Niño patriota: 3
El fiscal inquisidor hizo llamar ante la audiencia al niño, y entre elogios y halagos dictándole la misma frase: «Cansados estamos de amos y tiempo es ya de que cada uno mande en casa», púsole frente al reciente dictado la carta devuelta por el virrey del Perú.
Tan semejantes aparecían que al ser interrogado Juan Buatista ni pestañó, como en su vejez acostumbraba.
— ¿De quién es esa letra?
— No sé.
— ¡Pero... es la misma!
— Parecida, sin duda.
Y de ahí no pasaba, ni salía de sus trece.
Hubo conciliábulo, y el señor don Francisco de la Peña volvió á llevar su hijo, y el alcalde Lezica, su tío, le apadrinaba y Rivadavia recomendaba al niño: «Cuidado con decir nada», y el otro Francisco Argerich iba y venía sin que se le pegara la camisa al cuerpo, con cerote mayúsculo que los causados por su palmeta.
Entre ellos, Villota y Caspe, celebróse segundo conclave, donde oidores y ministriles con dulces promesas primero, y amenazas finalmente, volvieron á interrogar al niño de la buena letra.
Confiesa, niño. ¿A tí te han hecho escribir esto? Serás inocente, pero...
Y el niño, enérgico desde la cuna, como lo fué toda su vida de honradez y patriotismo á la antigua, nones que nones:
— ¡Esa no es mi letra!
Y recaditos van, y consejos vienen, y por fin dice el tuerto Virrey al miope de su secretario:
— Si la letra es la misma y no hay modo que declare, aplíquesele el principio del propio maestro: «¡La letra con sangre entra!» Después de la azotaina confesará. ¿Quién le mete á jeroglíficos comprometedores?
No hubo más. Por tercera citación comparecieron padre, hijo y espíritu santo; es decir, el señor de Lezica, el marido del rosario ó de la tía Rosario, á mal tiempo perdidosa, del que le había regalado el reedificador de la iglesia en Lujan.
Nada que sospechar dejaba niño tan formalito. Menos el señor don Francisco de la Peña, español seriote, grave, y más godo que el rey que, como el otro, ignoraba ser llamado para presenciar azotaina de vastago. Entre Panchos anda el juego.
— Confiesa niño, la verdad, — repetíanle al subir con él de la mano la ancha escalera del Cabildo.
Y la verdad declaró.
Lelos quedaron todos y asombrado el padre, cuando al ser por última vez interrogado:
— ¿Es de usted esta letra á la suya idéntica?
— Sí, — contestó Juan Bautista.
— ¿Dónde la ha escrito?
— En la escuela.
— ¿Quién le mandó escribir?
— Señor maestro.
— Anote el Notario.
— ¿Cómo se llama su maestro?
— Don Francisco Argerich.
— ¿Dónde vive?
— Reconquista, número 70.
— ¡Alguacil! — ordenó el magistrado. — Vaya usted, é inmediatamente conduzca aquí al maestro Argerich.
Por mucho que volaron corchetes y alguaciles, antes había volado el pájaro, y á la sazón, viento en popa, sin detenerse en Montevideo, iba Argerich muy de prisa por esos mares de Dios a toda vela, sin parar mientes al Brasil, de dónde sólo regresó cuando nuestros padres ya tenían patria.
¿Qué había sucedido? Pues nada: que halagando á Juancito, el señor Argerich hacía copiar por su discípulo de mejor letra cartas, proclamas y toda la correspondencia que Rivadavia, Moreno y Belgrano propalaban, incitando á la emancipación á los patriotas del Alto Perú, y cuando llegóse á sospechar allá que los cabecillas anduvieran por acá, bajo pena de azotes, que aun sin prometer muchos daba, conjuróle Argerich al más riguroso secreto sobre el papelito extraviado.
Azotes por azotes, comprimido el niño entre dos azotainas, y desconfiando el maestro de la frágil infancia advertido por Rivadavia cuyas amistades en la secretaría del Virrey teníanle al corriente de la investigación, aconsejó á uno pusiera pies en polvorosa, aviso que no se hizo repetir, y al otro, confesara la verdad cantando de piano, pues ya no habría peligro ni para el inocente copista.
En verdad, empezaba siendo mucho niño, el que bien pronto fué mucho hombre en todas las circunstancias, tan olvidado patricio. Ministro, presidente del Banco, de la Municipalidad, de asociaciones de crédito, senador, comerciante, hacendado, no fué de esas reputaciones de vidrio de aumento, sino por el contrario, de las que crecen y se acentúan con el tiempo, pues que á larga distancia se recuerda con aplauso su múltiple actuación.
Desde sus primeros pasos los dió con la firmeza que procedió toda su vida en el recto camino del deber y el patriotismo. La economía proverbial del señor Ministro de Hacienda don Juan Bautista Peña y Lezica puso coto á muchos despilfarros de la hacienda pública.
No reconocía más que una moral y como hombre público y particular fué hombre de bien y honrado á carta cabal. La misma diligencia observaba en la hacienda pública que en la propia, preservándola de sus perseguidores y tantos que de puros patriotas nos van dejando sin patria. Alguna vez se le criticó de excesiva estrictez, quedando como adagio: «Más económico que don Juan Bautista Peña».
Pero si no supo despilfarrar los dineros públicos, ni empeñar al Estado en onerosísimos empréstitos, supo sí hacerlo prosperar sin salir del presupuesto.
En la tarde de su vida, refiriéndose candorosamente sus primeros tímidos ensayos de revolucionario novicio, terminaba su relato:
— «En verdad que la primera sangre á punto de correr en esta plaza en vísperas de la Revolución de Mayo, fué la de mis nalgas».
Si quedaría bien sentado el señor Ministro de Hacienda, don Juan Bautista Peña, sobre sólidos principios, cuando desde muy niño defendía el secreto confiado hasta exponer en inminente peligro «el de sentarse».
Fué todo un carácter, y el recuerdo de este digno ciudadano, tan lleno de virtudes y valor cívico, perdura en la generación que le sucedió, por lo que á los cien años de su primer servicio exhumamos para propios y extraños sus reminiscencias como dignos ejemplos á seguir.