Odas (1909)
de Horacio
traducción de Germán Salinas
Libro IV

LIBRO IV

I A VENUS <A LIGURINO>

¿Osas, Venus, declarar nuevamente la guerra a quien vivió tantos años libre de sus peligros? Perdóname, perdóname, te lo ruego una y mil veces. No soy el que solía bajo el imperio de la hermosa Cínara. Madre cruel de los dulces amores, no intentes someter a tu blando yugo mi corazón rebelde por los diez lustros que va a cumplir. Corre adonde te llaman las fervientes súplicas de la juventud.

Si quieres abrasar un alma digna de ti, vuela sobre las alas de tus brillantes cisnes a la mansión de Paulo Máximo, joven, noble, discreto y solícito defensor de los afligidos reos, que con sus grandes dotes llevará muy lejos tus pendones victoriosos.

Y cuando se ría triunfante de los regalos espléndidos de su rival, te levantará, próxima a los lagos de Alba, una estatua de mármol bajo un templo de cidro.

Allí recrearán tus sentidos las nubes del incienso, y te deleitarán las canciones acompañadas por la lira y las flautas de Pan y Cibeles.

Allí los jóvenes y las tiernas doncellas ensalzarán tu numen dos veces al día, y, a la manera de los Salios, golpearán tres veces la tierra con sus blancos pies.

En cuanto a mí, ya no me conmueven los hechizos de una hermosa, ni las gracias de un efebo, ni la crédula esperanza de un amor recíproco, ni empuñar la copa en la mano, ni ceñir mis sienes con flores olorosas.

Mas, ¡ay!, ¿por qué, Ligurino, por qué una furtiva lágrima resbala por mis mejillas? ¿Por qué en mi lengua, otros días tan elocuente, se hielan las palabras, sumiéndome en triste silencio? En el delirio de mis sueños te sujeto con mis brazos; cuando huyes, <muchacho> cruel, te persigo por el césped del campo de Marte, y a través de las ondas inquietas del río.

II A JULO ANTONIO

El que pretende, Julo, rivalizar con Píndaro, se confía en las céreas alas que Dédalo inventó, para dar su nombre a las cristalinas olas.

Como río que se despeña del monte y engrosado por las lluvias extiende sus riberas, el gran Píndaro hierve y se precipita con raudal profundo; siempre digno del laurel de Apolo, ya siembre de voces nuevas sus audaces ditirambos en estrofas libres de toda ley, ya ensalce a los dioses o a los reyes, progenie divina, por cuyo valor fueron derribados los Centauros con justa muerte y apagadas las llamas de la espantosa Quimera.

Ya cante al atleta o al caballo vencedor, a quienes la palma de Elea equipara a los inmortales, glorificándolos más que cien estatuas; ya llore la suerte del joven arrebatado a la doliente esposa, y eleve a los cielos la fuerza, el valor y las puras costumbres que las sombras del Orco son impotentes a oscurecer.

El cisne Dirceo en su pujante vuelo, ¡oh Antonio!, consigue remontarse por encima de las nubes; yo, al modo do la abeja de Matina, que liba con afán solícito el oloroso tomillo, forjo humilde y laboriosamente mis canciones cerca del bosque o los húmedos arroyos de Tíbur.

Tú cantarás con briosa inspiración las glorias de César <Augusto> cuando ceñido de laureles conduzca los feroces sigambros por la cuesta sagrada del Capitolio; nunca los destinos ni los benévolos dioses han concedido a la tierra príncipe tan excelso y tan justo, ni podrían dárnoslo, aunque tornásemos a la edad de oro.

Después cantarás los días venturosos y el júbilo inmenso de la ciudad, con el foro cerrado a los procesos por la vuelta tan deseada del invencible Augusto.

Entonces, si mi voz merece ser oída, se unirá con gusto a tus acentos, exclamando: «¡Oh día hermoso, día inolvidable que nos devuelves a César!» y durante su marcha solemne los ciudadanos alborozados prorrumpirán conmigo «¡Triunfo, triunfo!», y levaremos nubes de incienso a los benignos dioses.

