Noli me tangere (Sempere ed.)/XIV
XIV
En el bosque
El padre Salví había dicho ya su misa muy temprano y limpiado en pocos minutos una docena de almas sucias.
Después, con la lectura de unas cartas que llegaron bien lacradas, pareció perder el digno cura el apetito, pues dejó que el chocolate se enfriase completamente.
-El padre está enfermo-decía el cocinero mientras preparaba otra taza;-hace días que no come...
En efecto, daba lástima ver al padre Salví. No había querido tocar la segunda taza de chocolate, ni probar los hojaldres de Cebú; paseábase pensativo por la espaciosa sala, arrugando entre sus huesudas manos unas cartas que leía de tiempo en tiempo. Al fin pidió su coche y ordenó que le condujesen al bosque, en cuyas cercanías se celebraba la partida campestre.
Al llegar alif, el padre Salvi despachó su vehículo y se internó solo en el bosque.
Un sombrío sendero franqueaba trabajosamente la espesura y conducía á un arroyo, formado de varias fuentes termales. Adornaban su orilla flores silvestres, sobre las cuales se posaban los dorados insectos, las mariposas de todos tamaños y colores, azul y oro, blancas y negras, y millares de coleópteros de reflejos metálicos. El zumbido de estos insectos, el chirrido de la cigarra que alborota día y noche, el canto del pájaro, ó el ruido seco de la podrida rama, que cae enganchándose en todas partes, turban solamente el silencio de aquel misterioso paraje.
El fraile vagó algún tiempo entre las espesas enredaderas, evitando los espinos, que le agarraban por el hábito de guingón, y las raíces de los árboles que salían del suelo, haciendo tropezar á cada momento al no acostumbrado caminante. Detúvose de pronto; alegres carcajadas y frescas voces llegaron á sus oídos.
—Voy á ver si encuentro un nido-decía una hermosa y dulce voz, bien conocida del cura.-Quisiera verle sin que él me viese; quisiera seguirle á todas partes. El padre Salví ocultóse detrás del grueso tronco de un árbol y púsose á escuchar.
—¿ Es decir, que quieres hacer con él lo que contigo hace el cura, que te vigila en todas partes?
—contestó otra voz femenil.-¡Ten cuidado, que los celos hacen enflaquecer y atormentan de un modo horrible!
—¡No son celos, es pura curiosidad! El padre Salví vió desde su escondite á María Clara, á Victoria y á Sinang, recorriendo el río.
Las tres caminaban con la vista fija en las aguas, buscando el misterioso nido que hacía invisibles á las personas, Iban mojadas hasta la rodilla, dejando adivinar los anchos pliegues de sus sayas de baño, las graciosas líneas de sus piernas. Llevaban la cabellera suelta y los brazos desnudos.
Las tres jóvenes, á la vez que buscaban un imposible, recogian flores y legumbres que crecían á la orilla.
Tras un recodo del riachuelo, entre espesos caña verales, desaparecieron las tres muchachas y dejaron de oirse sus crueles ilusiones. Ebrio, vacilante, cubierio de sudor, salió el padre Salví de su escondite y miró en torno suyo con ojos extraviados. Dió algunos pasos como si tratase de seguir á las jóvenes, pero luego dirigióse por la orilla en busca del resto de la comitiva.
Vió un puente de caña y á lo lejos á los hombres bañándose, mientras una multitud de criados y criadas bullfan alrededor de improvisados kalanes, atareados en desplumar gallinas y lavar el arroz. Y en la orilla opuesta, bajo un techo de lona colgado de los árboles, muchos hombres y mujeres reunidos. Estaban alli el alférez, el coadjutor, el gobernadorcillo, el maestro de escuela y algunos capitanes y tenientes pasados, como el capitán Basilio, el padre de Sinang, antiguo adversario de don Rafael Ibarra.
El cura fué recibido con respeto y deferencia por todos, incluso el alférez.
—Pero ¿de dónde viene vuestra reverencia?- preguntóle éste al ver su cara llena de rasguños y su hábito cubierto de hojas y pedazos de ramas secas.-Se ha caído vuestra reverencia? ¡No, me he extraviado!-contestó el padre Salví, bajando los ojos para examinar su traje.
