Animales extraviados


Animales extraviados editar

Eran ya las seis de la mañana, y el ternero de la única lechera que, todos los días, ordeñaba doña Tomasa, para las necesidades de la familia, balaba todavía lastimosamente en el palenque, con el hocico metido en la trompeta, el ojo triste y la panza chupada. Doña Tomasa, lista desde un gran rato para ordeñar, con su balde, su jarro y su banquito en las manos, miraba el campo y repetía, impaciente.

-«Pero ¿qué estará haciendo este muchacho, que no trae la vaca? Salió hace una hora y no vuelve. ¿o se habrá ido esa gran pícara, quién sabe a dónde?»

Momento después, apareció Luisito, muchacho de ocho a diez años, uno de los hijos de doña Tomasa, y a la pregunta de ésta, contestó que, en ninguna parte, había podido encontrar la Juanita, ni con las otras vacas, que recién bajaban de la loma, ni en el cañadón donde se solía cortar sola; y la madre se iba poniendo inquieta de veras, cuando su esposo, D. Anacleto, que estaba tomando mate y churrasqueando en la cocina, se acercó y le gritó al muchacho:

-«¡Ah! ¡qué no miraste en el maíz!» Y sin contestar nada, Luisito se fue al galope, costeando el alambrado mal estirado del pequeño retazo de tierra que don Anacleto, cada año, sembraba, con actitudes de sublime esfuerzo, y como para enseñar a sus vecinos con que empeño fomentaba en su casa el progreso de la agricultura.

Al cabo de un rato se oyeron los gritos de Luisito: «¡Fuera vaca!» y la Juanita, buscando el portillo de que era vaqueana, pasó como pudo entre los alambres flojos, y sin soltar una chala que todavía venía mascando con el mayor descaro, llegó al trote hasta el palenque, sacudiendo su panza repleta hasta más no poder.

-«Ya empieza esa mañera del demonio, rezongó don Anacleto, como todos los años, cuando el maíz está por florecer; no me va a dejar una espiga para el parejero.

-Dejála a la pobre, dijo doña Tomasa, a quien el mismo susto de haber creído perdida su vaca favorita y la satisfacción de volverla a ver incitaban a la indulgencia; déjala, es tan buena, la pobre. ¿Y también, por qué no estiras esos alambres?»

En campo abierto, se puede decir que vive el criador entre inquietudes siempre renacientes. Si la Pampa, en su conjunto, es llana, también tiene sus recovecos; hay en ella lomas, ondulaciones, médanos, cañadones, y en campo algo quebrado o poblado de pajonales y de juncos, es harto fácil perder de vista un grupo de animales, creerlo extraviado y campearlo desesperadamente, cuando con toda tranquilidad lo está esperando en casa. También hay chambones que campean sin tino, sin reflexión, y buscan sin ton ni son, donde de ningún modo pueden estar los animales que faltan. Otros son haraganes, para quienes la campeada no pasa de un pretexto para visitas y conversaciones en todos los puestos de la vecindad, y no faltan tampoco peones pícaros que de cuando en cuando, fingen haber perdido la tropilla, para andar con licencia a campear hacienda de otra laya, cuando no de marca ajena.

La inquietud crece en razón del estado y de las condiciones del animal extraviado. Un animal flaco, enfermo, puede haberse ido a morir detrás de alguna mata de paja; no puede haber tentado la codicia de nadie, y sólo para el cuero, hay que andarlo buscando; pero tratándose de algún novillo gordo o de alguna vaquillona madura para el asador, la desaparición súbita es de mal augurio, y con razón, le hace fruncir las cejas al amo. ¡A campear! y ligero, pero con pocas esperanzas y con muchas probabilidades de encontrar sólo la panza, la cabeza y las tripas en algún pajal. Para semejante campeada, los chimangos son impecables vaqueanos.

Si del rodeo o de la majada, echa de menos algún animal conocido, el ojo certero del capataz, difícil es que sólo falte aquel, y se puede dar por seguro que toda una punta del rebaño ha de haber quedado en el campo, extraviada, mixturada, o algo peor, y si no se encuentra en el campo, después de prolija recorrida, hay que ir pidiendo aparte a los vecinos y hacerles parar rodeo.

A veces, se encontrarán los animales extraviados; y no digamos que nunca se encontrarán todos, pues sería calumniar al hacendado que todavía ni ha tenido tiempo siquiera de darse cuenta de la presencia de animales ajenos entre los suyos. Casi siempre, se hallarán muchos de estos, o por lo menos algunos, y también varios de cuya ausencia ni se sospechaba.

Es que no son pocas las causas por las cuales los animales desaparecen, en campo abierto: caprichos primaverales, de que son presa aun los que menos se deberían acordar de paraísos perdidos; inoportunos recuerdos de alguna antigua querencia; arreadas mandadas hacer por el impertinente mosquito; ganas de caminar al viento, cuando hace calor, o de huir ante él, cuando sopla muy frío; también se desparraman o se van los animales, en tiempo de seca o de epidemia, a buscar agua o campo mejor, o huyendo de la muerte, como si no los pudiera ella seguir. Todo esto, sin contar los robos, de que nadie está libre.

¡Oh! no le faltan al hacendado ocasiones de pensar en bueyes perdidos.

Y justamente, era la complicada operación mental a la cual se estaba entregando don Bernardo Zurutúa, sentado en una cabeza de potro, cerca del fogón, con un mate vacío en una mano y un cigarrillo apagado en la otra, la boina en la nuca y mirando con ojos fijos las llamitas que, de vez en cuando, bailaban en las brasas y teñían, en la noche, de rojo subido, su cara colorada de vasco viejo, recocido, durante cincuenta años, por el sol de la Pampa. Pensaba, sí, y de veras, en bueyes perdidos, con la tropa parada hacía tres días, a espera de los campeadores.

Es que a los bueyes, con su aire bonachón y sumiso, con su facha de gente formal y seria, incapaz de hacer una mala jugada a nadie, de repente les da la loca para mandarse mudar y volverse solos a la querencia, dejando plantadas las carretas, que ya se cansaron de arrastrar. Se figurará uno que debe ser cosa fácil encontrarlos, lerdos como son; sí, si fuesen lerdos de veras, pero no es el caso, cuando así se van, y tienen su trotecito que no deja de tragarse las leguas.

También deben saber ellos, que no sería, con todo, muy penoso alcanzarlos, pues nunca se van derecho a su destino: agarran por cualquier lado, dan una vuelta grande, y recién un poco antes de llegar a la querencia, enderezan a ella.

Y así se burlan de los que se van pelando... la montura, campeándolos, sin más rumbo que el miedo de perderlos, sabiendo que son comestibles.

Y por esto mismo, don Bernardo Zurutúa, con la tropa parada hacía tres días, pensaba, melancólico, en bueyes perdidos.