Tú inmolarás diez toros y otras tantas vacas, yo me desligaré de mis votos sacrificándole un tierno novillo, que ya separado de su madre crece en los viciosos pastos; su frente imita los cuernos encendidos de la luna al tercer día de su nacimiento, y muestra una mancha blanca como la nieve; el resto de su cuerpo es de color rojo.

III A MELPÓMENE

El mortal a quien miras con propicios ojos desde el día que vino al mundo, ¡oh Melpómene!, no brillará con el premio del pugilato en los juegos ístmicos, ni lanzará vencedor sus bridones impetuosos en el carro de Acaya, ni la fortuna de la guerra lo elevara al Capitolio, ceñida la cabeza con el laurel de Delos por haber humillado la fiera arrogancia de los reyes; pero las espesas ramas de los árboles y los arroyos que fertilizan los campos de Tíbur harán famoso se nombre en la poesía eólica.

Roma, la señora de las ciudades, se digna colocarme al frente de los coros amables de sus poetas, y apenas osa morderme ya el diente de la envidia.¡Oh Musa <Piéride> que templas las cuerdas de mi cítara de oro, tú que podrías si quisieras dar a los mudos peces el canto de los cisnes, tú eres la fuente de todas mis dichas!

Si merezco ser señalado con el dedo como el príncipe de la lírica romana, si vivo feliz y consigo agradar a las gentes, a ti lo debo sólo.

IV CELEBRA LA VICTORIA DE DRUSO NERÓN

Como al águila portadora del rayo a quien Júpiter, rey de los dioses, concedió el imperio sobre las demás aves por haber experimentado su fidelidad en el rapto del rubio Ganimedes, en otro tiempo los bríos juveniles, el aliento de sus padres y la inexperiencia de los trabajos la hicieron abandonar el nido, y los vientos primaverales impulsaron en un cielo sin nubes sus primeros y vacilantes esfuerzos; después, con ímpetu violento, se arroja como enemiga contra los apriscos, y por último el afán ardoroso de presas y combates la precipita contra las irritadas serpientes; como la cabra que trisca en los alegres pastos contempla el cachorro <el león> que la roja leona acaba de criar, quitándole la leche, y con terror se ve ya devorada por sus finos y agudos dientes <dientes nuevos>, así vieron los vindélicos al gran Druso mover la guerra en los Alpes de Retia. No pretendo averiguar de dónde tomaron estos pueblos la costumbre de armar sus diestras con el hacha de las Amazonas, que no es lícito [al mortal] saberlo todo; pero las falanges vencedoras en cien combates, vencidas a su vez por el joven caudillo, probaron a su costa lo que puede una gran fortaleza, una índole excelente adoctrinada por sabios consejos, y la solicitud paternal de Augusto en pro de los jóvenes Nerones.

Los fuertes son hijos de los tuertes y animosos. Los toros y caballos revelan el esfuerzo de sus progenitores, y nunca el águila feroz ha engendrado a la tímida paloma.

<Mas> la enseñanza perfecciona el buen natural, y el ejercicio de la virtud fortalece los bríos. Donde no reinan puras costumbres, los vicios deslucen las dotes más sobresalientes.

Cuánto debes, ¡oh Roma!, a los Nerones, bien lo atestiguan el río Metauro y la derrota de Asdrúbal, y aquel hermoso día en que, disipadas las tinieblas del Lacio, nos sonrió por vez primera la fausta victoria sobre el fiero cartaginés que asolaba las ciudades de Italia, como la tea inflamada, como el Euro encrespa las olas de Sicilia.

Tras este día la juventud romana se ennobleció con empresas memorables, y en los templos devastados por la irrupción africana pudo darse culto a los dioses.

Entonces exclamaba el pérfido Aníbal: «Como ciervos destinados a ser presa de rapaces lobos perseguimos sin tregua a un enemigo, de quien el mayor triunfo que logremos reportar es huirle, engañándole con estratagemas.

