Nosce te ipsum

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Carísimos hermanos en Apolo,
cuyas muestras de estima y de cariño,
de envidia exentas, de interés y doló,
al viejo tornan a la edad del niño;
¡gracias por tan espléndida acogida!
No discutamos hoy si la merezco,
empero no dudéis en vuestra vida
que con el corazón os la agradezco.

No temáis que el poeta castellano,
vuestro hermano al llamarse y vuestro amigo,
sea ¡ante Dios el tiempo por testigo!
mal amigo jamás, ni mal hermano.

Valencia, a quien el gozo ha vuelto loca
al escuchar la voz de su hijo nuevo,
a mí tal gozo agradecer me toca,
pues renacer en mi vejez te debo:
y no debió en país ni en tiempo alguno
un poeta a su sola poesía
fama más popular, y aquí ninguno,
tal popularidad como la mía.

Abrénme las aulas y ateneos
como el humilde hogar y los talleres;
pídenme por mi nombre en los paseos
los pobres, y sin miedo y sin deseos
a la cara me miran las mujeres.

Por doquier que en Valencia me presento,
de admiración objeto y de cariño,
me cede el paso y me saluda atento
el pueblo; y contemplándome un momento,
«él es», se dicen desde el viejo al niño.

Las calles al cruzar y las plazuelas,
me saluda cortés el artesano;
me sonríen las frescas muchachuelas,
y a la gorra ante mí llevan la mano
los chicos al salir de las escuelas.

Es el más grato olor el del incienso;
son los aplausos el mejor arrullo;
pero perdón si os digo lo que pienso:
oigo éste, aspiro aquél con un inmenso
placer… mas con placer, no con orgullo.

Algo haber en mí debe que algo vale:
los pueblos sin razón no aplauden nada,
y en mí delo vulgar algo hay que sale;
mas hay en ti por mí gracia sobrada,
¡oh Valencia gentil, ya madre mía!,
más favor y más gloria a ella acordada
que valor en mi vieja poesía.

Oye, pues, lo que oír de mí no esperas,
lo que ya veces mil en mis cantares
he repetido allende de los mares,
y que hará tal vez hoy que más me quieras.

Conócete a ti mismo, dijo un sabio:
y aunque por sabio no, por ser ya viejo,
hacer no debo a mi razón agravio
despreciando del sabio el buen consejo.

hoy que así de tu amparo bajo el manto
me acoges; hoy que tanto mi presencia
celebras y en tus brazos me alzas tanto,
que aureola quieres dar a mi cabeza
de la lumbre del sol con un anillo,
y a mi gloria tus bardos con nobleza
quieren hacer de estrellas un cintillo,
voy a probarte yo con este canto
que en sandia vanidad no me encastillo,
ni al aura popular me ensoberbezco;
que acepto de mi gloria de tu mano
con gratitud, no más la que merezco;
así que, en vez de alzarme, me arrodillo:
con fe leal y corazón sencillo
toda la gloria que me das te ofrezco,
y ante tu aplauso popular me humillo.

Conocerse a sí mismo es la gran ciencia;
oye, pues, municipio valenciano,
poetas lemosines de Valencia,
a vuestro hijo escuchad y a vuestro hermano;
que antes de que sepulcro aquí se le abra,
va a dirigiros su postrer palabra
como hidalgo español y buen cristiano,
y por siempre a librar de su presencia
todos los foros del teatro hispano.

Nunca he sido yo más que un vagabundo:
yo soy el escritor de menos ciencia,
el ingenio español menos profundo,
el versificador más sin conciencia:
mas aunque soy, tal vez, el más fecundo,
flor sin aroma, frasco sin esencia,
de sentido y de lógica vacía
no es tal vez más que un son mi poesía.

Como el ruido del mar, como el del viento,
como el de un manantial de agua corriente,
como el canto del ave, como el lento
son de la lluvia o de la espuma hirviente,
tenaz, sonoro, musical mi acento
se exhala de mi ser perennemente;
pero como esos ecos del vacío,
es un son fútil el acento mío.

¿Por qué, pues, de poeta alcancé nombre?
¿Por qué hay de oírme afán por donde paso?
¿Por qué os juntáis para escuchar al hombre
de saber y de juicio más escaso?
¿Queréis que yo os revele, aunque os asombre
y a vanidad me lo achaquéis acaso,
por qué del bardo me otorgáis la palma?
Porque me ha puesto Dios la fe en el alma.

Porque me dió con ella la hidalguía,
la generosidad del caballero,
y ni envidiar ni odiar mi alma podría
ni al amigo vender, ni al compañero:
porque grande y leal el alma mía,
cabe en mi corazón el mundo entero:
y como sabe Dios la fe que abrigo,
por doquiera que voy va Dios conmigo.

Como al ave, al nacer, me dijo: «canta»,
y a impulso de la fe que en mí se encierra,
arrancada mi voz de mi garganta
resuena sin cesar sobre la tierra:
y como el fénix sin cesar cantando
voy mi fe por la propia y por la extraña;
y como el fénix moriré entonando
mi canto funeral en la montaña.

