Noli me tangere (Sempere ed.)/IX
IX
El pueblo
Casi á orillas de un lago está el pueblo de San Diego, en medio de campiñas y arrozales. Exporta azúcar, erroz, café y frutas ó las vende á cualquier precio al chino, que explota la cendidez ó los vicios de los labradores.
Cuando en un día sereno los muchachos suben al último cuerpo de la torre de la iglesia, cubierta de musgo y de plantas trepadoras, prorrumpen en alegres exclamaciones, provocadas por la hermosura del panorama que se ofrece á su vista. En medio de aquel cúmulo de techos de nipa, teja, zine y cabonegro, separados por huertas y jardines, cada uno sabe descubrir su casita, su pequeño nido. Todo les sirve de señal: un árbol, un tamarindo de ligero follaje, un cocotero cargado de frutos, una flexible caña, una bonga ó una cruz.
El río se desliza á poca distancia como una inmensa serpiente de cristal; de trecho en trecho, rizan su corriente pedazos de roca esparcidos en el arenoso lecho; allá el cauce se estrecha entre dos elevadas orillas, á que se agarran haciendo contorsiones árboles de raíces desnudas; aquí se forma una suave pendients y el río se ensancha. Troncos de palmeras ó ár boles con corteza aún, mo vedizos y vacilantes, unen ambas orillas.
Pero lo que más llama la atención, es un pequeño bosque en medio de las tierras labradas. Hay allí árboles seculares de ahuecado tronco, que mueren solamente cuando algún rayo hiere su altiva copa y los incendia. La vegetación tropical se desen vuel ve en aquellos lugares con entera libertad. Crecen profusamente matorrales y malezas y cortinas de enredaderas se cuelgan de las ramas y forman una red inextricable. Loros y guacamayos de largas colas y pintados plumajes for man su nido en la verde espesura. Los hay todos rojos, con las alas verdes y los ojos negros y brillantes como el azabache. Durante la mañana y al caer de la tarde llenan el bosque de gritos extraños. Las palomas de la puñalada, blancas como la nieve y con la pechuga encarna da como si estuviese teñida de sangre, se arrullan dulcemente en las horas meridianas, cuando el sol abrasa, los pájaros buscan la sombra y la frescura de sus nidos, y las plantas y los árboles mustios, sofocados de calor, parecen caer en profundo letargo. Entonces reina un solemne silencio, sólo turbado por el roce de las enormes serpientes al arrastrarse entre las hojas secas, el zumbido de los insectos de alas luminosas y el fresco murmullo de algún manantial.
Cuando pasan las horas de sofocante bochorno, el bosque se despierta; los árboles se desperezan; las hojas de esmeralda recobran su brillantez y tersura; bandadas de aves hermosísimas cruzan el aire, y de todas partes se levanta un himno glorioso á la vida.
Pero ni aun en aquel rincón paradisiaco, en aquella sel va virgen, en aquel templo grandioso de la Naturaleza, cuyas robustas columnas son los troncos esbeltos de las palmeras y de los árboles centenarios, reina la felicidad. El hombre blanco se complace en llevar la muerte y la desolación á todas partes! La cacatúa de lindo copete, los pájaros amarillos y alas negras, los diminutos pájaros moscas, se estremecen al verlo. ¡Los persigue con saña cruel! Cuando menos se descuidan, suena un disparo y se deshace la nube temblorosa que tiene la suavidad de la seda y el brillo de los rubíes y topacios, y centenares de pajarillos caen en el suelo, cubriéndolo de sangre. Luego los embalsaman, los encierran en grandes cajones y los envíaná Europa.
Las mujeres blancas adornan más tarde sus divinas cabezas y rubias cabelleras con las víctimas del bosque!...
Acerca de éste existen extrañas leyendas, pero la más verosimil es la siguiente: Cuando el pueblo era toda via un montón de miserables chozas de caña y nipa, rodeadas de cocoteros, plátanos y palmeras, y los jabalfes y venados Ilegaban hasta las puertas de sus rústicas viviendas, presentóse un día un viejo español, de ojos profundos, que hablaba bastante bien el tagalo.
Después de visitar y recorrer los terrenos en varios sentidos, preguntó por los propietarios del bosque, donde había aguas termales. Presentáronse algunos que pretendían serlo, y el viejo lo adquirió en cambio de ropas, alhajas y algún dinero. Después, sin saberse cómo, desapareció. La gente le creía ya encantado, cuando un olor fétido, que partía del vecino bosque, llamó la atención de unos pastores; rastreáronlo y encontraron al viejo en estado de putrefacción, colgado de la rama de un baliti. En vida ya daba miedo por su voz cavernoga, sus ojos hundidos y melancolica sonrisa; ahora, muerto, producía verdadero espanto. Algunos tiraron las alhajas al río y quemaron la ropa, y desde que apareció el cadá ver y fué enterrado al pie mismo del baliti, ya no hubo persona que por allí se quisiese aventurar. Un pastor, que buscaba á sus animales, contó haber visto luces; otros aseguraban haber oído lamentos.
Pasaron meses y vino un joven mestizo español, que dijo ser hijo del difunto, y se estableció en aquel rincón, dedicándose á la agricultura, sobre todo á la siembra del añil. Don Saturnino era un joven taciturno y de un carácter violento y cruel; la única buena cualidad que poseía era el amor al trabajo. Rodeó de un muro la tumba de su padre é iba á visitarla de tiempo en tiempo. Pasados algunos años, casóse con una joven de Manila, de quien tuvo á don Rafael, el padre de Crisóstomo.
Don Rafael desde muy joven se hizo amar de los indios. La agricultura, traída y fomentada por su padre, se desarrolló rápidamente. Afluyeron nuevos habitantes, vinieron muchos chinos y el villorrio se hizo aldea y tu vo un cura indio. Después la aldea se convirtió en pueblo, murió el cura y vino fray Dámaso.
El sepulcro y el terreno anejo fueron respetados. Los muchachos se atreven á veces, armados de palos y piedras, á vagar por los alrededores para coger guayabas, papayas y lomboi, y ocurre que en lo mejor de la ocupación caen dos ó tres piedras sin saberse de dónde; entonces al grito de ¡el viejo! ¡el viejo! arrojan frutas y palos, saltan de los árboles, corren entre rocas y matorrales y no paran hasta salir del bosque, pálidos, jadeantes y llorosos.