Noli me tangere (Sempere ed.)/XXIII
XXIII
Su Exceleneia
¡Deseo hablar con ese joven!-decía S. E. á un ayudante;-ha despertado todo mi interés.
—Ya han ido á buscarle, mi general! Pero aquí hay un joven de Manila que pide con ineistencia ser introducido. Le hemos dicho que V. E. no tenía tiempo y que no había venido para dar audiencias, sino para ver el pueblo y la procesión, pero ha contestado que V. E. siempre tiene tiempo disponible para hacer justicia...
S. E. se volvió al alcalde maravillado.
—Si no me engaño-contestó éste haciendo una ligera inclinación,-es el joven que esta mañana ha tenido una cuestión con el padre Dámaso con motivo del sermón.
—¿Aun otra? ¿Se ha propuesto ese fraile alborotar la provincia ó cree que él manda aquí? ¡Decid al joven que pase! S. E. se paseaba nervioso de un extremo á otro de la sala. En la antesala había varios españoles, mezclados con militares y autoridades del pueblo de San Diego, agrupados en corros y con versando.
Encontrábanse también allí todos los frailes, menos el padre Dámaso, y querían pasar para presenter Bus respetos á S. E.
—S. E. el capitán general suplica á vuestras reverencias que se esperen un momento-dijo el ayudante;-ipase usted, joven! El manileño entró en la sala pálido y tembloroso.
Todos estaban llenos de sorpresa: muy irritado debía estar S. E. para atreverse hacer esperar á los frailes. El padre Sibyla decía: -Yo no tengo nada que decirle... aquí estoy perdiendo el tiempo.
—Yo digo lo mismo-añadió un agustino.-Vámonos?
— No sería mejor que averiguásemos cómo piensa?-dijo el padre Salví;-evitaríamos un escándalo y podríamos recordarle sus deberes para con la religión.
—¡Vuestras reverencias pueden pasar si gustan!-dijo el ayudante acompañando al joven manileño, que ahora salía con el rostro brillante de satisfacción.
Fray Sibyla entró el primero; detrás iban el padre Salví, el padre Manuel Martín y los otros religiosos. Saludaron humildemente, menos el padre Sibyla, que conservó aún en la inclinación cierto aire de superioridad; el padre Salvi, por el contrario, casi dobló la cintura.
—¿Quién de vuestras reverencias es el padre Dámaso?-preguntó de improviso el general, sin dirigirles las frases lisonjeras á que estaban acostumbrados tan altos personajes.
—El padre Dámaso no está, señor, entre nosotros-contestó casi con el mismo acento seco el padre Sibyla.
—Está en cama enfermo el servidor de vuecencia-añadió humildemente el padre Salví;-después de tener el placer de saludarle, como cum ple á todos los buenos servidores del rey y á toda per sona de educación, veníamos también en nombre del respetuoso servidor de V. E., qus tiene la desgracia...
Oh!-interrumpió el general haciendo girar una silla sobre un pie y sonriendo nerviosamente.
—Si todos mis servidores fuesen como su reverencia el padre Dámaso, me alegraría de quedarme sin ninguno.
Las reverencias adoptaron un aire compungido, comprendiendo que el general tenía malas pulgas.
—Tomen asiento vuestras reverencias!-añadió después de una breve pausa dulcificando un poco su voz.
Capitán Tiago, vestido de frac y caminando de puntillas, conducía en aquel momento de la mano á María Clara, vacilante y llena de timidez. No obstante, hizo un gracioso y ceremonios0 saludo.
—Es la señorita hija de usted?-preguntó sorprendido el general.
—Y de V. E., mi general-contestó Capitán Tiago seriamente.
