Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XII

Presagios de tempestad

En el momento en que el viejo salía, parábase á la entrada del sendero un coche que parecía haber hecho un largo viaje: estaba oubierto de polvo y los caballoS sudaban.

Ibarra descendió seguido de un viejo criado.

Despachó el coche con un gesto y se dirigió al cementerio.

—¡Mi enfermedad y mis ocupaciones no me han permitido vol ver!-decía el anciano tímidamente.

—Capitán Tiago dijo que se cuidaría de levantar un nicho. Yo planté flores y una cruz labrada por mf.

Ibarra caminaba grave y silencioso.

-¡Allf, detrás de esa cruz grande, señor!-continuo el criado señalando hacia un rincón cuando hubieron franqueado la puerta.

El joven iba tan preocupado, que no notó el movimiento de asombro de algunas personas al reconocerle, las cuales suspendieron el rezo y le siguieron con la vista llenas de curiosidad.

Detú vose al llegar al otro lado de la cruz grande y miró á todas partes. Su acompañante se quedó confuso y cortado. En ninguna parte se veía la cruz que él había colocado.

Dirigiéronse al sepulturero, que les obser vaba con curiosidad. Este les saludó quitándose el salakot.

—Puedes decirnos cuál es la fosa que tenía una cruz?-preguntó el criado.

El interpelado miró hacia el sitio que le seññalaban y reflexionó.

Una cruz grande?

—Ší, grande-afirmó con alegría el viejo, cuya fisonomía se animó.

—Una cruz con labores y atada con bejucos?

—volvió á preguntar el sepulturero.

—Eso es, eso es, así!-Y el criado trazó en la tierra un dibujo en forma de cruz bizantina.

—Y en la tumba había flores sembradas? Adelfa, sampagas y pensamientos!-añadió el criado lleno de alegría.

—Dinos cuál es la fosa y dónde está la cruz.

El sepulturero se rascó la oreja y contestó bostezando: -Pues la cruz... jla he quemado! ¡Quemado! Y ¿por qué la has quemado?

—Porque así lo mandó el cura grande.

—¿Quién es el oura grande?-preguntó Ibarra, -¿Quién? El que pega, el padre Garrote.

Ibarra se pasó la mano por la frente.

—Dinos al menos dónde está la fosa, debes recordarlo.

El sepulturero se sonrió.

—El muerto ya no está allí!-repuso tranquilamente.

—¿Qué dices?

—En su lugar enterré hace una semana á una mujer.

—¿Estás loco?-preguntó el criado.

—Hace ya muchos meses que lo desenterré.

El cura grande me lo mandó, para llevarlo al cementerio de los chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía...

El hombre no pudo seguir; retrocedió espantado al ver la actitud de Crieóstomo, que se abalanzó sobre él, cogiéndole del brazo y sacudiéndole.

—Y lo hiciste?-preguntó el joven con acento indescriptible.

—No se enfade usted, señor-contestó temblando;-no le enterré entre los chinos. ¡Más vale shogarse que estar entre chinos-dije para mí-y arrojó el muerto al agua! Ibarra le puso los puños sobre los hombros y le miró largo tiempo con una expresión indefinible.

Tú no tienes la culpa!-dijo, y salió precipitadamente pisando fosas, huesos y cruces como un loco.

El sepulturero se palpaba el brazo murmurando: -Lo que dan que hacer los muertos! El padre grande me dió de bastonazos por haber dejado enterrar aquel cadáver; ahora éste por poco me rompe el brazo por haberle desenterrado...

El sol estaba ya para ocultarse; espesas nubes entoldaban el cielo hacia el Oriente; un viento seco agitaba los árboles y hacía gemir á los cañaverales.

Ibarra iba descubierto; de sus ojos no brotaba una lágrima, de su pecho no se escapaba un suspiro. Caminaba apresuradamente como si huyese de alguien. Atravesó el pueblo, dirigiéndose á las afueras, hacia la antigua casa que desde hacía muchos años no había vuelto á pisar. Rodeada de un huerto donde crecian algunos cactus, parecía que le hacía señas; el ilang-ilang se balanceaba agitando alegremente sus ramas cargadas de flores; las palomas revoloteaban alrededor del cónico techo que lo había cobijado durante los años felices de la infancia.

Pero el joven no experimentaba alegría alguna al acercarse al antiguo hogar; tenía sus ojos clavados en la figura de un fraile que avanzaba en dirección contraria. Era el cura de San Diego, el melancólico franciscano enemigo del alférez. El aire plegaba las anchas alas de su sombrero; el hábito de guingón se pegaba y amoldaba á sus piernas, marcando unos muslos delgados. En la mano derecha llevaba un bastón de palasán con puño de marfil. Era la primera vez que Ibarra y él se veían.

Al encontrarse, detúvose el joven un momento y le miró de hito en hito; fray Salví esquivó la mirada y se hizo el distraído.

Solo un segundo duró la vacilación: Ibarra se dirigió á él rápidamente, le detuvo dejando caer con fuerza la mano sobre su hombro y con voz apenas inteligible exclamó: -Qué has hecho de mi padre? Fray Salví, pálido y temblorOBo al leer los sentimientos que se pintaban en el rostro del joven, tuvo miedo y no pudo contestar.

-¿Qué has hecho de mi padre?-le volvió á preguntar Ibarra.

—Está usted equivocado; yo no he hecho nada á su padre!

—No?-continuó el joven oprimiéndole hasta hacerle caer de rodillas.

—No, se lo aseguro! Quizás mi predecesor el padre Dámaso...

—¡Ah!-exclamó el joven soltándole y dándose una palmada en la frente. Y abandonando al pobre fray Salví volvió á emprender su marcha precipitadamente hacia la alegre casita rodeada de cactus, y sobre cuyo techo revoloteaban bandadas de palomas blancas...