Esa gente valerosa que, después del incendio de Troya, vióse arrojada a las playas etruscas y llevó a las ciudades de Ausonia sus Lares, sus hijos y sus ancianos padres, es como la encina del monte Álgido, cuyo espeso ramaje corta el hacha reluciente, que de las mismas heridas y golpes del hierro cobra fuerzas y lozanía nueva.

El cuerpo destrozado de la Hidra no creció más potente contra Hércules, temeroso de su derrota, ni la ciudad de Colcos o Tebas la de Equíon sometieron monstruos mayores.

Si la hundes en el abismo, surge más altiva; si se arroja a las batallas, conquista timbres merecedores de eterna alabanza, y reporta victorias que cuenta satisfecha a sus mujeres.

¡Ah!, ya no enviaré nuncios orgullosos a Cartago; se desvaneció para siempre nuestra esperanza y la fortuna de nuestro nombre con la muerte de Asdrúbal.

Nada es imposible a los Claudios. Júpiter benigno los defiende, y sus previsiones sagaces los sacan triunfantes en los difíciles empeños de la guerra.

V A AUGUSTO

Defensor nobilísimo del linaje de Rómulo, que los dioses favorables nos concedieron, bastante hemos padecido tu ausencia, y pues prometiste un pronto regreso al santo concilio de los senadores, cúmplenos tu promesa.

<De>vuelve, príncipe benigno, la luz a tu patria. Igual a la primavera, donde tu semblante sonríe, resbala el día para el pueblo más feliz, y el sol brilla con más intensos fulgores.

Como la madre del joven marino, a quien el Noto, con su hálito envidioso, detiene en la opuesta ribera del Cárpalo por espacio mayor de un año, sin permitirle volver a su cara mansión, lo llama con sus votos, sus ruegos y sus presagios, y no aparta un momento los ojos del corvo litoral, así la patria en su fidelidad ardiente demanda la vuelta de César.

Por él la vaca pace segura en el prado, Ceres y la copiosa Fecundidad reinan en la tierra, vuelan sin temor las naves por el piélago tranquilo, y la buena fe teme hasta las sospechas.

La castidad de las familias no se mancha con torpes estupros, la ley y las costumbres refrenan ni escándalo, la honestidad de las madres se pinta en el rostro de los hijos, semejantes a sus esposos, y el castigo sigue inmediato a la culpa.

¿Quien temerá al partho o al guerrero de la helada Escitia?; ¿quién a la juventud que cría la hórrida Gemania?; ¿quién se preocupará de la guerra de los feroces iberos mientras aliente César? El labrador pasa el día en sus colinas, enlazando los sarmientos <viudos> al tronco de los árboles; de allí torna contento, empuña la copa, y como a un dios, te invita a sus frugales festines <te recibe en las segundas mesas>.

Te dirige ardientes preces y hace en tu honor repetidas libaciones, mezclando tu nombre con los de sus Lares, como Grecia mezclaba los de Cástor y el gran Hércules.

«¡Oh príncipe excelso, ojalá des a Italia muchos venturosos días!» Así exclamamos en ayunas al amanecer el sol, y así repetimos después de beber, cuando se pone por la parte del Océano.

VI HIMNO A APOLO Y DIANA

¡Oh Dios que hiciste sentir tu venganza a los hijos de la arrogante Níobe, al raptor Titio y al tésalo Aquiles, ya casi vencedor de la esforzada Troya; caudillo que aventajaba a todos, y sólo se reconocía inferior a ti, aunque hijo valeroso de la marina Tetis que hizo temblar las torres de Pérgamo con su tremenda lanza.

Como el pino que derriban los golpes del hacha, o el ciprés arrancado por la violencia del Euro, cayó por fin a lo largo en el suelo, y tuvo que morder el polvo troyano.

