Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VII

Recuerdos

El coche de Ibarra recorría parte del más animado arrabal de Manila; lo que la noche anterior le había puesto triste, á la luz del día le hacía sonreir á pesar suyo. ¡Cuánta suciedad y cuánto abandono! A los castilas, preocupados exelusi vamente en explotar al indio y en enriquecerse lo más pronto posible para volver á la Península, les tenía completamente sin cuidado el adelanto del país. ¿Para qué? Cuanto más despiertas estuviesen aquellas pobres gentes, menos fácil sería engañarlas.

Aquellas calles no tenían aún adoquinado. Brillaba el sol dos días seguidos y se convertían en polvo, que cegaba á los transeuntes; llovía cuatro gotas y se convertían en pantanos. ¡Era una delicia! ¡Cuántas mujeres habían dejado en aquellas olas de lodo sus chinelas bordadas! Entonces veíanse apisonando las calles algunos presidiarios con la cabeza rapada, vestidos con una camisa de mangas cortas y un calzón hasta las rodillas; en las piernas llevaban cadenas medio envueltas en trapos sucios para moderar el roce; unidos de dos en dos, tostados por el sol, rendidos por el calor y el cansancio, eran hostigados y azotados con una vara por otro presidiario que sin duda se consideraba dichoso al ejercer aquella autoridad despótica sobre sus compañeros.

Eran hombres altos, de sombríos semblantes; sólo brillaban sus pupilas apagadas cuando caía la vara silbando sobre sus espaldas, ó cuando un transeunte les arrojaba la punta de un cigarro medio mojado y deshecho. La cogía el que estaha más cerca y la escondía en su salakot[1]: los demás se quedaban mirando á los otros transeuntes como rogándoles les obsequiasen también.

Ibarra sintió inmensa piedad al ver á aquellos infelices, y metiendo la mano en el bolsilio de su americana de alpaca, sacó todos los cigarros que llevaba y los arrojó á los pobres presos, Ya estaba el carruaje lejos de aquel lugar y todavía llegaban á los oídos del joven las exclamaciones de júbilo y las palabras de agradecimiento.

Todo lo que veía le traía á la mente recuerdos de la niñez, y lo que entonces le parecía hermoso, ahora lo encontraba mezquino.

Cruzábanse con su carruaje muchos coches tirados por magníficos troncos de caballos enanos: iban dentro empleados, que medio dormidos aún, se dirigían á sus oficinas, militares y frailes rechonchos. Todos ellos lle vaban pintado en el rostro un orgullo desdeñoso. ¡Eran los amos!... ¡Los descendientes de los Almagros y Pizarros, los hijos de Legazpi!... ¡A pesar de los años transcurridos, en nada habían cambiado las cualidades de su raza! Ea una elegante victoria creyó reconocer á fray Dámaso, como siempre, serio y cejijunto.

A la bajada del puente de España los caballos emprendieron el trote, dirigiéndose hacia el paseo de la Sabana. A la izquierda veíase la fábrica de Tabacos, de la cual salía un zumbido de colmena y un olor penetrante. Pasó luego por delante del Jardín Botánico y comparó su pequeñez y mezquindad, á pesar de la exuberancia del suelo, con los jardines botánicos de Europa, donde se necesita mucha voluntad y mucho oro para que brote una hoja y abra su caliz una flor. Ibarra apartó la vista y vió á su derecha á la antigua Manila, rodeada aún de sus murallas y fosos, como una joven anémica en vuelta en un vestido de los buenos tiempos de su abuela.

Luego descubrió el mar.

—IAl otro lado está Europa!-pensaba el joven.

—¡Europa con sus naciones agitándose continuamente en busca de la felicidad, despertándose todas las mañanas con nuevas esperanzas, sufriendo siempre tristes desengaños! Pero estas ideas huyaron bien pronto de su imaginación. Ahora pensaba en el hombre que le había hecho comprender lo bueno y lo justo y había cultivado su inteligencia infantil. Aquel hombre era un anciano sacerdote y las palabras que le había dicho al despedirse de él, resonaban aún en sus oídos: «No olvides que si el saber es patrimonio de la humanidad, sólo lo heredan los que estudian y los que trabajan. He procurado transmitirte lo poco que sabía. En los países que vas á visitar puedes aumentar considerablemente el caudal de tus conocimientos y adquirir la ilustración conveniente para ser útil á tu país. Los europeos vienen aquí en busca de oro; id vosotros á Europa á buscar el oro de la ciencia... ¡Aprovecha el tiempo!...

¡Tampoco existía ya aquel anciano bondadoso! El coche seguía rodando. Ya estaba lejos de Manila. Ahora sólo encontraba á su paso carromatos tirados por uno ó dos caballos enflaquecidos, cuyos arneses de abaká denotaban su origen provinciano. A veces un carretón, tirado por un carabao[2] de paso lento y perezoso, cruzaba las anchas y polvorosas calzadas, bañadas por el abrasador sol de los trópicos. Al melancólico y monótono canto del guía, montado sobre el búfalo, acompañaba el estridente rechinar de las secas ruedas del pesado vehículo. En los campos apacentaba el ganado mezclado con las blancas garzas, tranquilamente posadas sobre el lomo del buey que rumiaba con los ojazos entornados la hierba de la pradera. A lo lejos saltaban y corrían las jóvenes yeguas, perseguidas por un fogoso potro de larga cola y abundantes crines. Y se oian por todas partes relinchos de ardiente deseo, mugidos melancólicos, gritos extraños de hermosos pájaros de pintado plumaje y zumbar de insectos luminosos.

Dejemos al joven viajar sumido en las profundas weditaciones que le sugiere la contemplación del lujurioso y espléndido paisaje de su país y volvamos á Manila, mientras el coche rueda tambaleándose pOF el accidentado terreno, cruza un puente de caña, sube elevada cuesta ó baja rapida pendiente.


  1. Sombrero.
  2. Búfalo.