Noli me tangere (Sempere ed.)/XIII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XIII

La pesca

Han transcurrido tres días desde los acontecimientos que hemos narrado.

Maria Clara, acompañada de su tía Isabel, acababa de llegar al pueblo.

Juan Crisóstomo Ibarra había telegrafiado desde la cabecera de la provincia saludando á tía Isabel y su sobrina, pero sin explicar la causa de su ausencia. Muchos lo creían preso por su conducta con el padre Salví en la tarde del día de Todos los Santos. Paro los comentarios subieron de punto y fué grande el asombro cuando le vieron bajar de un coche delante de la casita de su futura y saludar cortésmente al rellgioso, que también se dirigía á ella.

Los vecinos ignoraban que Ibarra, después de serenarse y de reflexionar sobre lo que había hecho, habíase apresurado á presentar sus excusas al fraile.

Este lo recibió bené volamente, se hizo cargo del estado de ánimo del jo ven al encontrarse con él, y quedaron muy amigos.

María Clara y su prometido conversaban asomados á una ventana. Se dijeron mil ternezas y cambiaron mil protestas de amor. Ibarra ol vidaba todos sns pesares al lado de su amada.

—Mañana antes que raye el alba se cumplirá tu deseo. Esta noche lo dispondré todo para que nada falte.

—Entonces escribiré á mis amigas para que vengan. ¡Oye! ¡No quiero que venga el cura!

—Y ¿por qué?

—Porque parece que me vigila. Me hacen daño sus ojos handidos y sombríos; cuando los fija en mí, me dan miedo. Cuando me dirige la palabra, tiene una voz... me habla de cosas tan raras, tan incomprensibles... Mi amiga Sinang y Andeng, mi hermana de leche, dicen que está algo tocado porque no come, ni se baña y vive á obcuras. ¡Procura que no venga!

—No podemos menos de in vitarle. Las costumbres del país lo exigen. Además se ha portado conmigo con nobleza. Lo único que podré evitar es que nos acompañe en la banca[1].

7L Oyéronse ligeros pasos: era el cura que se acercaba con una forzada sonrisa en los labios.

Empezaron á hablar de cosas indiferentes, del tiempo, del pueblo y de las fiestas que iban á celebrarse. María Clara buscó un pretexto y se alejó.

—Y pues que hablamos de fiestas, permítame usted que le invite á la que celebraremos mañana.

Es una jira campestre. Iremos unos cuantos amigos.

¿Y en dónde se hará? Las jóvenes quieren que sea en el arroyo que corre en el vecino bosque cerca del baliti: nos levantaremos temprano para que no nos alcance el sol.

El religioso reflexionó un momento; después contestó: -La invitación es muy tentadora y la acepto para probarle que ya no le guardo rencor. Pero iré más tarde; después que haya cumplido con mis obligaciones. ¡Feliz usted que está libre, enteramente libre! Todavía brillaban las estrellas y las aves dor mitaban aún en las ramas, cuando una alegre comitiva recorría ya las calles del pueblo dirigiéndose al lago, á la luz de unas cuantas antorchas de brea llamadas comunmente huepes.

Iban delante cinco jovencitas cogidas de las manos y de la cintura, seguidas de algunas ancia nas y de varias criadas, que llevaban graciosamente sobre sus cabezas cestos llenos de provisiones. Eran María Clara y sus cuatro amigas, la alegre Sinang, la severa Victoria, la hermosa Iday y la pensativa Neneng.

Conversaban animadamente, se pellizcaban, se hablaban al oído y después prorrumpían en carcajadas.

Vais á despertar á la gente que aun está durmiendo!-les decía la tfa Isabel;-cuando nosotras éramos jóvenes no alborotábamos tanto.

—¿ Está el lago tranquilo? ¿Creen ustedes que vamos á tener buen tiempo?-preguntaban las mamás llenas de temor.

—No se inquieten ustedes, señoras; ¡yo sé nadar perfectamente!-contestó un joven alto y delgado.

—Debíamos antes haber oído misa!-suspiraba tía Isabel juntando las manos.

—Aun hay tiempo, señora; Albino, que fué seminarista, la puede decir en la banca-contestó otro seňalando al joven flaco y alto.

Este, que tenía una fisonomía de socarrón, al oir que le aludfan adoptó un ademán compungido, caricaturizando al padre Salví.

