Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

II


Entre paquetes de cruces, escapularios y novenas, se atrapó una de clara letra y de más claro espíritu revolucionario, que clarito rezaba:

«Ya somos grandecitos. Trescientos años de tiranía se cuentan dobles, como en frontera. Edad tenemos para gobernarnos y tiempo es nos dejemos de andadores. La América es de los americanos, como España de los españoles. Recordad que si los tiranos aparecen agigantados, es sólo cuando los vasallos siguen de rodillas. De pie, y erguidos, á la misma altura lleguemos. Sacudamos el pesado yugo. Si con Tupac fuimos vencidos, fué por falta de unión. Que de la Tierra del Fuego al Golfo Mexicano se oiga sólo un grito: Libertad!»

Estas palabritas mal sonantes en catilinarías por el estilo, repetía el papelito sorprendido que con otros, bajo sobre, recibió el 3 de Febrero de 1810 el Virrey Cisneros, del de Abascal, transportado en cien dias á toda carrera de Lima á Buenos Aires.

El Virrey del Perú encargaba «muy mucho», como suena en la sierra, seguir la pista con suma cautela hasta descubrir el autor del libelo substraído al correo del Alto Perú y en momentos que á Nieto daban tanto trabajo «coyas» y revolucionarios.

En esquinas, postes y canceles fijáronse carteles ofreciendo alto sueldo, al escribiente de mejor letra, que se presentara.

¡Ni uno! Todos eran garabatos de cartulario y patitas de mosca. No se encontraba casi, casi, como al presente, plumífero de buena pluma, ni escribano que supiera escribir; apenas medias plumas, sin ser del barrio de las Magdalenas que tenían barrio propio, no como al presente ubicadas en los más centrales.

Oidores y Cabildantes, oficiales, alguaciles y ministriles, chamuscábanse las pestañas por descubrir la incógnita.

Quién será... Quién no será! Adivina, adivinador!

Que el papelito partiera de aquí no había duda. No solamente era grueso, feo, ordinario, como el escaso que de España llegaba, cuando llegaba, sino que aun la fecha estaba groseramente tergiversada: «Buenos Aires tomen ustedes», empezaba, acabando con la simulada exclamación «¡Santa María purísima!»

¿Quién no descifraba de corrido: «Puerto de Santa María de Buenos Aires»? El seudónimo era más intrincado, pero fuera Juan ó Diego, de aquí se había expedido.

Por vencidos dábanse, cuando casualidad «rosarina» colocó al Inquisidor sobre la pista.

De misa mayor salía compungido y persignándose con agua bendita de la iglesia de Jesuitas el testarudo fiscal Villota, doctor de campanillas, quien con gerundiana elocuencia pretendía confundir á los doctorcillos de la Revolución que empezaban á embrollar la lista.

A descender iba del cancel al pretil de San Ignacio, cuando á curiosidad llamóle blanco papel, recién pegado, que en hermosa letra se ofrecía buena gratificación al alma caritativa, que á más de serlo, fuera también honrada y quisiera entregar en la sacristía un grueso rosario con «paternosters» de oro, que en la última azotaina y tinieblas de maitines se perdiera.

Limpiando el caviloso fiscal sus viejas gafas:

— O mucho me engaño, — se dijo, arrancando el aviso, — ó es la misma letra que la del papelito insurgente.

Y doblándole lo echó al bolsillo!

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A primera hora acudía á la audiencia cotejando con el oidor Caspe los dos manuscritos y encontrando ambos similitud tal, exclamaron satisfechos:

— ¡Ya apareció aquello!

Llega Leiva, síndico del Cabildo, y apenas nota semejanza; viene el alcalde Lezica y la encuentra menos.

¿Pero de quién será la letra?

¡Sin duda de su autor!

Cítanse calígrafos para el cotejo. No existían. ¡Qué habían de encontrarse en tiempos que se vendían hombres (esclavos) pero no libros, pues que no había, ni necesidad de otros que Astete, Catón cristiano y la Novena de Santa Bárbara bendita, seguida del trisagio para alejar truenos y tempestades.

De investigación en investigación por el hilo se sacó el ovillo y entre curas y sacristanes se aclaró que el rosario en mal hora perdido, pertenencia era de la señora Lezica, que el plumífero escribiente de tan importuno aviso su propio sobrino, el niño Juancito, y que donde tan linda caligrafía y otras lindezas se enseñaban la escuela de don Francisco Argerich.