Noli me tangere (Sempere ed.)/XXIV

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXIV

El derecho y la fuerza

Serían las diez de la noche. Los últimos cohetes subían perezosamente por el cielo obscuro, donde brillaban cual nuevos astros algunos globos de papel, elevados hacía poco tiempo, Algunos, adornados de fuegos artificiales, se habían incendiado, amenazando las casas todas; por esto veíase algunos hombres sobre los caballetes de los tejados, armados de una larga caña con un trapo á la punta y provistos de un cubo de agua. Sus negras siluetas destacábanse en la vaga claridad del aire y parecían fantasmas descendidos de los espacios para presenciar los regocijos de los hombres.

Habíanse quemado también multitud de ruedas, castillos, toroa ó carabaos de fuego, y un gran volcán, que había superado en hermosura y grandiosidad á cuanto hasta entonces habian visto los habitantes de San Diego.

Ahora se dirige la gente hacia la plaza del pueblo para asistir por última vez al teatro. Acá y allá se ven luces de bengala, alumbrando fantásticamente los alegres grupos. El gran tablado está espléndidamente iluminado: miles de luces rodean los puntales y penden del techo.

Delante del eseenario templa la orquesta los instrumentos. La principalfa del pueblo, los españoles y los ricos forasteros ocupan poco á poco las alineadas sillas. La multitud se extiende por el resto de la plaza. Se oyen gritos, exclamaciones y carcajadas provocadas por un reventador que acaba de estallar en medio de un grupo de parlanchinas babays.

Aquí se le rompe el pie á un banco y eaen al suelo los que le ocupan, entre carcajadas y silbidos; allí riñen y se vapulean porque se estorban unos á otros. Las jóvenes dalagas lanzan chillidos ratoniles al sentir que indiscretas y ocultas manos las pellizcan...

El teniente mayor don Filipo preside el espectáculo, pues el gobernadorcillo ha preferido quedarsa jugando al monte.

Comenzó la función con Crispino é la Comare, en la cual Chananay y Marionito hacían las delicias del público. Todos tenfan los ojos fijos en el escenario menos el padre Salví, que parecía haber ido allí solamente para vigilar á María Clara, cuya tristeza hacía más interesante su figura. La mirada del franciacano expresaba también más que nunca protunda melancolía.

Se concluía el acto cuando entró Ibarra; su presoncia ocasionó un murmullo: todos se fijaron en él y en el cura. Pero el joven no pareció otarlo, pues salud6 con naturalidad á María Clara y á sus amigas, sentándose á su lado. La única que habló fué Sinang.

—¿Has estado á ver los fuegos?-preguntó.

—No, he tenido que acompañar al general.

—¡Pues es lástima! Te hubieran gustado; eran muy bonitos.

El cura se levantó y acercóse á don Filipo con quien pareció entablar una viva discusión. El cura hablaba con viveza, don Filipo con mesura y en voz baja.

—Siento no poder complacer á vuestra reverencia-decía éste;-el señor Ibarra es uno de los mayores contribuyentes y tiene derecho á sentarse aquí mientras no perturbe el orden.

— Pero no es perturbar el orden escandalizar á los buenos cristianos? ¡Es dejar que un lobo entre en el rebaño! ¡Responderás de esto ante Dios y ante las autoridades!

—Siempre respondo de los actos que emanan de mi propia voluntad, padre-eontestó don Filipo inclinándose ligeramente;-pero mi pequeña autoridad no me faculta para mezclarme en asuntos religiosos. Los que quieran evitar su contacto que no hablen con él.

—Pero es dar ocasión al peligro, y quien ama el peligro, en él perece!

—No veo peligro alguno, padre: el señor alcalde y el capitán general, mis superiores, han estado hablando con él toda la tarde, y no les he de dar una lección.

—Si no le echas de aquí salimos nosotros.

—Lo sentiría muchísimo, pero no puedo echar de aquí á nadie.

El cura se arrepintió de lo que acababa de decir, pero ya no había remedio. Hizo una seña á su compañero, que se levantó con pesar, y ambos salieron.

Imitáronlos las personas adictas no sin lanzar antes una mirada de odio á Ibarra.

Los murmullos y cuchicheos subieron de punto.

Acercáronse y seludaron entonces varias personas al joven diciendo: -Nosotros estamos con usted; no haga usted caso de esos!

—Quiénes son esos?-preguntó con extrañeza.

—Esos que han salido para evitar su contacto.

— įPara evitar mi contacto?

—¡Si! dicen que está usted excomulgado..

Ibarra no supo qué contestar y miró á su alrededor. Vió entonces á María Clara, que ocultaba el rostro detrás del abanico. La joven sentía en el fondo del alma la nueva ofensa que acababan de inferir á su amado. Estaba á punto de estallar en sollozos. En vano quería disimular. Sinang le decía en voz baja palabras cariñosas. Aquello pasaría pronto. Lo que debían hacer era marcharse cuanto antes á Manila.