El alcalde y los ayudantes abrieron los ojos, pero S. E., sin perder la gravedad, tendió la mano á la joven y le dijo afablemente: -Felices los padres que tienen hijas como usted, señorita! Me han hablado de usted con respeto y admiración... he deseado verla para darle las gracias por el hermoso acto que ha llevado á cabo este día. Estoy enterado de todo, y cuando escriba al gobierno de S. M. no olvidaré su generoso comportamiento. Entretanto permítame usted, señorita, que en nombre de S. M. el rey, que aquí represento, y que ama la paz y tranquilidad de sus fieles súbditos, y en el mío, en el de un padre que también tiene hijas de su edad de usted, le dé las más expresivas gracias y la proponga para una recompensa...
—Señor!...-contestó temblorosa María Clara.
S. E. adivinó lo que ella quería decir, y repuso: -Está muy bien, señorita, que usted se contente con su conciencia y con la estimación de sus conciudadanos. A fe que es el mejor premio, y nosotros no debíamos pedir más. Pero no me prive usted de una hermosa ocasión para hacer ver que si la justicia sabe castigar, también sabe premiar, y que no siempre es ciega.
El señor don Juan Crisóstomo Ibarra aguarda las órdenes de V. E.-dijo en voz alta un ayudante.
María Clara se estremeció.
—¡Ah!-exclamó el general.-Permítame usted, señorita, que le exprese el deseo de volverla á ver antes de dejar este pueblo. Señor alcalde, V. S. me acompañará durante el paseo que quiero hacer á pie después de la conferencia que tendré á solas con el señor Ibarra.
—V. E. nos permitirá que le advirtamos-dijo el padre Salví humildemente-que el señor Ibarra está excomulgado...
S E. le interrumpió diciendo: -Me alegro mucho no tener que deplorar más que una ligera indisposición del padre Dámaso, á quien deseo sinceramente una curación completa, porque á su edad un viaje á España por motivos de salud no debe ser muy agradable. Pero esto depende de él... y entretanto, 1que Dios conserve la salud á vuestras reverencias! Unos y otros se retiraron.
—¡Y tanto como depende de él!-murmuró al salir el padre Salví.
—¡Veremos quién hará más pronto añadió otro franciscano.
En la antesala se encontraron con Ibarra, su anfitrión de hacía algunas horas. No cambiaron ningún saludo, pero sí miradas que decían muchas viaje!- cosas.
El alcalde, por el contrario, cuando ya los frailes habían desaparecido, le saludó y le tendió la mano familiarmente; pero la llegada del ayudante que buscaba el joven, no dió lugar á ninguna conversación.
En la puerta se encontró con María Clara: las miradas de ambos se dijeron también muchas cosas.
Ibarra presentóse sereno y saludó profundamente. El general se adelantó hacia él algunos pasos.
Tengo suma satisfacción, señor Ibarra, al estrechar su mano.
S. E., en efecto, examinaba al joven con marcado interés.
—Señor... tanta bondad!...
—Estoy muy satisfecho de su conducta-dijo S. E. sentándose y señalándole un asiento,-y ya le he propuesto al gobierno para una condecoración por el filantrópico pensamiento de erigir una escuela... Si usted me hubiese avisado, yo habría presenciado con placer la ceremonia y acaso le habría evitado un disgusto.
—El pensamiento me parecía tan pequeñocontestó el joven,-que no creí oportuno distraer la atención de V. E. de sus numerosas ocupaciones.
Su excelencia movió la cabeza con aire satisfecho, y adoptando cada vez un tono más familiar, continuó: --En cuanto al disgusto que usted ha tenido con el padre Dámaso, no guarde ni temor ni rencores: no se le tocará un pelo de su cabeza mientras yo gobierne las islas, y por lo que respecta á la excomunión, ya hablaré con el arzobispo, porque es menester que nos amoldemos á las circunstancias. Aquí no podríamos reirnos de estas cosas en público como en la Península. Con todo, sea usted en lo sucesivo más prudente; se ha colocado frente á frente de las corporaciones religiosas que, por su significación y su riqueza, necesitan ser respetadas. Pero yo le protegeré, porque me gustan los buenos hijos que honran la memoria de sus padres. Yo también he amado á los míos, y ivive Dios! no sé lo que habría hecho en su lugar.
