Navegación terrestre


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Siete leguas para ir: un paseo de tres horas, por la mañana, pisando pasto verde y florido, bebiendo la brisa vivificante de la madrugada; otro igual, a la tarde, siete leguas para volver, bañándose los pulmones con el soplo perfumado del céfiro crepuscular, suavemente hamacado por el galope igual y parejo del mancarrón guapo, la cabeza llena de sueños primaverales, los ojos de luz, el corazón de alegría, era un gusto sin par, tener que ir de la estancia al pueblito, a hacer alguna diligencia.

Pero los campos del Sur se suelen inundar, y el pasto florido de los cañadones, muchas veces, queda sepultado debajo de un pie o dos de agua tendida, cruzada de corrientitas entrecortadas que, acá y acullá, en una depresión del terreno, amago de arroyo angosto y hondo, tratan de abrirse un lecho entre el duraznillal. El camino desaparece bajo el agua, cortado de atolladeros fangosos, de pozos traicioneros, cavados por los carreros empantanados, y anegados por los rebalses de cuanta laguna costea.

Y el arroyo tan cantante y bonito, tan claro y transparente, en los días de verano, y fácil de saltar a pie, hoy se hace el imponente. Ancho, amarillento, feo, arrolla de barranca a barranca, y todo atareado, una enorme masa de agua turbia, que no sabe a donde llevar, porque él mismo no va a ninguna parte; y la tendrá, después de haberla sacado, de puro comedido, de algún cañadón, que derramar en algún otro, hasta que un hombre enérgico le diga: «¡No, ché, esto, al mar!» y le abra camino.

Pasado el arroyo, vuelven a extenderse por todas partes, lagunas y cañadas, charcos y pantanos, sin interrupción, hasta las chacras del pueblo; y ahí es peor, porque, con admirable previsión -la Pampa es tan pequeña- se ha mezquinado de tal modo el terreno para caminos, que el que no es un río angosto, estrechado entre dos zanjas y dos alambrados, es un fangal, en el cual nadie se atrevería a meterse.

Cuando las siete leguas que separan la estancia del pueblo están inundadas, que los días son cortos, y que amanece escarchado el pasto, o nublado el cielo y frío el viento, una diligencia al pueblo, de gusto, se vuelve carga, de paseo, viaje, y más bien que viaje, jornada.

Ir a caballo es casi imposible, pues esto de atravesar al tranco, con las piernas encogidas, las interminables extensiones anegadas, sería cosa de morirse, y pasando de los veinte años, ya poco placer encuentra uno en azotar como loco por entre el agua, matando caballos, y mojándose de los pies a la cabeza. Mejor es atar el tílbury y lanzarse a rodar, cortando por los cañadones y las lagunas, como si estuvieran en seco, con un caballo de varas, de pie firme y sin miedo, bien mantenido y fuerte, obediente y vivo. ¡Adelante y paciencia!, que un ojo bien abierto y un buen látigo son dos cosas grandes, en la, vida.

Después de los escollos del cañadón, y de haber evitado de caer en algún trozo de arroyito en formación, dispuesto a encajar entre sus barranquitas ocultas, abiertas debajo del agua, como mandíbulas de tiburón, las ruedas del tílbury, se llega a la costa del arroyo. ¡Tremendo, el arroyo! No da paso.

Por suerte, don Pelagio, dueño de la otra ribera, benefactor de la humanidad ambulante y de su propio bolsillo, se ha tomado el tra bajo de hacer construir un puente de madera, encima de la turbulenta corriente. Pero don Pelagio duerme todavía y todos los de su casa; y como, para que ningún pícaro pase por el puente sin abonar los veinte centavos del pasaje, ha tendido en él una gruesa cadena con candados, hay que esperar un gran rato, hasta que el ladrido de los perros haya despertado y hecho salir de la casa a uno de los habitantes. Perezosamente, va a buscar la llave; lentamente, vuelve, y, despacio, arrastra la cadena a un lado; y rueda el vehículo, con ruido de trueno, sobre las tablas descuajaringadas, con gran susto del caballo que parece vacilar entre el costado izquierdo y el costado derecho, para tirarse al agua, parando y moviendo las orejas, y llega, por fin, sano y salvo, arrastrando al virloche y al amo, en tierra firme. No hay duda que, cuando el arroyo no trae mucha agua, es menos peligroso que el puente.

...¿Y ahora? ¡Un carro volcado en el mismo medio del camino inundado, en el único lugarcito libre de pozos! No hay más remedio que enderezar, al tanteo, entre el agua, sin atropellar, pero no tampoco muy despacio, dispuesto a todo, y el látigo levantado. ¡Zás!, de repente, un barquinazo terrible; el caballo hundido hasta el encuentro; la rueda derecha hasta el eje en el barro, y la izquierda levantada; cruje el elástico; salta el lodo, entra el agua en la volanta, y si las leyes del equilibrio fueran ciertas ¡qué beso hubiera ido a dar el liviano vehículo, al carro volcado!, pero una palabra enérgica, un latigazo envolvedor y picante, un esfuerzo soberbio del rosillo, imponen a las reglas físicas, antes que hayan tenido tiempo de afirmar su imperio, un terrible mentís, y sigue rodando y balanceando, con campestre elegancia, su capota embarrada, el tílbury victorioso.

¿Y este? ¡Pues señor! ¿Este también? Se acabaron los niños. Una miserable zanja que, mil veces, ha pasado uno sin pensar siquiera que existiera, se ha vuelto todo un arroyo, enojado, con una corriente bárbara de agua sucia. ¿Qué hacer?

¿Qué hacer? -Pasar no más; el pueblo ya esta cerca. El rosillo se paró, indeciso. Tuerce la cabeza a un lado, como para consultar o pedir órdenes; compartirá el peligro; pero no quiere asumir sólo la responsabilidad.

-«¡Firme! Rosillo. Tu amo tiene confianza en ti, y no duda que la tengas en él». Y resoluto, entra en la corriente; el viajero estira los pies en el guarda-lodo, con el agua hasta cerca del asiento, tratando de conservar el pulso firme y el corazón sereno. Pronto, nadó el caballo, pero cortó la corriente, y con las manos tocó la barranca, resbaladiza como jabón, que, dos veces, le rechazó las uñas; y sólo fue arañando que se trepó, al fin, el rosillo triunfante, con el tílbury a la rastra. -« ¡Bravo rosillos!- gritó entusiasmado el amo; y recién entonces, sintió que, al ponerse de pie, sin pensar, en la volanta, durante la travesía, se le habían llenado de agua las botas, y se dejó caer sentado... en el agua estancada en el asiento.

Pero siquiera, llegó al pueblo, salvado de los naufragios por su resolución y su prudencia, dos cualidades muy necesarias en toda clase de navegación, y con una vaga idea que, quizás, es algo deficiente todavía la viabilidad, en la Pampa.