Pero es posible-exclamó al fin el joven-que el fanatismo ó la hipocresía impere sobre la razón? Qué se propone esa gente? ¿Qué mal les he hecho?...

Y acercándose á las jóvenes y cambiando de tono: -Dispensadme-dijo;-voy á salir un momento; volveré para acompañaros.

Quédate-le dijo Sinang;-Yeyeng va á bailar en La Calandria; baila divinamente.

—Me están esperando, ya volveré.

Redoblaron los murmullos de la multitud, que apenas hacía caso de la representación, atenta sólo á lo que pasaba en el grupo formado por María Clara y sus amigos.

Mientras Yeyeng salía vestida de chula, acercáronse dos soldados de la guardia civil á don Filipo, pidiendo que se suspendiese la representación.

Y por que?-preguntó éste sorprendido.

—Porque así lo ordena el alférez, que acaba de recibir quejas del señor cura, diciendo que lo que aquí se hace no es nada edificante y que sólo se puede tolerar en un pueblo de herejes.

—¡Ave María Purísima! iqué atrocidad! Diga usted al alférez que tenemos permiso del alcalde mayor, y que contra este permiso nadie en el pueblo tiene facultades, ni el mismo gobernadorcillo, que es mi ú-ni-co su-pe-rior. ¿Lo oye usted?

—Pues hay que suspender la función!-repitieron los soldados.

Don Filipo les volvió la espalda. Los guardias se marcharon profiriendo amenazas.

Por no turbar la tranquilidad, don Filipo no dijo á nadie una palabra acerca del incidente.

Después del trozo de zarzuela, se presentó el príncipe Villardo retando á combate á todos los moros que tenían preso á su padre; el héroe les amenazaba con cortarles á todos la cabeza. El público se había olvidado ya de Ibarra y aplaudía con delirio su espectáculo favorito. Iban á empezar los interminables combates y las encarnizadas batallas entre moros y cristianos. Era tal el gozo que experimentaban la mayoría de los espectadores, que les caía la baba, teñida de color chocolate por el buyo, que masticaban con fruición, para que la dicha fuese completa. Afortunadamente para los moros, que se disponían al combate al son de una marcha guerrera que hacía correr escalofríos de entusiasmo por las espaldas de los indios, sobrevino un tumulto. Los individuos de la orquesta pararon de repente y arrojando los instrumentos saltaron al escenario, pues por el lado opuesto ocupado por la muititud, no podían salir. El valiente Villardo, tomándolos sin duda por aliados de los moros, arrojó también espada y escudo y emprendió la carrera; los moros, al ver que tan terrible cristiano huía, no tu vieron incon veniente en imitarle... Oyéronse gritos, imprecaciones y blasfemias; se apagaron las luces, y la gente, poseida de terrible pánico, se esJOB RIZAL trujaba despiadadamente, sin saber lo que pasaba ni adónde dirigirse.

Fuego! ¡Fuego!-gritó una Foz, y creció el espanto.

La causa verdadera del escándalo era que los guardias habían hecho callar vara en mano á los individuos de la orquesta, á fin de que terminase la representación.

El teniente mayor, con los cuadrilleros armados de sus viejos sables, logró detener á los feroces esbirros & pesar de su resistencia. Debían estar ebrios y sin duda se habían extralimitado en el cumplimiento de las órdenes que habían recibido del alférez, que también aquellos días estaba muy contento, porque con motivo de las fiestas no se cesa ba de tirar de la oreja á Jorge.

—Conducidlos al tribunal!-gritaba don Filipo.

—Caidado eon soltarlos! Ibarra habfa vuelto y buscaba á María Clara.

Las atemorizadas jóvenes se agarraron á él temblorosas y pálidss; tfa Isabel masoulla ba oraciones, como tenfa por costumbre en los casos apurados.

Repuesta algún tanto la gente del susto y habiéndose dado cuenta de lo que habia pasado, la indignación estalló en todos los pechos. Llovieron piedras sobre el grupo de los cuadrilleros que conducfan á los dos guardias ci viles; hubo quien propuso incendiar el cuartel y asar á doña Consolación juntamente con el alférez, Para eso sir ven-gritaba una mujer extendiendo los brazos,-para perturbar el pueblo! ¡No persiguen más que á los hombres honrados! ¡No harán daño, en eambio, á los tulisanes y jugadores que les dan dinero! ¡A incendiar el cuartel! ¡A incendiar el cuartel! El escenario estaba leno de artistas y gente del pueblo, que hablaban todos á la vez. Chananay, el príncipe Villardo y los moros se esforzaban en consolar á los apaleados músicos. Algunos españolea iban de un lado á otro, procurando aquietar los ánimos y restablecer la tranquilidad.