Se abrían frascos de limonadas, se partían cocos verdes para que los que salían del bafño bebiesen su agua fresca y comiesen su tierna carne, más blanca que la leche; las jóvenes recibían además un rosario de sampagas, rosas é ilang ilang, con las cuales adornaban la suelta cabellera. Sentábange ó recostábanse en las hamacas, suspendidas de las ramas, ó entreteníanse jugando alrededor de una ancha piedra, sobre la cual veíanse naipes y tableros.
Enseñáronle al cura el caimán, pero el padre Salvi sólo prestó atención cuando le dijeron que aquella ancha herida la habia hecho Ibarra.
El piloto había desapareeido antes de la llegada del alférez.
Al fin salió María Clara del baño, acompañada de sus amigas, fresca como una rosa.
Su primera sonrisa fué para Crisóstomo, y la primera nube de su frente para el padre Salví.
Este lo notó y lanzó un suspiro.
Llegó la hora de comer. El cura, el coadjutor, el alférez, el gobernadorcillo y algunos capitanes más, con el teniente mayor, sentáronse en una mesa que presidía Ibarra. Las madres no permitieron que ningún hombre comiese en la mesa de las jóvenes.
-¿Sabe usted algo ya, señor alférez, del criminal que maltrató al padre Dámaso?-preguntaba fray Salví.
—De qué eriminal, padre cura?-preguntó el alférez, mirando al fraile á tra vés del vaso de vino.
—De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!
—¿Que golpeó al padre Dámaso?-preguntaron varias voces.
—iSí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elfas que le arrojó á usted en el charco, señor alférez.
El alférez se puso colorado de vergüenza.
—Pues yo creía-continuó el padre Salvi con cierta, burla -que estaba usted enterado del asunto...
Mordióse el militar los labios y balbuceó una excusa.
En esto apareció una mujer, pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había oído acercarse, pues caminaba tan silenciosamente, que de noche se le habría tomado por un fantasma.
—Dad de comer á esa mujer!-decían las viejas.
—Eh! ¡Venga aquí! Pero ella, sin prestar atención, se acercó á la mesa donde estaba el cura; éste vol vió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano.
—¡Dad de comer á esa mujer!-ordenó Ibarra.
—¡La noche es obscura y desaparecen los niños!
—murmuró la mendiga.
Pero á la vista del alférez, que le dirigió la palabra, la mujer se asustó y huyó entre los árboles.
—-Quién es esa mujer?-preguntó el militar.
—¡Una infeliz á quien han vuelto loca á fuerza de disgustos!-contestó don Filipo.-Hace cuatro días que está así.
-į Es acaso una tal Sisa?-preguntó con interés Ibarra.
—La han preso sus soldados de usted-continuó con cierta amargura el teniente mayor;-la han conducido por todo el pueblo por no sé qué cosas de sus hijos que... no se han podido aclarar.
Cómo?-preguntó el alférez, volviéndose al cura.-¿Es acaso la madre de sus dos sacristanes? El cura afirmó con la cabeza.
—Que han desaparecido sin averiguarse nada de ellos!-añadió severamente don Filipo, mirando al gobernadorcillo, que bajó los ojos.
—Buscad á esa mujer!-ordenó Crisóstomo á los criados.-He prometido trabajar para averiguar el paradero de sus hijos.
—Han desaparecido, dicen ustedes?-preguntó el alférez.-¿Sus sacristanes han desaparecido, padre cura? Este apuró el vaso de vino que tenía delante é bizo señas afirmativas con la cabeza.
—Caramba, padre cura!-exclamó el alférez sonriente, al pensar en la revancha;-desaparecen algunos pesos de vuestra reverencia y se despierta á mi sargento muy temprano para que los busque; desaparecen dos sacristanes y vuestra reverencia no dice nada; y usted, señor capitán... también usted...
Y no concluyó su frase, sino que se echó á reir, hundiendo au cuchara en la roja carne de una papaya silvestre.
El cura, todo confuso, contestó: -Es que yo tengo que responder del dinero.
Buena respuesta, reverendo pastor de almas!
—interrumpió el alférez con la boca llena.-¡Buena respuesta, santo varón!
Ibarra quiso intervenir, pero el padre Sal ví repuso con sonrisa forzada: -Y sabe usted, señor alférez, qué se dice de la desaparición de esos chicos? ¿No? Pues pregúnteselo usted á sus soldados!
—¿Cómo?-exclamó aquél perdiendo la alegría.
