Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI

Idilio en una azotea

—Yo creo, Maríe, que el médico tiene razóndijo Capitán Tiago.-Debes ir al campo. Estás muy pálida, necesitas buenos aires. ¿Quieres ir á Malabón ó á San Diego? A este último nombre Maria Clara se puso roja como una amapola y no pudo contestar.

—Ahora iréis Isabel y tú al beaterio para sacar tus ropas y despedirte de tus amigas-continuó Capitán Tiago;-ya no volverás á entrar en él.

María Clara sintió esa vaga melancolía que se apodera del alma cuando se deja para siempre un lugar en donde fuimos felices; pero otro pensamiento más dulce amortiguó este dolor.

—Y dentro de cuatro ó cinco días nos iremos á Malabón. Tu confesor ya no está en San Diego; le ha sustituído aquel cura joven que viste aquí anoche.

—¡Le prueba San Diego mejor, primo!-obser vó la tía Isabel.-Además, la casa que tenemos allí es más grande y se acerca la fiesta.

La joven quiso dar un abrazo á su tía, pero oyó pararse un coche á la puerta y se puso pálida.

—Es verdad!-contestó el exgobernadorcillo; y asomándose á la ventana exclamó:-¡Don Crisóstomo!

María Clara dejó caer la labor que tenía entre las manos, y su corazón comenzó á palpitar aceleradamente. Se oyeron pasos en la escalera y después una voz fresca y varonil. La joven se levantó entonces precipitadamente y se encerró en el oratorio para ocultar su emoción. Los dos primos se hicieron un guiño significativo y se echaron á reir.

Pálida, con los ojos brillantes y turbada el alma por la alegría, María Clara se puso á escuchar.

Entonces oyó la voz de Ibarra, aquella voz tan querida que hacía siele años sólo oía en sueños.

¡Preguntaba por ella, pronunciaba su nombre!...

Loca de alegría besó la imagen de una virgen y murmuró con voz temblorosa: ¡Gracia8, virgencita mía! ¡Gracias, porque al fin lo has traído con salud y no se ha olvidado de mí!» Después se acercó al agujero de la cerradura para verle y examinarle. Quería salir y al mismo tiempo sentia una emoción intensa que le impedía dar un solo paso.

Cuando entró á buscarle su tía Isabel, se colgó de su cuello y le cubrió el rostro de besos.

—Pero tonta, ¿qué te pasa?-pudo al fin decir la anciana enjugándose las lágrimas.

María Clara, un poco avergonzada, se cubrió los ojos con el redondo brazo.

—Vamos, no te hagas esperar! Ibarra ha preguntado por ti y desea verte. No hagas sufrir más tiempo al pobre muchacho.

Capitán Tiago é Ibarra hablaban animadamente cuando apareció la tía Isabel medio arrastrando á su sobrina.

El joven se precipitó á su encuentro, y cogiendo la mano diminuta de su prometida apenas tuvo alientos para exclamar: María Clara! ¡qué hermosa estás!> Ella guardó silencio, pero sus hermosos ojos expresaron bien claramente lo que sentía su alma.

A los pocos inetantes la enamorada pareja se dirigió á la azotea con el pretexto de ver unas flores, para departir con más libertad entre los pe queños emparrados.

Capitán Tiago sonreía satisfecho, haciéndose el distraido. La tía Isabel aparentaba estar muy atareada limpiando los muebles con un plumero, y también sonreía alegremente.

Has pensado siempre en mí? ¿No me has olvidado en tus viajes, en esas grandes ciudades donde, según dicen, hay mujeres tan hermosas?- preguntó la joven con acento insinuante.