Pero ya se había formado un grupo numeroso que profería gritos amenazadores y enarbolaba gruesos garrotes. Don Filipo supo lo que intentaban y corrió á contenerlos.

—No alteréis el orden!-gritaba.-Mañana pediremos satiafacción y se nos hará justicia.

—No!-contestaban algunos.-Lo mismo hicieron en Calamba; se prometió también justicia y el alcalde no hizo nada. ¡Hay que exterminar á esos bandidos, para que no vuelvan á á palear á las tea honradas! ¡Hay que exterminarlos!

—Señor Ibarra, por favor, deténgalos usted mientras yo buaco cuadrilleros! A uated le estiman y le harán caso.

—¿Qué puedo hacer yo?-preguntó el joven perplejo.

Pero el teniente mayor ya estaba lejos.

Ibarra miró á su alrededor, buscando sin' saber á quién. Por fortuna creyó distinguir á Elías, que presenciaba impasible el tumulto. Ibarra corrió hacia él, le cogió del brazo y le dijo en español: -Por Dios, haz algo, si puedes, por apaciguar á esa gente! El piloto respondió: -Merecen un escarmiento! ¡El indio está ya cansado de sufrir que se le trate de un modo tan arbitrario y despótico! Pero haré lo que usted me manda.

Y se confundió en el grupo de los alborotadores.

Oyéronse vivas discusiones, interjecciones y amenazas; después, poco á poco, el grupo empezó gen— á disolverse, no sin que á la mayor parte de los que lo formaban les brillasen los ojos de ira y apretasen los puños.

¡Ya llegaría el día, ya llegaría el día en que tomasen justa venganza de los opresores y de los que los defienden con sus armas!...

Ya era tiempo, pues los soldados salían armados con la bayoneta calada.

Entretanto, ¿qué hacía el cura, causa de aquel tumulto que hubiera podido terminar derramando sangre inocente?... El padre Salví, después de haber impulsado al alférez á que cometiese una arbitrariedad suspendiendo la representación, no se había acostado. De pie, apoyada la frente contra las persianas del convento, miraba hacia la plaza, inmóvil, dejando escapar de tiempo en tiempo un suspiro. Si acaso se habría podido ver que se lienaban de lágrimas sus ojos. Así pasó casi una hora. La persecución constante de que hacía objeto á María Clara y aquellas lágrimas de despecho demostraban que el sombrío fraile sentía una pasión oculta por la joven.

De este estado le sacó el tumulto de la plaza.

Siguió con ojos sorprendidos el confuso ir y venir de la gente, cuyas voces y griteria llegaban vagamente hasta él. Acostumbrado á la obediencia de los indios, creía que se habría suspendido la representación sin la menor protesta. Un criado entró casi sin aliento y le enteró de lo que pasaba.

Un pensamiento cruzó por su imaginación. Se le figuró ver á Crisóstomo llevar en sus brazos á María Clara desmayada. Tuvo celos. Sintió que se apoderaba de su alma la ira, una cólera espantosa que le nubló la vista y le hizo perder la noción de la realidad. Se olvidó de todo. No pensó siquiera en no hubiese estado en la obscuridad, el peligro á que se exponía al presentarse entre la multitud irrita da. Bajó saltando las escaleras, sin sombrero, sin bastón, y como un loco se dirigió á la plaza.

Allí encontró á los españoles que trataban de aquietar los ánimos, miró hacia los asientos que ocupaban María Clara y sus amigas y los vió vacíos.

—¡Padre cura! ipadre cura!-le gritaban los españoles, pero él sin hacer caso corrió en dirección de la casa de Capitán Tiago.

Allí respiró: vió á través del transparente caído, una silueta, la adorable silueta de María Clara, y la de la tía que llevaba tazas y copas.

Estaban solas! Sintió el corazón aliviado de un terrible peso al no ver al odiado Ibarra.

Tía Isabel no tardó en cerrar las conchas de la ven tana y se borró la encantadora imagen de la joven.

El cura se alejó de aquel sitio sin ver á la multitud. Tenía delante de los ojos un hermoso busto de doncella durmiendo y respirando dulcemente; sus párpados estaban sombreados por largas pestañas; la pequeña boca sonrefa, y todo el beilo semblante respiraba bondad ó inocencia.

El corresponsal del periódico de Manila relataba los sucesos que acabamos de referir con su imparcialidad acostumbrada: «No hemos tenido que lamentar el derramamiento de sangre, gracias á la oportuna intervención del-muy reverendo padre Salví, quien desafiando todo peligro, entre aquel pueblo enfurecido, en medio de la turba desenfrenada, sin sombrero, sin bastón, apaciguó las iras de la multitud usando sólo de su persuasiva palabra, de la majestad y autoridad que nunca faltan al sacerdote de una religión de paz. ¡Los vecinos de San Diego no olvidarán, sin duda, este sublime acto de su heroico pastor y sabrán serle por toda la eternidad agradecidos!>