Paz y justicia editar

Se iban acabando las últimas ovejas de la última chiquerada; el agarrador recogía las maneas, las tijeras corrían a todo vuelo, agarradas a dos puños, y cortaban, cortaban, apuradas y cansadas, la lana, y a veces el cutis, para concluir de una vez. Ladislao se enderezó, manteniendo con el pie la oveja desmancada, a la cual sólo le quedaba por pelar la barriga y las patas, y le dijo al mayordomo:

-«Patrón, no voy a poder venir el lunes.

-¿Por?

-Porque tengo que ir al pueblo, a las elecciones.

-¿A las elecciones? ¿Y qué elecciones son? preguntó el mayordomo, asombrado de que Ladislao pudiese tener tanto empeño en cumplir con sus deberes cívicos.

-No sé, patrón, pero he prometido ir.

-Pero, ¿serán municipales, provinciales, nacionales?

-¿Qué sé yo, señor? pero le prometí a don Narciso ir a votar, porque así me lo pidió, cuando lo compuso a Manuel, mi hermano, por esa pelea que tuvo, el mes pasado, y en la cual cortó medio feo a Juan Sota.

-¡Al diablo con las elecciones! en fin, si es así, vaya no más.»

Y Ladislao se fue, haciendo, en la noche del sábado, diez y ocho leguas, y diez y ocho, el lunes, para volver a su casa, todo para cumplir con ese singular compromiso de dar su voto a un desconocido, para una función desconocida, en cambio de la absolución de un culpable.

Pero don Narciso lo recibió muy bien, y cuando se presentó en la plaza, para que le indicasen el batido con el cual se debía juntar, fue presentado al juez de paz, con los demás votantes; y este magistrado les dirigió la palabra, dándoles las gracias en nombre del gobierno, y hablándoles de la Constitución, de la patria, de los deberes del ciudadano y de varias otras cosas por el estilo, que por retumbantes que fueran, no les llamaron mayormente la atención; agregando que después de la elección, habría carne con cuero; esto sí, lo entendieron bien, vivando ruidosamente al orador.

Y el juez de paz los dejó y volvió al juzgado, donde lo esperaba, según le avisaron, un hombre, para un asunto urgente.

El juzgado era la sala de una casa esquina: un asta-bandera en la azotea, un escudo encima de la puerta principal; un vigilante, de guardia, muy ocupado en repartir sonrisas y piropos a las chinas que pasaban en la vereda, eran los signos exteriores que diferenciaban de las demás casas del pueblo, ese templo de la justicia.

En el interior, un plano del pueblito, otro del partido, varios proyectos de iglesia y de escuela, estas aspiraciones natas de toda población naciente, irrealizables siempre, por falta de fondos, adornaban las paredes de la sala, con avisos para el pago de la contribución y de las patentes; en la mesa, un escribiente extendía una guía, ese documento de dos filos que, bajo pretexto de proteger los intereses legítimos del criador, se ha vuelto instrumento de su despojo, al buscar en él las municipalidades despilfarradoras, una elástica fuente de recursos, y cuya fácil falsificación permite a los empleados infieles aliarse con audaces cuatreros, para saquear, por otro lado, la propiedad del hacendado.

El juez pasó con el individuo que lo estaba esperando, a otro cuarto que le servía de oficina particular.

-«Señor, le dijo este, venía a ver si usted podía arreglar el asunto que tengo con don Justo.

-¿Qué asunto?

-Unas ovejas que, no sé cómo, señor, han encontrado, contraseñaladas, en mi majada. Dicen que soy yo, y me han metido pleito.

-¡Ah! sí; me acuerdo. Pero es de suma gravedad, esto, amigo, y no se va a poder arreglar. ¿Quién sabe si no le cuesta todo lo que tiene, y si se libra de una temporada en la cárcel? Mire que, hoy, se han puesto muy severos para el abigeato.

-Pero señor, si no he sido yo; ha de haber sido alguno que me quiso embromar.

-¿Qué quiere? amigo; todas las pruebas están en su contra; no puedo yo hacer nada.

-Pero, señor juez...

-También le diré una cosa: en las últimas elecciones, usted cometió la barbaridad de votar en contra de nuestro partido, y se me enojaría don Narciso, si me empeñase en su favor.

-Señor, lo he visto a don Narciso, y me dijo él que arreglase con usted.

-¿Le dijo? ¡Ah! entonces, cambia de especie; pero, con todo, me parece difícil, porque, al fin, la justicia es la justicia.

-Pagaría, señor. Aquí traía mil doscientos pesos, todo lo que pude juntar, pidiendo prestado y empeñándome, por tal que todo quede arreglado.

-Bueno; quizás... es muy difícil; don Justo es hombre bueno, pero muy testarudo, cuando se trata de robos de hacienda. En fin, deme la plata y haré lo posible; por tal que, por otra parte, se comprometa a acompañarnos cuando haya alguna otra elección.»

El paisano lo prometió todo, sacó del tirador el rollo, y al remitírselo al juez, pidió tímidamente un recibito.

-«Se lo daré cuando hayamos arreglado con don Justo»; y agregó: «No vaya a decir a nadie cuánto le cuesta, pues todos dirían que es demasiado poco y me armarían un bochinche.»

Poco tiempo después, el juez mandó llamar a don Justo, y le hizo comprender que no valía la pena seguir pleito a semejante infeliz; que tampoco, quizás, era él el culpable; que podía ser, lo de las ovejas contraseñaladas encontradas en su majada, alguna venganza de peón despedido o quien sabe qué.

«Y a más, ¿qué es lo que ya a sacar de él? le dijo. El hombre es pobre. ¿Quién sabe si a usted, por fin, no le viene a costar muchos dolores de cabeza y dinero, encima?»

Sin mayor trabajo, dejó convencido a don Justo que doscientos pesos era todo lo que razonablemente se podía sacar del individuo en cuestión, y que con esto, cobraría, bien pagas, las ovejas que le pudieran faltar.

Algo es algo, y don Justo se llevó la promesa de los doscientos pesos, considerando que no había del todo perdido el día.


El puesto de juez de paz es honorífico; y ¿cómo no se va a entender, entonces, que tengan que encontrarse algunas compensaciones a los sinsabores inherentes al ejercicio del poder? Esto de tener que distribuir a cada uno lo poco que en este mundo, le deba tocar de paz y de justicia, no deja de ser algo fastidioso, y si no hubiera, de cuando en cuando, algún arreglo provechoso, o alguna recogida de animales de marcas desconocidas, o concesiones de tierras municipales, cuyos mejores lotes es fácil reservar, o cualquiera otra cosita, ¿a dónde iríamos a parar los jueces de paz?