que no podran destruir las lluvias persistentes, el frió Aquilón ni Ia marcha de los tiempos con la serie

innumerable de los años.

No moriré del todo. La mejor parte de mi ser se librará de Libitina, y mi gloria crecerá de día en día con las alabanzas de la posteridad, mientras el pontífice suba al Capitolio acompañado de la vestal silenciosa.

Desde las márgenes que bate con estruendo el Áufido a los sedientos campos, donde Danao, venciendo su humilde fortuna, reinó sobre pueblos agrestes, se dirá que yo <siendo humilde> fui el primero que ajustó a la lira latina los cantos eolios. ¡Oh Melpómene!, llénate del orgullo que infunden tus méritos y ven a ceñir mi frente con el laurel de Apolo.