Pero jamás oculto en el vientre del engañoso caballo que se ofrecía a Minerva, hubiera sorprendido a los troyauos en sus fiestas intempestivas, ni el alegre palacio de Príamo en medio de las músicas y las danzas, sino a la luz del día, implacable con los cautivos, hubiese, ¡qué horror!, abrasado en las llamas de los aqueos a los niños que acababan de nacer y a los que alentasen en el seno materno, si el padre de los dioses, vencido por tus ruegos y los de la hermosa Venus, no acordase a los destinos de Eneas levantar otros muros con más faustos auspicios.

Tú, Febo, que enseñas a pulsar la cítara de Talía a los griegos y lavas tu cabellera en las ondas del Janto, tú, que proteges nuestras ciudades, defiende el honor de las Musas latinas, <leve Agieo>.

Tú eres quien me alienta, tú me concedes el arte seductor de los versos y el renombre de poeta. ¡Oh las primeras de nuestras vírgenes!; ¡oh mancebos nacidos de insignes progenitores!, hermoso cortejo de la diosa de Delos; que con las flechas de su arco detiene la carrera de los veloces linces y los ciervos, observad las leyes del metro sáfico, obedientes a las señales que os hago con el dedo.

Elevad vuestros himnos al hijo de Latona y a la diosa de la noche, cuya faz creciente fertiliza los sembrados y en su rápido curso nos vuelve los meses fugitivos.

Cuando seas casada exclamarás: «Yo entoné canciones gratas a los dioses, dócil a las órdenes del poeta Horacio, en los días festivos del siglo que expiraba.»

VII A MANLIO TORCUATO

Las nieves pasaron; vuelven a reverdecer los campos y las ramas de los árboles; la tierra muda de aspecto, y las corrientes menos caudalosas de los ríos dejan de combatir sus riberas. Una de las Gracias, desnuda, y en compañía de las Ninfas y sus gemelas hermanas, se atreve a dirigir las danzas; el año y hasta la hora que arrebata el día presente nos aconsejan no esperar nada duradero.

Los Céfiros templan el rigor del invierno; la primavera cede a los rayos del estío, que ha de fenecer cuando el otoño, coronado de frutos, esparza sus ricos dones; después tornan otra vez los días brumosos de diciembre. El curso acelerado de los meses repara los daños de las estaciones <rápidas reparan las lunas sus menguas celestes>; pero nosotros, si caemos en el lugar que habitan el piadoso Eneas, Anco o Tulo Hostilio, quedamos convertidos en polvo y sombra. ¿Quién sabe si los dioses celestiales nos añadirán al día de hoy el de mañana? Sólo escapará a las ávidas manos de tu heredero lo que generoso hayas dado a tus amigos.

Así que dejes de ser, Torcuato, y Minos haya pronunciado su última palabra, ni la piedad, ni la elocuencia, ni el ilustre linaje te restituirá a la vida.

Diana no logra libertar de las tinieblas eternas al pudoroso Hipólito, ni Teseo romper las cadenas que sujetan a su caro Pirítoo en el infierno.

VIII A MARCIO CENSORINO

Con el mayor gusto, Censorino, regalaría a mis amigos copas y bronces artísticos, y aun los trípodes que se daban en premio a los griegos vencedores, y no serías tú quien recibiese los presentes de menos valor si yo fuera rico en las obras de arte producidas por Parrasio y Escopas, hábiles en modelar la figura, ya de un hombre, ya de un dios, éste en el marmol, aquél [en el lienzo] con brillantísimos colores.

Mas ni poseo tales riquezas, ni tu fortuna y tu ambición echan de menos estas joyas valiosas. Te regocijas con los versos, y podemos darte versos y ensalzar el precio que los avalora <y decir el precio del regalo>.

Los mármoles esculpidos con sus correspondientes inscripciones, que devuelven alma y vida a los heroicos caudillos que sucumbieron; la fuga precipitada de Aníbal con sus pavorosas amenazas, y el incendio de la impía Cartago, no realzan con tan magníficos loores, como las Musas de Calabria, la gloria del que supo inmortalizar su nombre en los campos africanos.