—Señor-contestó Ibarra,-mi mayor deseo es la felicidad de mi país, felicidad que quisiera se debiese á la madre patria y al esfuerzo de mis conciudadanos, unidos con eternos lazos de comunes miras y comunes intereses.
S. E. le miró por algunos segundos con una mirada que Ibarra sostuvo con naturalidad.
—¡Es usted el primer hombre con quien hablo en este país!-exclamó tendiéndole la mano.
El capitán general se levantó y se puso á pasear de un lado á otro de la sala.
—Señor Ibarra-exclamó parándose de repente (el joven se levantó también),-acaso dentro de un mes parta; su educación de usted y su modo de pensar no son para este país. Venda usted cuanto posee, arregle su maleta y véngase conmigo á Europa.
—El recuerdo de la bondad de V. E. lo conservaré mientras viva!-contestó Ibarra conmovido; -pero debo vivir en el país donde han vivido mis padres...
—¡Donde han muerto! diría usted más exactamente. Créame, acaso conozca su país mejor que usted mismo... ¡Ah! ahora me acuerdo-exclamó cambiando de tono;-tiene usted relaciones con una adorable joven y le estoy deteniendo aquí.
Vaya usted, vaya usted al lado de ella y para mayor libertad en víeme al padre-añadió sonriendo.
—No se olvide usted, sin embargo, de que quiero que me acompañe á paseo.
Ibarra saludó y se alejó.
S. E. llamó á su ayudante.
—Estoy contento-dijo;-hoy he visto por primera vez cómo se puede ser buen español sin dejar de ser buen filipino y amar á su país; hoy les he demostrado á las reverencias que no todos somos juguetes suyos: este joven me ha proporcionado la ocasión, y pronto habré saldado todas mis cuentas con el fraile. Lástima que ese joven un día ú otro... pero llame usted Este se presentó inmediatamente.
—Señor alcalde-le dijo al entrar;-para evitar que se repitan escenas como las que usía ha presenciado hoy, escenas que deploro porque desprestigian al gobierno y á los españoles todos, me permito recomendarle eficazmente al señor Ibarra, para que no sólo le facilite los medios de llevará cabo sus patrióticos fines, sino también evite que en adelante le molesten persones de cualquier clase que fueren y bajo cualquier pretexto.
El alcalde comprendió la reprimenda y se inclinó para ocultar su turbación, -Haga V. S. decir lo mismo al alférez que aquí manda la secoión y averigüe si es verdad que este señor tiene ocurrencias que no dicen lo8 reglamentos: he oído sobre esto más de una queja.
Capitán Tiago se presentó tieso y de rigurosa etiqueta.
—Don Santiago-le dijo S. E. en tono afectuOso, alcalde.
—hace poco le felicitaba á usted por la dicha de tener una hija tan hermosa; ahora le felicito por su futuro yerno. Se puede saber cuándo es la boda?
—Señor!...-balbuceó Capitán Tiago limpiándose el sudor que corría por su frente.
—¡Vamos, veo que aun no hay nada definitivo! Si faltan padrinos tendré sumo gusto en ser unode ellos.
—¡Cómo agradecerle, señor!...-contestó Capitán Tiago, turbado por la emoción.
Ibarra habíase dirigido apresuradamente en busca de María Clara. Oyó voces femeniles en una de las habitaciones y Ilamó ligeramente á la puerta.
—¿Quién llama?-preguntó María Clara.
—¡Yo! Las voces callaron y la puerta permaneció cerrada.
—Soy yo: ¿puedo entrar?-preguntó el joven, euyo corazón latía violentamente.
El silencio continuó. Segundos después unos ligeros pasos se acercaron á la puerta y la alegre voz de Sinang murmuró á través del agujero de la cerradura, -Crisóstomo, vamos al teatro esta noche; escribe lo que tengas que decir á María Clara.
—¿Que quiere decir esto?-murmuraba Ibarrapensativo, alejándose lentamente de la puerta.