Ibarra, sin perder su seriedad, tomaba también parte en la alegría de sus compañeros.

Al llegar á la playa escapáronse de los labios de las mujeres exclamaciones de asombro y alegría.

Velan dos grandes bancas, pintorescamente adornadas con guirnaldas de flores, telas de varios colores y farolitos de papel. En la banca mejor adornada había un arpa, guitarras, acordeones y un cuerno de carabao; en la otra ardía el fuego en kalanes de barro y preparábase té, café y salabat para el desayuno.

—iAquí las mujeres y allí los hombres! ¡Estaos quietos! ¡No moverse mucho, que vamos á naufragar!-decian las mujeres formales al embarcarse.

—Haced antes la señal de la cruz!-decía tía Isabel persignándose.

—Y vamos á ir solas?-preguntaba Sinang haciendo un mohín.-¡Ay! Esta exclamación la había producido un pellizco propinado á tiempo por su madre.

Las bancas se iban alejando lentamente de la playa, reflejando la luz de los faroles en el espejo del lago completamente tranquilo. En el Oriente aparecían las primeras tintas de la aurora.

Deslizábanse silenciosamente las embarcaciones por la tranquila superficie. Los jóvenes, con la separación establecida por las madres, parecían haberse puesto tristes.

Ten cuidado!-dijo en voz alta Albino el seminarista á otro joven;-pisa bien la estopa que hay debajo de tu pie.

—¿Para qué?

—Puede entrar el agua: esta banca tiene muchos agujeros.

—Ay, que nos hundimos!-gritaron las mujeres asustadas.

—¡No tengan cuidado, señoras!-dijo el seminarista.-En esa banca no hay peligro. ¡No tiene más que cinco agujeros!

—Cinco agujeros! Jesús! ¿Quieren ustedes ahogarnos?-exclamaron las mujeres horrorizadas.

Hubo un pequeño tumulto; unas chillaban, otras pensaban saltar al agua.

—iPisad bien las estopas!-continuaba gritando Albino señalando hacia el sitio donde estaban las jóvenes.

—Dónde? D6nde? ¡Por piedad, vengan ustedes!-imploraron las temerosas mujeres.

Fué menester que cinco jó venes pasasen á la otra banca para tranquilizar á las aterradas mujeres. ¡Oh! jcasualidad! Parecía que al lado de cada una de las dalagas habla un peligro. Ibarra sentóse al lado de María Clara y Albino al de Victoria. La tranquilidad volvió á reinar en el círculo de las cuidadosas madres, pero no en el de las jóvenes.

Como era todavía muy temprano y esta ban ya cerca del sitio de la pesca, decidieron desayunarse.

La aurora iluminaba ya el espacio, y apagaron los farolillos de papel.

—¡No hay cosa que pueda compararse con el salabat tomado por la mañana antes de ir á misa!

—decía Capitana Ticá, la madre de la alegre Sinang;-tomad salabat con poto, Albino.

La mañana estaba deliciosa. Las aguas comenzaban á brillar con los primeros rayos del sol. Soplaba una fresca brisa impregnada de perfumes que jugueteaba con los negros cabellos de las muchachas.

Todos estaban alegres; hasta las madres llenas de recelos bromeaban entre sí.

Sólo un hombre, el que hacía el oficio de piloto, permanecía silencioso y ajeno á toda aquella alegría. Era un joven de formas atléticas y de fisonomía interesante. Sus grandes ojos expresaban inmensa tristeza. Los cabellos negros, largos y descuidados, caían sobre su robusto cuello; con sus desnudos y nervudos brazos, manejaba como una pluma un ancho remo, que le ser vía de timón para guiar las dos bancas, María Clara le había sorprendido más de una vez contemplándola; él entonces volvía rápidamente la vista á otra parte. Compadecióse la joven de su soledad, y cogiendo unas galletas se las ofreció. El piloto la miró con cierta sorpresa; tomó una galleta y dió las gracias brevemente y en voz apenas perceptible.

Y nadie volvió á acordarse de él.

Concluído el desayuno continuaron la excursión hacia los viveros, donde abundaba la pesca. Estos eran dos, á cierta distancia uno del otro; ambos pertenecían á Capitán Tiago. Desde lejos veíanse algunas garzas posadas sobre las puntas de las cañas del cercado, en actitud contemplativa, mientras algunas aves blancas que los tagalos llaman kalanay volaban en distintas direcciones, rozando con sus alas la superficie del lago y llenando el aire de estridentes graznidos.

