Nota: Se respeta la ortografía original de la época

X

Los caciques

¿Quienes eran los caciques del pueblo?

No lo fué nunca don Rafael cuando vivía, aunque era el más rico y todos le debían favores. Excesivamente modesto, jamás había pensado en formar partido ni ejercer influencia de ninguna clase.

¿Sería acaso Capitán Tiago?... Cuando llegaba al pueblo era recibido con músicas por sus deudos y amigos, ofrecíanle banquetes y le colmaban de regalos. Las mejores frutas cubrían su mesa; si se cazaba un venado ó jabalí, para él era una de las mejores partes; si encontraba hermoso el caballo de un deudor, media hora después lo tenfa en su cuadra. Todo esto es verdad, pero al mismo tiempo, se reían de él y le llamaban en secreto Sacristán Tiago.

Tampoco mandaba el gobernadorcillo; obedecía. Su empleo le había costado cinco mil pesos, y como le producía muy buena renta, sufría contento toda clase de humillaciones.

¿Sería entonces Dios? ¡Ah! Del buen Señor se ccupaban poco; bastante daban que hacer los santos y las santas. Dios para aquellas gentes había pasado á ser como esos pobres reyes que se rodean de favoritos y favoritas; el pueblo sólo hacía la corte á estos últimos.

San Diego era una especie de Roma contemporánea, con la diferencia de que en vez de monumentos de mármol y palacios suntuosos, tenía monumentos de sauli y gallera de nipa. El cura representaba el poder del Vaticano y el alférez de la Guardia civil, el rey de Italia. Ambos querían ser los amos, y aquí como allá, se suscitaban continuos disgustos. Expliquémonos y describamos las cualidades de ambos personajes.

Fray Bernado Salví era un joven franciscano de carácter sombrío. Por sus costumbres y maneras, distinguíase mucho de sus hermanos, y más aún de su predecesor, el violento padre Dámaso.

Era delgado, enfermizo, fiel observador de sus deberes religios0s y cuidadoso de su buen nombre.

Un mes después de su llegada, casi todos los habitantes de San Diego se hicieron hermanos de la V. O. T., con gran tristeza de su rival, la Cofradía del Santísimo Rosario. Era un contento ver en cada cuello cuatro ó cinco escapularios y en cada cintura un cordón con nudos, y las freeuentes procesiones de fantasmas con hábitos de guingón[1]. El sacristán mayor, aprovechando este furor religioso, se hizo un capitalito vendiendo á los cándidos feligreses objetos milagrosos para salvar el alma y combatir al diablo. ¡El espíritu diabólico, que antes se atrevía á contradecir á Dios en su misma cara y á poner en duda sus palabras, habíase vuelto tan pacato que no podía resistir la vista de un relicario ó los nudos de un cordón!... Los frailes habían descubierto la maner ban á mara villa su prodigioso invento. ¡No haba bastantes tesoros en la tierra para pagar aquellos pedazos de trapo y aquellos cordones benditos, que devolvían la salud y aseguraban eterna!...

Como decíamos, el padre Salví era muy asiduo en el cumplimiento de sus deberes. Mientras predicaba-su fuerte era la oratoria-mandaba cerrar las puertas de la iglesia, y en esto se parecía á Nerón, que no dejaba salir á nadie mientras cantaba en el teatro. Castigaba con multas las faltas de sus subordinados, pues no era aficionado á pegar. También en esto se diferenciaba del padre Dámaso, que todo lo arreglaba á puñetazos y bastonazos, que propinaba riendo y con extraordinaria complacencia, Estaba convencido este último que sólo á palos se podía tratar á los indios; así lo había dicho un de combatir al diablo y plotasalvación fraile que sabía escribir libros, y él lo creía á pies juntillas, pues no discutía nunca los impresos revisados por la autoridad eclesiástica.

Como ya hemos dicho, fray Salví pegaba rarisimas veces, pero cuando lo hacía mostrábase verdaderamente terrible. Así como al padre Dámaso se le subía frecuentemente el coñac á la cabeza, y entonces cometía toda clase de atrocidades, al joven franciscano eran los ayunos y abstinencias los que exaltaban sus ner vios y lo ponían como loco.

De esto venía á resultar que las espaldas de los sacristanes no distingufan bien cuando un cura ayunaba ó comía mucho.

El único enemigo de este poder espirituai y temporal, era, como ya dijimos, el alférez. Estaba casado éste con una vieja filipina, llamada doña Consolación, mujer ridícula, que en las europeas, parecía un payaso, con las mejillas embadurnadas de colorete y albayalde. Esta buena señora tenía además muy mal genio. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona, emborrachándose como una cuba, mandando á sus soldados á hacer ejercicios al sol y sacudiendo el polvo á la empeca tada filipina. Zurrábanse los felices esposos de lo lindo y daban espectáculos gratis á los vecinos, que admiraban en silencio las delica das maneras y escogido lenguaje del castila.

Cada vez que estos escándalos llegaban á oídos del padre Salví, el buen franciscano se sonreía, y después de persignarse rezaba un padrenuestro, Cuando le llamaban carlistón, hipócrita y avaro, se sonreía también y volvía á rezar. ¡Era un manso cordero el buen frailecito! El alférez siempre contaba á los pocos españoles que le visitaban la anécdota siguiente: afán de imitar á -Va usted al convento á visitar al curita Moscamuerta? Si le ofrece chocolate, lo cual dudo! tenga usted cuidado. Si llama al criado y dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate, ¿eh? entonces no tenga miedo, pero si dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate, gah? entonces coja usted el sombrero y márchese corriendo.

—Por qué?-preguntaba espantado su interlocutor.-Acaso el fraile pega jicarazos?

—Hombre, tanto como eso no!

—Entonces?

—Chocolate, geh! significa espeso, y chocolate, zah? aguado.

Para hacer daño al fraile, prohibió el militar, aconsejado por su señora, que nadie se pasease por el pueblo después de las nueve de la noche. Doña Consolación pretendía haber visto do con camisa de piña y salakot de nito, pasearse á altas horas de la noche. Fray Salví se vengaba á su modo. Al ver entrar al alférez en la iglesia, mandaba disimuladamente al sacristán cerrar todas las puertas, se subía al púlpito y empezaba á predicar hasta que los santos cerraban los ojos y le pedían por favor que se callase.

El alférez, como todos los impenitentes, no por eso se corregía: salía jurando, y tan pronto como podía pillar á un sacristán ó á un criado del cura, le zurraba y le hacía fregar el suelo del cuartel y el de su propia casa. El sacristán, al ir á pagar la multa que el cura le imponía por su ausencia, exponía los motivos. Fray Salví le oía silencioso, guardaba el dinero y soltaba á sus cabras y carneros para que fuesen á pacer en el jardín del alférez, mientras buscaba un tema nuevo para otro sermón mucho más largo y edificante que los que había pronunciado anteriormente. Pero estas cosas cura disfrazano eran obstáculo para que, si después se vefan, se diesen la mano y se hablasen cortésmente.

Cuando el marido dormía el vino ó roncaba la siesta y doña Consolación no podía reñir con él, asomábase á la ventana con su puro en la boca y su camisa de franela azul.

Estos eran los soberanos del pueblo de San Diego.


  1. Tela azul.