Si los escritos callan no lograrás el premio de tas hazañas. ¿Qué sería de Romulo, vastago de Ilia y Marte, si el silencio envidioso hubiera callado sus empresas?

Éaco, arrebatado a las ondas de Estigia <Estige>, goza la inmortalidad en las islas Afortunadas, gracias al poder, el favor y los versos de los grandes poetas.

Las Musas impiden la muerte del varón digno de la gloria, abriéndole los cielos. Así el esforzado Hércules se sienta en los banquetes tan deseados de Júpiter, el astro brillante de los hijos de Tíndaro logra salvar de los profundos abismos las quebrantadas naves, y Baco, con las sienes ceñidas de verdes pámpanos, favorece que se cumplan nuestros votos.

IX A LOLIO

No temas que perezcan un día las canciones que yo, nacido en las riberas del Áufido estruendoso, compuse con arte enteramente nuevo para acompañarlas a los acordes de la lira.

Si Homero el Meonio ocupa el primer asiento, no dejan de brillar las Musas de Pindaro y Simónides de Cos, las estrofas amenazadoras de Alceo y las graves de Estesícoro.

La edad no ha conseguido borrar de la memoria los deliciosos juegos de Anacreonte, y aun respiran amor y arden en vivas llamas los cantos de la poetisa Safo.

Hélena, la hija de Esparta, no fue la única mujer que se abrasó en la pasión de un adultero, seducida por sus blondos cabellos, su traje recamado de oro, su fausto real y su lucido acompañamiento.

No fue Teucro el primero que disparó las flechas del arco cretense <cidonio>, ni Troya sitiada una sola vez, ni el gran Idomeneo y Esténelo pelearon solos en batallas que habían de eternizar las Musas, ni el bravo Héctor y el pujante Deífobo fueron los únicos que recibiesen mortales heridas en defensa de sus caros hijos y púdicas esposas, Muchos valientes vivieron antes que Agamenón, pero han muerto desconocidos y sin que nadie los llorase, por no alcanzar la fortuna de que un vate inspirado realzara sus ínclitos hechos.

El valor que permanece oculto dista poco de la inútil pereza. Yo no economizaré en mis páginas tus alabanzas, ni consentiré, Lolio, que un silencio envidioso sepulte tus muchos y loables trabajos. Estás dotado de un ánimo previsor, tan constante en los tiempos dudosos como en los bonancibles; eres justo en el castigo del fraude que nace de la avaricia, y menosprecias el oro que pretende para sí todo provecho. Cónsul no de un año, sino cuantas veces antepones lo honrado a lo útil, como juez incorruptible y severo, rechazas los dones de los perversos con ceño en el semblante, y sale vencedora tu probidad de las ruines catervas enemigas.

No llames nunca venturoso al poseedor de grandes riquezas; más bien merece ese nombre el que sabe gozar con moderación los presentes de los dioses, y sufrir sin lamentos los rigores de la pobreza; el que teme una acción reprobada más que la muerte, y aventura la vida con intrepidez por su patria y sus caros amigos.

X A LIGURINO

¡Oh joven cruel y orgulloso con los favores de Venus! Cuando el vello naciente venga a castigar tu presunción, cuando vuelen de tu cabeza esos cabellos que ahora te caen sobre los hombros, y ese color purpúreo, que aventaja al de las rosas de Libia, desaparezca, Ligurino, bajo una espesa barba, cuantas veces te mires al espejo tan otro del que fuiste, exclamarás: «¡Ah, ¿por qué no pensé de joven como ahora?; ¿por qué con estos pensamientos no vuelve la frescura a mis mejillas?»

XI A FILIS

Tengo una ánfora de vino de Alba, que ya cuenta más de nueve años; crece, Filis, en mi jardín el apio para tejer coronas, y gran abundancia de hiedra que entrelace tus fúlgidos cabellos. En mi casa resplandecen los servicios de plata, y el ara, ornada de casta verbena, aguarda la caliente sangre del cordero que he de inmolar.