María Clara siguió con la vista á las garzas que, al aproximarse las bancas, emprendieron el vuelo hasta el vecino monte.

—¿Anidan esas aves en el monte?-preguntó al piloto, más que por saberlo por hacerle hablar.

—Probablemente, señora-contestó;-pero nadie hasta ahora ha visto sus nidos.

No tienen nidos? Supongo que deben tenerlos, pues si no serían muy desgraciadas.

María Clara no notó el acento de tristeza con que pronunció el piloto estas palabras.

Entretanto habían llegado al baklad y los barqueros ataron las embarcaciones á una caña.

Andeng, la hermana de leche de María Clara, que tenía fama de buena cocinera, se puso á preparar agua de arroz, tomates y camias para la comida. Las otras jóvenes limpiaban los cogollos de calabaza, los guisantea y cortaban los paayap en cortos pedazos, largos como cigarrillos.

Para distraer la impaciencia de los que deseaban ver los peces salir de su cárcel vivitos y coleando, la hermosa Iday cogió el arpa y comenzó á arrancar de sus cuerdas alegres sonidos.

—Canta, Victoria, la Canción del Matrimonio!- pidieron las madres.

Los hombres protestaron, y Victoria, que tenía muy buena voz, se quejó de ronquera. La Canción del Matrimonio es una hermosa elegía tagala en que se pintan todas las miserias y tristezas de este estado, sin mentar ninguna de sus alegrías.

Entonces pidieron que cantase María Clara.

-Todas mis canciones son tristes.

—No importa! No importa!-exclamaron todos.

No se hizo de rogar más, cogió el arpa, tocó un preludio y cantó con voz armoniosa y llena de sentimiento: Dulce es la muerte por la propia patria, donde es amigo euanto alumbra el eol.

Muerte es la briea para quien no tiene una patria, una madre y un amorl De repente se oyó un atronador estruendo; las mujeres lanzaron un grito y se taparon las orejas. Era el exseminarista Albino, que soplaba con toda la fuerza de sus pulmones en el cuerno de carabao, llamado tambuli. Volvieron la risa y la animación.

—Pero es que nos quieres dejas sordas, hereje?

—le gritó tia Isabel.

Señora!-contestó el exseminarista solemnemente.-He oído hablar de un pobre trompetero que allá en las orillas del Rhin por tocar una trompeta se casó con una noble y rica doncelia.

—Es verdad, el trompetero de Sackingen!- añadió Ibarra.

—¿Lo ois?-continuó Albino.-Pues yo quiero ver si tengo la misma suerte.

Y volvió á soplar aún con más bríos en el resonante cuerno, acercándolo á los oídos de las jóvenes. Las madres le hicieron callar al fin, á fuerza de chinelazos y pellizcos.

A pesar de que ya habían tendido la red en el encerradero ó bolsa, no salía ningún pez. Era el encerradero un espacio casi circular, de un metro de diámetro, dispuesto de manera que un hombre podía tenerse de pie en la parte superior, para desde allí retirar los peces con la redecilla.

—Un caimán!-gritó un joven que tendía la red.

—¡Un caimán!-repitieron todos.

La palabra corrió de boca en boca en medio del espanto y la estupefacción general.

—¿Qué decís?-le preguntaron.

—Digo que hay un caimán-afirmó León.

E introduciendo una caña en el agua continuó: -¿Ois ese sonido? Eso no es arena; es la dura piel, la espalda del caimán.¿Veis cómo se mueven las cañas? Es él que forcejea.

—¿Qué hacer?-se preguntaron todas.

—iCogerlo!-dijo uno voz, -¡Jesús! Y ¿quién lo coge? Nadie se ofrecía á descender al abismo. El agua era profunda.

El piloto se levantó, cogió una larga cuerda y subió ágilmente á la especie de plataforma.

Excepto María Clara, nadie hasta entonces se había fijado en él; ahora admiraban su esbelta estatura.

Con gran sorpresa y á pesar de los gritos de todos, el piloto saltó dentro del encerradero.

—¡Tomad ese cuchillo!-gritó Crisóstomo sacando una ancha hoja toledana.

Pero ya el agua subía en forma de surtidor y el abismo se cerró misterioso.