—Dícese que en la noche de la desaparición sonaron varios tiros.
—Varios tiros?-repitió el alférez mirando á los presentes.
Estos hicieron un movimiento de cabeza afirmati vo.
El padre Salvi repuso entonces lentamente y con cruel burla: -Vamos, veo que usted ni coge á los criminales ni sabe lo que hacen los de su casa, y quiere meterse á predicador y á enseñar á los otros su deber.
La vuelta de los criados, que no habían podido encontrar á la loca, hizo cambiar de conversación.
Termina da la comida y mientras se ser vía el té y el café, distribuyéronse jóvenes y viejos en varios grupos. Unos cogieron los tableros, otros los naipes, y las jovencitas, deseosas de saber el por venir, prefirieron hacer preguntas á la Rueda de la Fortuna, La repentina llegada de cuatro guardias civiles y un sargento, armados todos y con la bayoneta calada, turbó la alegría é introdujo el espanto en el círculo de las mujeres.
—Quieto todo el mundo!-gritó el sargentc.- ¡Un tiro al que se mueva! A pesar de esta brutal fanfarronada, Ibarra se levantó y se le acercó.
—¿Qué quiere usted?-preguntó.
—Que nos entregue ahora mismo un criminal llamado Elías, que les ser vía de piloto esta mañana-contestó con tono de amenaza.
—Un criminal? El piloto? ¡Debe usted estar equi vocado!-repuso Ibarra.
—No, señor! Ese Elías está acusado de haber puesto la mano sobre un sacerdote.
—¡Ah! ¿y es el piloto?
—El mismo: usted admite en sus fiestas gente de mala fama, señor Ibarra.
Este le miró de pies á cabeza y le contestó con soberano desprecio: -¡No tengo que darle á usted cuenta de mis acciones! En nuestras fiestas todo el mundo es bien recibido, y usted mismo que hubiera venido, habría encontrado un sitio en la mesa, como su alférez, que hace un momento estaba entre nosotros.
Y di El sargento se mordió los bigotes, y considerando que era la parte más débil, ordenó que buscasen entre los árboles al piloto, cuyas señas llevaba en un pedazo de papel. Don Filipo le decía: -Note usted que esas señas con vienen á las nueve décimas partes de los naturales; no vaya usted á dar un paso en falso.
Al fin volvieron los soldados diciendo que no habían podido ver hombre alguno que infundiera sospechas: el sargento balbuceó algunas palabras y se marchó como vino: já lo guardia civil! La alegría volvió poco á poco á renacer, llovieron las preguntas y abundaron los comentarios.
—Con que ese es el Elias que arrojó al alférez á un charco!-decía el exseminarista pensativo.
—Y ¿cómo fué eso, cómo fué eso?-preguntaban algunos curiosos.
—Dicen que un día muy lluvioso del mes de Septiembre se encontró el alférez con un hombre esto volvió la espalda.
que venía cargado de leña. La calle estaba muy encharcada y solamente en la orilla había un estrecho paso transitable para una persona. Dicen que el alférez, en vez de detener su caballo, picó espuelas, gritando al hombre que retrocediese: éste parece que tenía pocas ganas de desandar lo andado, por la carga que llevaba sobre el hombro, ó no quería hundirse en el charco y siguió adelante. El alférez, irritado, le quiso atropellar, pero el hombre cogió un trozo de leña, dió al animal en la cabeza con tal fuerza, que el caballo cay6, depositando al jinete en el lodazal. Dicen también que el hombre siguió tranquilo su camino, sin hacer caso de las cinco balas que desde el charco le envió una tras otra el alférez, ciego de furia y de lodo. Como el hombre era enteramente desconocido para él, se supuso que sería el célebre Elfas, lle vincia hacía algunos meses, sin saberse de dónde, y que se ha dado á conocer á los guardias civiles de algunos pueblos por hechos parecidos.
—Es un tulisán?-preguntó Victoria estremeciéndose.
—No lo creo, porque dicen que se ha batido una vez contra los tulisanes al querer éstos saquear á la prouna casa.
—No tiene cara de malhechor!-añadió Sinang.
—No, sólo que su mirada es muy triste: no le he visto sonreir en toda la mañana-repuso pensativa María Clara.
Así pasó la tarde, hasta que llegó la hora de volver al pueblo.