Baile bajo el bombardeo

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

Baile bajo el bombardeo

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(1811)


Cuando las primeras argentinas
celebraban los albores de la
emancipación nacional, arrojados
marinos de contrabando
bombardeaban sin previa
intimación, bien que ella fuera
inútil, no plaza fortificada,
sino esta Ciudad siempre abierta,
que nunca opuso más murallas que
el pecho de sus defensores.


I

Fachada de antigua casa colonial, obscuras tejas asentadas en duras maderas del Paraguay, que muy poco hace cayó bajo el martillo del rematador, y casa de remates en sus postrimerias, de uno de los descendientes de su fundador, tan honorable y activo como el señor Llambí, era la penúltima, en la segunda cuadra de la calle San Martín, nombre que conmemora el Patrono de esta ciudad, y casa que recuerda al general que llevó más lejos el triunfo de la Revolución. En ella encontró su cara mitad el gran Capitán, pero no allí anidó, que las águilas sólo anidan en las más altas cumbres.

Llamaba la atención el ancho balcón saliente sobre amplia puerta de escalón alto, dando paso al zaguán, á cuya derecha abría puerta de umbral. Por ambas penetraron lo más elevado, notable y granado, así en damas como en caballeros, que en cien años pisaron las calles de esta ciudad. Antesala á media luz, recibía la suya del gran salón siguiente, y al exterior, de ventana á la calle de empinada reja, ferretería toda de Vizcaya, como en las casas del Consulado y siguientes hacia la Plaza Mayor.

¡Cuántas veces los niños que concurrían á la escuela de don Rufino Sánchez en vetusta casa á la vuelta, cuyos sótanos ocultaron luego la Logia Lautaro, una de las tantas del señor de Velazco, propiedad del rico padre de madama Thompson, se detenían embobados, sin que el negro esclavo consiguiera hacerles seguir, contemplando con la boca abierta el lujo que se entreveía por la ventana!

Ese largo y angosto salón, profusamente iluminado, y el gran comedor que encuadraba el patio, bajo artístico artesonado, ostentaban el esplendor de una antigua familia, profusión de adornos de buen gusto y maciza vajilla de plata del Perú, trabajada á martillo por hábiles coyas en Potosí.

Desde aquel improvisado mirador de escueleros, al pasar divisábanse espejos venecianos sobre pequeñas mesas doradas, pata de cabra; tapices de damasco color de oro, como los cortinados cubrían todos los muros; gran araña central de cristal pendía del alto techo, y en repisas y rinconeras, perfumando con las exquisitas pastillas, confección de monjas vecinas, pebeteros y sahumadores del mismo metal, elevándose el estrado dos tramos en el testero principal, y á su frente cuadro de la Pura y Limpia Concepción. Descollaba en su escudo el guerrero que, espada en mano, escalaba el castillo del Moro, exclamando: «¡Escalada está la torre», de cuyo grito de triunfo tomó nombre su descendencia, — primorosamente bordado en rico tapiz, enviado de Cataluña á nuestro último alférez real. Destinado luego para alfombra al pie del estrado, cubrió su centro un paño blanco para no pisar las armas de la casa.

Este salón, como su ancho comedor, de mantel largo permanente, fué frecuentado á diario por los últimos conspícuos del virreinato y los primeros prohombres de la nueva época, agasajados con igual cortesía de la alcaldesa, coadyuvada por la primogénita de su marido el señor don Antonio Escalada, quien nunca le trató como hijastra.

De aquí salió don Mariano Moreno para su destierro disimulado, y más tarde Rivadavia á su proscripción sin término. Del umbral enfrente saltó al caballo de guerra el que fué dejando jirones de gloria en las malezas de los campos de San Lorenzo, Chile y el Perú, como en ese balcón asomaba echando bendiciones á sus vecinas y cuantos pasaban, urbis et orbi, el primer Arzobispo, antes de serlo en la Metropolitana argentina. Más breve enumeración sería la de los que no pasaron, que de los que en hogar tan hospitalario, nacionales y extranjeros, estrecharon sus manos y sus afectos en la antigua dignísima mansión de los hermanos Escalada.