¿Dónde aprendí mis cántigas? Lo ignoro.
¿Dó va las suyas a aprender el ave?
¿Dónde toma su ruido el mar sonoro?
¿Dónde el aire su son, áspero o suave?

Mas nada sé, ¡ay de mí! Todo lo ignoro:
hijo de un siglo inquieto y de una tierra
que desolaba fratricida guerra,
a mi primer cantar hicieron coro
gritos discordes de furor y espanto,
ayes de hiel y desgarrado llanto;
no tuve tiempo de aprender; me hicieron
salir al mundo solo, casi niño,
los vaivenes del siglo; me perdieron
mi familia y mis padres el cariño,
yo no gocé jamás su compañía;
yo me dejé arrastrar por el encanto
de la santa y risueña poesía
que amparó mi orfandad bajo su manto;
y del Pindo a la sombra y al abrigo,
cedí al instinto que nació conmigo,
sentí mi inspiración, probé mi canto;
y, no sabiendo más, di a mis cantares
las frases de la fe de mi creencia,
y conté las leyendas populares:
pro eso me escucháis, esa es mi ciencia.

Yo, aunque alumno del griego clasicismo,
bebí en mi infancia la nectárea esencia
del castalio licor del paganismo,
busqué mi inspiración en mi conciencia,
pedí mi numen a mi pueblo mismo,
y el pueblo me contó lo que ha años treinta
que con frase mejor mi musa os cuenta:
y eso es lo que pos inspira a mi cariño,
eso es lo que en mis versos os hechiza;
que os cuento, con más fe y con más aliño,
lo que, al mecer en su regazo al niño,
os contó a cada cual vuestra nodriza.

Mi inculta inspiración, mi tosco verso,
en los sones del himno se han nutrido
que cantar a su Dios al universo
siente mi corazón, oye mi oído.
Ese himno santo, universal, perenne,
que un solo instante de sonar no deja,
inextinguible, místico, solemne,
de nuestro globo en derredor, que aspira
su hálito en el de Dios: máquina errante
por el vacío azul, viva y radiante
con propia vida y luz; que nunca vieja,
ni cae jamás, ni descarriada gira:
que ni vacila nunca, ni se aleja
de su órbita jamás; que siempre mira
al Dios que errar ante su faz la deja
cantando ese himno que su amor la inspira.

himno compuesto del fugaz gemido,
de la ráfaga rauda, de la queja
de la tórtola viuda, del zumbido
del impalpable insecto y de la abeja
que el panal elabora; del balido
de la espantada oveja,
que oye al lobo acercarse a sus rediles,
y llama a su pastor, que en la cabaña
ensaya sus sonatas pastoriles
en la zampoña o el rabel de caña;
del rumor soñoliento de la fuente
que bajo el césped invisible suena;
del pavoroso estruendo del torrente
que el valle asorda y la caverna atruena:
del triste son de las marinas ondas
que vienen, arrastrándose con pena,
unas tras otras, túrgidas, redondas,
leve espuma a tornarse en el arena:
ese himno, en fin, universal, sonoro,
que cuanto tiene voz a Dios levanta,
y del supremo Criador a coro
testifica el poder, la gloria canta:
que en todos los dialectos y lenguajes,
y en medio de las razas más ateas,
con la voz de los pueblos más salvajes
dice al Sumo Hacedor: ¡bendito seas!

Esa es mi poesía, esa es la ciencia
de mi instintivo canto no aprendido;
por eso, amorosísima Valencia,
con maternal amor me le has oído.

Yo, poeta de fe, mas no de ciencia,
maestro sólo de la ciencia gaya,
pasé, mi fe cantando, la existencia
de región en región, de playa en playa;
mas canté como pájaro perdido:
nada sé, nada soy ni nada he sido.

Déjame, pues, partir y no demandes
ya a mi vejez ni flores, ni canciones:
no me hagas entre aplausos y ovaciones
sentar entre tus sabios y tus grandes,
e incienso no me des, ni me corones;
déjame ya, Valencia, que me ausente
para volver el hálito postrero
a exhalar en tus brazos solamente;
déjame; y cuando vuelva a tu regazo,
¡madre de mi adopción! no me recibas
con aplausos, ni músicas, ni vivas,
sino con mudo maternal abrazo.

Y entonces no me vuelvas a la escena
a obligar a subir a que te cante;
porque de gozo en vez te dará pena
mi ronca voz, gastada y vacilante.

Ahí te queda de bardos lemosines
una brillante pléyade naciente
que anida en tus balsámicos jardines;
y que tras de Pizcueta y de Llorente
va, y de Labaila, y de Querol y Herrero;
de quienes si hoy aún marcho delante,
es nada más porque nací primero.