Podría yo olvidarte?-contestó Ibarra contemplándose embelesado en las negras pupilas de su amada.-Podría yo faltar al juramento que te hice? Tu recuerdo me ha acompañado siempre, me ha salvado de los peligros; ha sido mi consuelo en los países extranjeros; tu recuerdo ha neutralizsdo el efecto del loto de Europa, que borra de la memoria de muchos paisanos nuestros las eeperanzas y las desgracias de la patria ausente. En sueños te veia en la playa de Manila, mirando el lejano horizonte, envuelta en la tibia luz de la naciente aurora; oía un lánguido y melancólico canto que despertaba en mi corazón adormecidos sentimientos y evocaba los primeros años de mi niñez, nuestras alegrías, nuestros juegos, todo el pasado feliz que apimaste mientras estu viste en el pueblo. Me parecía que eras el hada, el espíritu, la encarnación poética de mi patria. Podía olvidarte? Machas veces creía escuchar los acentos de tu voz, y siempre que en Alemania, á la caída de la tarde, vagaba por los bosques, poblados por las fantásticas creaciones de sus poetas y las misteriosas leyendas de sus pasadas generaciones, creía verte en la bruma que se levanta del fondo del valle. A veces me perdía en los senderos de las montañas, y la noche, que allí desciende poco á poco, me sorprendía aún, buscando mi camino entre pinos, hayas y encinas; entonces, si algunos rayos de luna se desliza ban entre el espeso ramaje, me parecía que eran la vestidura vaporosa de una mujer que ee parecía á ti, y si acaso el ruiseñor dejaba oir sus variados trinos, ereía que era porque te veía y tú le inspirabas. ¡Locuras de enamorados que sólo pueden comprender los que adoran á una mujer como yo te adoro!...

—También yo-contestó ella sonriendo, llena de felicidad al escuchar las románticas y apasionadas frases de su novio,-desde que te dije adiós entré en el beaterio, me he acordado siempre de ti, por más que me mandase lo contrario el confesor, imponiéndome muchas penitencias. Me acordaba de nuestros juegos y de nuestras riñas cuando éramos niños. ¿Te acuerdas de aquella vez cuando te enfadaste de veras? Entonces me hiciste sufrir, pero después, cuando me acordaba de ello en el beaterio, sonreía, te echaba de menos para reñir otra vez y hacer las paces en seguida. Eramos aún —niños: fuimos con tu madre á bañarnos en un arroyo á la sombra de los caña verales. En las orillas crecían muchas flores y plantas, cuyos extraños nombres me decías en castellano. Yo no te hacía caso; me entretenía en ir detrás de las mariposas y libélulas, que se perseguían unas á otras entre las flores; á veces quería coger los pececillos, que se deslizan rápidos entre el musgo y las piedrecitas de la orilla del arroyo. De pronto desapareciete, y cuando volviste traías una corona de hojas y fiores de naranjo que colocaste sobre mi cabeza lamándome Cloe; para ti hiciste otra de enredaderas.

Pero tu madre cogió mi corona y la machacó con una piedra mezclándola con el agua con que nos iba á lavar la cabeza; se te saltaron las lágrimas y dijiste que ella no entendía de mitología:-e¡Tonto! contestó tu madre,-verás qué bien olerán después vuestros cabellos.» Yo me reí, te ofendiste, no me quisiste hablar y el resto del día te mostraste tan serio, que á mi vez tuve ganas de llorar. De vuelta al pueblo, cogí hojas de salvia que crecía á orillas del camino y te las di. Tampoco entonces quisiste hacer las paces.

Ibarra se sonrió de felicidad, abrió su cartéra y sacó un papel, dentro del cual había en vueltas unas hojas negruzcas, secas y aromáticas.

—¡Aquí tienes tus hojas de salvia! Ella, á su vez, sacó rápidamente de su seno una bolsita de raso blanco.

—¡Aquí tienes tu primera carta! ¡Ya ves que yo también sé conservar las cosas! Los jóvenes continuaron charlando largo rato.

Luego se despidieron. Dentro de algunos difas se volverían á ver. El tenía ahora un sagrado deber que camplir. Debía ir á visitar la sepultura de su desgraciado padre y á enterarse del estado de su hacienda.

Algunos minutos después, el joven bajaba las escaleras acompañado de Capitán Tiago y de la tía Isabel, mientras Clara le veía partir con los ojos llenos de lágrimas.

Haga usted el favor de decir á Andeng que prepare nuestra casa, pues dentro de unos días irán María é Isabel. ¡Buen viaje! El coche de Ibarra partió á escape hacia la plaza de San Gabriel.

—Anda, enciende dos velas-dijo Capitán Tiago á su hija,-una á San Roque y otra á San Rafael, patrón de los caminantes. Enciende también la lámpara de Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje, que hay muchos tulisanes. Más vale gastarse cuatro reales en cera y seis cuartos en aceite que no tener después que pagar un rescate gordo..