En cuanto á bellezas de la época, parece que la dueña de casa no admitía feas ó medias tintas, sobresaliendo flores más donosas, como pimpollos de bouquet en primavera, las niñas de la casa y éstas eran tantas, que sólo con las de la familia podía formarse baile de primas y primitos.

Estrado frecuentemente concurrido por las señoras de Riglos, Irigoyen, Igarzábal, Pueyrredón, Sáenz Valiente, Lasala, Ibarrola, del Pino, Castelli, Tellechea, Sánchez, de la Quintana, bajo él, diseminábanse en corrillos, sottovoce, a lo largo de la sillería en hilera arrimada al muro, señoritas de Rubio, Oromí, Balbastro, Barquín, De María, y Encarnación, Trinidad, María Nieves y Remedios Escalada: las jóvenes en las sillas más bajas, los caballeros en las de más alto respaldo.

Esta última había dicho en noches anteriores, al salir los contertulianos de malilla: «No olvide decir á su hijo que no falte el quince. Después del rosario daremos unas vueltas.» Y es por tal secretito conspirador, en confidencia á cada uno de los que salían, que tiesos señorones de todas las noches, Escalada, Azcuénaga, Larrazábal, Casamayor, Luca, Aguirre, rodeados se encontraron de jóvenes que iban entrando: Olazábal, Rubio, Rezábal, Necochea, Riglos, Oromí, Barquín, paseándose impacientes por el patio, mientras concluía el interminable rosario, cuyas jóvenes devotas, al través de las rejas de la ventana del aposento, dirigían furtivas miradas con mayor devoción á los percundantes, por descubrir cada una si llegaba su cada cual.

Más de una noche de infaltable malilla, en que la juventud bostezaba por los rincones, mientras viejos discutían su tresillo, había acabado en baile improvisado, al volver del café á la vuelta algunos jóvenes, pero aquella noche estaban en auge sala, salones y comedor, si bien no se trataba de gran baile, pues los más entusiastas seguían la danza y contradanza por Cotagaita, Suipacha y lejanos campamentos.

De blanco y celeste ellas, vestidos de medio paso, y ellos pantalón corto, no en los estrechos giros del vals agitado, sino en ceremoniosos saludos del rigodón, apenas los caballeros tocaban dos dedos de la parte contraria, al compás del clavicordio ejecutado por Thompson, más hábil aficionado, mientras iban á llamar al maestro Parera á Catalanes.

Y pasada la primer contradanza de respeto en que tomaban parte personas mayores, en vueltas y revueltas, paseos y paradas, desgranábanse jóvenes parejas diseminándose en alegre charla por salas y antesalas. El rigodón no había llegado á su última figura, cuando á un ¡cataplúm! estrepitoso, si no cayó cada dama en brazos de su pareja, sin duda porque el bien parecer sobrepuso al terror, si, se estremecieron fuertemente todos los cristales y hasta las bujías de cera temblaron en la araña por estruendo espantoso, al que siguieron otros cuarenta.

Al segundo cayó de bruces el negrito que entraba al salón con la bandeja de plata, rodando jícaras y platillos, que si no dejaron ruedos color chocolate, fué porque se usaban cortos vestidos para lucir zapatito liliputiense, y entrelazadas cintas sobre medias caladas.

Al tercer estampido no faltó timorata que exclamando «¡Jesús María!» acudiera á ella don Jesús María Monasterio, y la pálida beldad á postrarse en oración ante el cuadro de la Virgen de Belén, que adornaba el dormitorio de madre señora, cuadro que era de historia.

Y como los cañonazos seguían, refugio fué este de danzantes y también arrodilladas alrededor de la tarima al pie de la cuja, cuyas anchas cortinas recogidas dejaban ver abrigos y tapados revueltos y amontonados sobre el amplísimo lecho.

Para no dejar en Belén á curiosa lectora, como las del baile improvisado, encomendándose á la Virgen de ese nombre, referiremos su origen, cuya tradición ha continuado hasta nosotros sino el cañoneo del baile bajo las bombas.