Noches obscuras

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Santiago Ponce era un chino enorme, tan ancho de espaldas como alto de estatura, de frente estrecha, de cara tan peluda que casi sólo, en ella, se veían los labios rojos y los ojos pequeños, llenos, no de maldad, pues eran medio sonrientes, pero sí de estricta desconfianza y en constante movimiento, como acechando sin cesar de donde iba a venir el peligro. Había caído, no se sabe de qué provincia, San Luis, Córdoba o Santiago, concluyendo por fijar su vida errante en la orilla de un cañadón, de propiedad fiscal, edificando allí un ranchito, donde vivía con la familia: mujer, hijos e hijas: una punta. Tenía algunas yeguas, una majadita nacida toda de guachos recogidos en el campo y mantenidos con la leche de cuatro o cinco vacas, habidas no se sabe cómo. Para costear los vicios, la mujer y las hijas lavaban y planchaban la ropa de algún vecino y los hijos domaban algunos potros en las estancias. La esquila y la cosecha de alguna plantación de maíz, proporcionaban también recursos pasajeros, y don Santiago no desdeñaba de trensar algún par de riendas, ocupación tan apropiada a su cuerpo de gigante, como al de un buey, el arrastrar un carretilla.

De cuando en cuando, se mataba, una yegua, para tener carne; y como no faltaba algún cerdo medio silvestre que saliera del cañadón, para aprovecharse de los residuos de la carneada, también habían podido formar un pequeño rebaño medio domesticado, de estos animales. Y todo esto era la tapia, detrás de la cual brotaban otros recursos ignotos, aunque sospechados, que ayudaban a resolver el problema de la vida.

Cuando, en tiempo de luna menguante, se ponía nublado el cielo, no dejando ver ni los dedos de la mano, casi siempre brillaba, en la casa de Ponce, la lucecita de un farol, colgado del mojinete; y todos la conocían, la estrella pícara, faro sin vergüenza de las expediciones nocturnas a los corrales del vecindario.

«Han salido los Ponce,» decían los vecinos, al divisarla, pestañeando, fuliginosa, taladrando a duras penas las tinieblas espesas del bajo, y para cada uno de ellos, era como un aviso de cuidarse bien.

Pero son muchos los corrales a los cuales les puede tocar la suerte; y cada uno acaba por creer que para otro será, con tanta mayor facilidad cuanto mayor sueño tiene, y todos se van a dormir, confiados en que los perros, en caso de peligro, sabrán cumplir con su deber.

La obscuridad es tan opaca que parece que ni las viscachas se podrán atrever a alejarse de la cueva, y que, hasta que aclare, no habrá bicho viviente que se pueda mover. Así mismo, suena a lo lejos, el grito del tero-tero; chirría, enojada, la lechuza gritona, y hasta se oye el bullicioso y pesado remonte del chajá, en una sonora llamada. Algún fantasma que pasa, sin duda, entre un revoloteo de ánimas. Pronto cesan los ruidos en el cañadón; pero empiezan, en la loma, a ladrar los perros de los ranchos. Cosa de un momento; todo calla, todo vuelve a caer presa del sueño.

La lucecita, siempre pestañea en el mojinete lejano de la choza, esperando, inquieta, la vuelta silenciosa, rastrera, de los que han salido.

En el corral de la majada, se ha oído de repente un gran ruido sordo de disparada, como si las ovejas, levantándose todas de golpe, hubieran sido espantadas por la súbita aparición de algún perro fenomenal o barridas por un soplo misterioso.

¡Cosa rara! los perros han quedado callados; pero la dumba del capón madrino ha hecho oír su tañido de tacho cascado. El patrón se ha dado vuelta en la cama; ha prestado el oído, y al sentir disparar, otra vez, las ovejas, salta al suelo, se viste de prisa, llama al capataz, despacio le dice: «se ha movido la majada,» y salen ambos, revólver en mano.

Caminan agachados, a tientas, sondeando inútilmente, con los ojos desencajados, la obscuridad impenetrable; el silencio es completo, no se mueve una paja; escuchan, sin resuello, y esperan, cerca ya de una mata de sauco que sirve de reparo al corral.

-«¿Dónde estarán los perros?

-Durmiendo.»

De repente vuelve a correr la majada, y sin más ni más, al tanteo, suena un tiro, iluminando con su relámpago de medio segundo, las tinieblas; retumbando formidablemente en la llanura extensa; dura un rato largo, el siniestro silbido de la bala, que corre, ciega, en el aire, mientras que mil ruidos parecen haber nacido del trueno del tiro. La majada dispara en el corral por todos lados, la dumba tañe apurada; los perros han acudido y ladran desesperadamente hacia el corral, excitados por el: «chúmale» del amo; los tero-teros se deshacen en gritos, y un rato después que un perro ha echado un quejido lastimero, herido seguramente por la cuchilla muda, crujen las ramas del sauco; y el patrón, y el capataz, ahora, tiran derecho a matar, si pueden, mientras las ramas siguen crujiendo, y retumban los tiros, siniestros en la noche, con un rápido relampagueo; y el silbido largo, rabioso, de las balas, que corren, ciegas, en el aire, apuradas, una tras de otra, allá lejos, se va perdiendo.

La estrella fuliginosa del mojinete de Ponce pestañea, se agita, inquieta, en el bajo, esperando la vuelta de los que han salido.

Volvieron, no más; no ha habido muertos ni heridos; era tan obscura la noche; pero aunque brille la lucecita del cañadón, la majada aquella, durante mucho tiempo, dormirá tranquila.

-«¿Y esa plaga? ¿Por qué no la quitan de ahí?

-«¡Eh! ¡amigo, son muchos los Ponce, y muy dóciles para votar!»