Todos se apresuran; acá y allá corren las jóvenes mezcladas con los mancebos, y globos de llamas despiden humo sombrío por encima de los techos.

Si quieres saber a qué fiesta te invito, es a celebrar los <las> Idus de abril; día que divide el mes consagrado a Venus, nacida del mar; día para mí, con razón, solemne, y tal vez más santo que el de rni propio natalicio, porque desde esa fecha comienza a contar sus años mi querido Mecenas.

El joven Télefo a quien solicitas, y cuyo amor te niega la suerte, es el ídolo de una mujer lasciva y opulenta <y no de tu misma condición,> que lo aprisiona con gratas cadenas.

Faetón, abrasado por el rayo, intimida las locas esperanzas, y también nos da saludable ejemplo el alado Pégaso, echando de sí al <al que agobia la carga del> caballero terrestre Belerofonte.

Persigue siempre objetos dignos de ti, huye de lazos desiguales, y considera dañosas las esperanzas desmedidas. ¡Oh tú el úitimo de mis amores! (pues jamás ha de cautivarme ninguna otra mujer), aprende mis canciones, repítelas con tu voz melodiosa y endulzaremos con ellas los tristes cuidados.

XII A VIRGILIO

Ya los vientos primaverales que soplan de la Tracia hinchan las turgentes velas y aplacan el mar; ya los prados no blanquean con la escarcha, ni los ríos estruendosos se precipitan cargados de nieve.

Gimiendo tristemente por la muerte de Itis, dispone su nido la infeliz Progne, eterno oprobio de la casa de Cecrops, por haber vengado de modo tan atroz las torpes liviandades <las bárbaras lujurias> del rey.

Los guardianes de las blancas ovejas, tendidos sobre el verde musgo, acompañan con la flauta sus canciones pastoriles, y regocijan al dios [Pan], protector de los rebaños y los sombríos collados de Arcadia.

El calor nos aviva la sed; mas si deseas probar el vino que se coge en las laderas de Cales, ¡oh Virgilio!, cliente de jóvenes ilustres, en pago de mi néctar tráeme tus esencias de nardo.

Por un lindo frasco de nardo haré vaciar el ánfora, encerrada en los graneros de Sulpicio, donde se guarda un vino que despierta risueñas esperanzas y disipa eficazmente las penas más amargas.

Si no rehúsas acudir a la fiesta, ven pronto con tus perfumes; que no he de regalarte sin recompensa con mis vinos, como el dueño de una mansión opulenta.

No retrases, pues, tu venida; deja los afanes interesados, y acuérdate de las llamas que han de quemarnos en la pira; y ya que nos es lícito, mezclemos a los graves consejos alguna que otra locura, es muy dulce a ratos <a tiempo> dar al olvido la razón.

XIII A LICE

Los dioses, Lice, oyeron mis votos; me oyeron, Lice: estás vieja; pretendes, sin embargo, parecer hermosa; jugueteas y bebes sin pudor, y con la voz trémula de la embriaguez llamas a Cupido, que sordo a tus quejas reposa sobre las frescas y encarnadas mejillas de Quía, hábil en pulsar el laúd.

Cupido abandona desdeñoso las encinas despojadas de verdor y huye de ti, porque tienes negros los dientes, las arrugas surcan tu faz y las canas blanquean tu cabellos.

Ni la púrpura de Cos, ni las piedras preciosas te volverán aquellos días que el tiempo volador sepultara una vez en los fastos pasados.

¿Qué fue de tu belleza, las rosas de tu cutis y la nobleza de tu andar? ¿Qué te queda de aquella otra Lice, que me inspiraba <que exhalaba> tanto amor, me enajenaba de mí mismo, y era, por las gracias insinuantes de su lindo rostro, la que después de Cínara me hacía más feliz? Pero el destino, que concedió a Cínara pocos años de vida, conservó la de Lice hasta igualar en su edad a la decrépita corneja, para que la fogosa juventud contemplase <los ardientes jóvenes pudieran ver>, prorrumpiendo en risas insolentes, una antorcha reducida a blancas cenizas.