—¡Jesús, María y José!-exclamaban las mujeres.-Vamos á tener una desgracia! Jesús, María y José!

—No tengan ustedes cuidado-decía el viejo barquero;-no ha hecho en toda su vida más que cazar caimanes.

El agua se agitaba, parecía que en el fondo se trababa una lucha; vacilaba el cerco. Todos permanecian silenciosos y llenos de angustia. Ibarra apretaba con mano con vulsiva el puño del agudo cuchillo.

La lucha pareció terminarse. Asomóse á la superficie del agua la cabeza del joven, que fué saludado con gritos de alegría. Los ojos de las mujeres estaban llenos de lágrimas.

El piloto trepó llevando en la mano el extremo de la cuerda, y una vez en la plataforma, tiró de ella.

El monstruo apareció: tenía la soga atada en forma de doble banda por el cuello y debsjo de las extremidades anteriores. Era de extraordinario tamaño, y sobre sus espaldas crecia verde musgo, que es á los caimanes lo que las canas á los hombres. Mugía como un buey, 8zotaba con la coia las paredes de caña, se agarraba á ellas y abría las negras y tremendas fauces, descubriendo sus largos colmillos.

El piloto lo izaba solo: nadie se cuidaba de ayudarle.

Fuera ya del agua y colocado sobre la pla taforma, púsole el pie encima, con robusta mano cerró sus descomunales mandíbulas y trató de atarle el hocico con fuertes nudos. El reptil hizo un último esfuerzo, arqueó el cuerpo, batió el suelo con la potente cola y se lanzó en un salto al lago, fuera del cerco, arrastrando al piloto. Este era hombre muerto; un grito de horror se escapó de todos los pechos.

Rápido como el rayo, cayó otro cuerpo al agua; apenas tuvieron tiempo de ver que era Ibarra.

María Clara no se desmayó, porque las filipinas no saben desmayarse.

Vieron colorearse las olas, teñirse de sangre.

Crisóstomo y piloto reaparecieron agarrados cadá ver del reptil. Este tenía todo el blanco vientre rasgado y en la garganta cla vado el cuchillo.

Imposible es describir la alegría de todos. Las viejas refan y rezaban. Andeny olvidó que su sinigang había hervido tres veces: todo el caldo se había derramado y apagado el fuego. La única que no podía hablar era María Clara.

Íbarra estaba ileso; el piloto sólo tenía un ligero rasguño en el brazo.

—¡Le debo á usted la vida!--dijo á Ibarra, que se en volvía en una manta de iana.

—Es usted demasiado atrevido -contestóle Ibarra;-otra vez no tiente á Dios.

Las viejas ya no se atrevían á ir al otro baklad; querían retirarse alegando que el día había comenzado mal y podría sobrevenir alguna desgracia.

—Todo es porque no hemos oido misal-suspiraba una.

—Pero ¿qué desgraciada es esa, señoras?-preguntaba lbarra.-El único desgraciado ha sido el caimán!

—Lo cual prueba-concluyó el exseminaristaque en toda su pecadora vida jamás ha ofdo misa este desgraciado reptil. ¡Nunca le he visto entre los numerosos caimanes que frecuentan la iglesia! Las bancas se dirigieron hacia el otro baklad y fué menester que Andeng preparase otro sinigang.

La música volvió á resonar. Iday tocaba el arpa, los hombres los acordeones y guitarras con mayor 6 menor afinación, pero el que mejor lo hacía era Albino, que perdía el compás á cada instante ó se pasa ba á otra pieza enteramente distinta.

El otro vivero fué visitado con desconfianza; muchos esperaban encontrar la hembra del caimán.

Sin embargo, no hubo novedad alguna y la red salfa siempre llena.

Tía Isabel decía: -El ayungin es bueno para el sinigang: dejad el bia para el escabeche. Las langostas á la sartén! El banak es para asado envuelto en hojas de plátano y relleno de tomates. Dejad los demás para que sir van de reclamo: no es bueno vaciar el baklad completamente.

Entonces trataron de desembarcar en la orilla, en aquel bosque de árboles corpulentos perteneciente á Ibarra. Allí almorzarían á la sombra.

La música resonaba en el espacio; el humo de los kalanes subía por el aire formando nubecillas azules y el cadáver del caimán mostraba el blanco y destrozado vientre.


  1. Embarcación construida con el tronco de un árbol.