Yo me sé conocer; ya hice bastante;
pronto van a ser blancos mis cabellos;
mas no me pidas que mi voz levante;
yo su cantar aplaudiré, expirante:
di a mis hermanos que te canten ellos.

Diz que el mundo es un teatro:
mas representar en él
un papel de mucho aplauso,
dificilísimo es.

A los que en teatro tal
galanes son, rara vez
hay director ni traspunte
que su salida les dé.

A la escena la fortuna
les arroja a tiempo bien,
y a través de todo obstáculo
aciertan con su papel;
a algunos… pocos, a fuerza
de atención, de impavidez,
de paciencia, astucia o mérito,
surgiendo entre la Babel
social, salir a galanes
desde comparsas se ve;
mas salir no es lo difícil,
sino desaparecer.

Yo mi papel como supe
hasta aquí representé;
me dió humo España y subí;
mas mi gloria es Montgolfier
lleno solamente de humo;
y pues tan alto llegué
por patrio favor, yo quiero
bajar, pero no caer.

¿Qué sabe el viejo más sabio,
si, ciego hasta su vejez,
conocerse a sí no sabe
y que envejece no ve?
Yo… (perdonadme este yo
por el último) yo, pues,
por la fortuna en la escena
lanzado, me presenté
ante un pueblo sorprendido
de verme surgir ante él,
evocado de una tumba
que iba a cerrarse a mis pies.

Absorto el pueblo, yo absorto,
y uno de otro sin saber,
me dijo el pueblo «habla» y yo,
en lugar de hablar, canté.
Mi cantar en aquel sitio
fué mi fortuna… Después…
no necesito contároslo,
lo que aconteció sabéis.
Seguí cantando, y alientos
tales cantando cobré,
que en un Don Juan me escucharon
desde el zapatero al rey.

Mas por hacerme escuchar,
yo consejos no escuché;
y creyendo que mis versos
me iban a abrir el edén
en la tierra, y que mi raza
de mí iba su gloria a hacer,
seguí cantando… y mi casa
un día desierta hallé,
y al fin me hicieron mis versos
familia y hogar perder,
perdiendo hasta la esperanza
de mi salvación tal vez.

Entonces solo en el mundo
como un paria me quedé,
y entonces… (es una historia
que a nadie importa saber)
entonces yo, no sabiendo
más que cantar, me lancé
a morir cantando loco
de tierra y mar a través;
y a través de mar y tierra,
fuí cantando por doquier
la patria en que había nacido,
las creencias que mamé
con la leche de la madre
que por su mal me dió el ser;
y canté, y canté… y ¡por Cristo!
donde a cantar me paré,
canté a España sin temor
a extraña o contraria grey;
y si el hombre salió mal,
el español quedó bien.

Yo iba a morir, no a matarme;
y aunque a Dios se lo rogué,
mató a los que iban conmigo;
allá quedan… dos de tres;
mas Dios no quiso mi vida;
Dios me hizo allá encanecer,
y yo… a morir en la tierra
en donde nací torné:
torné como fuí… cantando;
mas como uso ya no es
que cantemos nuestros versos,
di los míos en leer.

No ¡vive Dios! por orgullo,
no, ni de aplausos por sel;
sino, pues que a sus poetas
hoy escuchan con placer
Alemania, Francia, Italia,
y hasta el yankee y el inglés,
para probar que oye España
a sus poetas también.

En eso en pro de mi patria
mi último aliento agoté;
y estoy diciendo hace un año,
diez veces en cada mes,
que envejezco, y que mi tiempo
pasó ya y que yo pasé.
Se afecta por cortesía
lo que digo no creer;
mas, pues, cumplí como bueno
y adonde pude llegué,
no es justo quitar en público
dignidad a mi vejez,
ni es justo hacerme ante el pueblo
como un gladiador caer,
exponiendo a su desprecio
lo que vió en mí como prez.

Si por amor a Valencia
en sus teatros hablé,
es mi madre, y sus caprichos
debí de satisfacer;
que soy buen hijo, y no puedo
ni tratarla con desdén,
ni excusarme con mi madre
de cumplir con mi deber.
Mas ya, fuera de Valencia,
ni el amor, ni el interés,
ni la caridad, ni el ruego,
ni la amistad, ni la ley,
por más popularidad
que mi exhibición me dé,
me obligarán a exhibirme
sobre la escena otra vez.
Lo que hice en Valencia, lo hice
con la cordial buena fe
de las fiestas de familia,
en las que todo está bien.

Y ¡adiós, madre!, tú a mis versos
coronas haces tejer,
y plantar por ellos quieres
sobre mi tumba un laurel:
mas como Dios al crearle
dijo al hombre «pulvis es»,
quiero que sepas, Valencia,
que yo conocerme sé;
y que modesto y cristiano,
te he de pedir al volver,
una tumba en que no plantes
más que una cruz y un ciprés.

He dicho, y no sé qué he dicho,
ni si dije mal o bien;
más con lo dicho, mi voz
oís por última vez.