XIV A AUGUSTO

¿Con qué estatuas, con qué altos honores la gratitud del Senado y el pueblo eternizará, Augusto, en los monumentos y los fastos históricos tus soberanas virtudes? ¡Oh príncipe el más egregio de cuantos el sol alumbra en las tierras habitadas! Los vindelicios, libres hasta hoy del yugo latino, acaban de experimentar lo que vales en la guerra; pues con tus soldados el valiente Druso derrotó, y no en un solo encuentro, al genauno levantisco y al intrépido breuno, y arruinó sus fortalezas levantadas en las cimas de los Alpes pavorosos. Luego el mayor de los Nerones [Tiberio] emprende otra campaña formidable, y alentado por faustos auspicios aniquila a los inhumanos retios y rechazó a los terribles retos: ¡Qué espectáculo ver en la bélica contienda las crueles y numerosas heridas que recibieron aquellos hombres, mejor dispuestos a la muerte que a la esclavitud! Como al romper las nubes el coro de las Pléyadas el Austro encrespa las indómitas olas, así acomete impávido a los escuadrones enemigos, y lanza su fogoso bridón adonde más arrecia la batalla.

Y cual pasa el Áufido por el reino de Dauno de Apulia cuando brama con furia y devasta con espantosa inundación los campos mejor cultivados, así Claudio en sus violentas embestidas rompe los férreos escuadrones y siega desde los primeros a los últimos, cubriendo la tierra de cadáveres sin estrago de los suyos.

Es que tú le habías prestado tus guerreros, tu genio y tus dioses. En el día mismo que la ciudad de Alejandría te abrió su puerto y su palacio real abandonado, tres lustros más tarde, la Fortuna próspera de las lides te conquistó memorables triunfos, y obediente a tu imperio, te dispensó cuantas glorias y alabanzas pudieras ambicionar.

¡Oh Numen protector de Italia y de Roma, señora del orbe! El cántabro, antes nunca domado, el indio, el medo y el escita, que pelea huyendo, acatan sobrecogidos tu poder.

El Nilo, que oculta las fuentes de donde nace, el Istro y el rápido Tigris, el Océano lleno de monstruos que azota las costas de Bretaña, la Galia que no retrocede ante la muerte, y los pueblos de Iberia, duros en los trabajos, se postran ante ti, y los sicambros, que se deleitan en la carnicería, te veneran y rinden las armas.

XV ELOGIO DE AUGUSTO

Deseaba cantar las batallas y las ciudades vencidas; pero Apolo me prohibió con su lira que me aventurase en humilde bajel a los peligros del Tirreno.

En tus días, César, los campos rebosan con la abundancia de frutos, se restituyen a nuestro JovE las enseñas arrancadas a las soberbias columnas de los templos parthos, la paz ha cerrado las puertas de Jano, el orden y la ley reprimieron la licencia que vagaba sin freno y extirparon los crímenes, haciendo brillar las antiguas artes que engrandecían el nombre latino, el prestigio y la fama de Italia, y la majestad del Imperio extendido desde la cuna del sol hasta el mar de Hesperia.

Rigiendo Cesar los patrios destinos, no turbaron nuestra tranquilidad la fuerza ni la discordia civil, ni la ira que forja las espadas y atiza el odio entre las mÍseras ciudades.

No osaron romper los edictos de Julio los que beben las aguas del profundo Danubio, los getas, ni los chinos <o los persas falsarios>, o los que pueblan las riberas del Tanais.

Y nosotros, en los días festivos y sagrados, entre los dones joviales de Baco, después de invocar debidamente a los dioses en compañía de nuestros hijos y esposas, mezclaremos los cánticos con las flautas lidias, y celebraremos, según costumbre de los antepasados, a los caudillos gloriosos, a Troya y Anquises, y a la progenie de la radiante Venus.