Gringadas y gauchadas


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Don Gustavo, siendo francés, todo le parecía fácil, por tal que lo miraran. Desde poco tiempo en el país, estropeaba con atrevimiento y sin compasión el español, haciendo creer y también creyendo que lo entendía, reemplazando por gestos expresivos las palabras ausentes de su vocabulario.

Aunque, en su tierra, nunca hubiera andado a caballo, pronto se había hecho medio jinete y no dejaba de empezar a querer alborotar al gauchaje con sus proezas; causándoles gracia siempre, a todos, el verlo salir de las casas a todo galope, castigando a dos lados, desde el palenque, como si la carga de duraznillo que debía traer del cañadón, en el petizo, se le hubiera podido escapar.

Una vez, los que estaban trabajando en el corral, al ver volver, a toda disparada, el petizo ensillado, con un cinchón largo a la rastra, comprendieron que don Gustavo había querido hacer una gauchada, y venir con doble carga, pero a la cincha, en vez de traerse una brazada por delante, como se lo habían mandado. El petizo, por falta de precaución, se había asustado, sembrando por todos lados la cosecha de don Gustavo, y volvía, jadeante, quizás de risa.

Tuvo don Gustavo que volver a pie, lo que para él era de poca gravedad, y cuando llegó, todos lo titearon en grande, como titean al pasajero novicio los viejos lobos marinos. No se enojó; pero quiso dar una lección al petizo,-un animal de dieciséis años, ¡figúrese!- Lo llevó al palenque, y allí, lo ató, pero no del cabestro, sino de la cincha, «para que aprendás», le decía, y le pegó un buen rebencazo. El efecto fue inmediato: tiró el animal, y como el poste no podía ceder, se cortó la costura de la argolla y quedó colgando la cincha; el petizo pataleó un rato, y se desensilló solo, quedando ahí no más, muy tranquilo, pellizcando el pasto tierno...

Hubo risas alegres, esta tarde, entre la peonada.

Un compañero le compuso la cincha, y para no dar su brazo a torcer, quiso don Gustavo ensillar otra vez el petizo: pero éste empezó a cocear y a retorcerse por todos lados, sin que pudiera don Gustavo darse cuenta del por qué; hasta que uno le gritó que por el lado del lazo no se ensillaba un caballo.

Por fin, volvió a montar, pero el petizo se puso inquieto, tanto que por poco hubiera corcoveado; ¡cómo no!, si ya tenía la cincha en la verija, lo que a don Gustavo le dio otro trabajito. -«Si hasta los mancarrones viejos se vuelven ariscos con él», decían, riéndose, los compañeros. ¡Ah gaucho!


* * *


Muy serio, conversando, después de comer, aseguró, un día, el capataz que en la estancia donde antes había trabajado, habían conseguido magníficos resultados, cruzando venados con ovejas. Y el día siguiente, vieron todos que don Gustavo durante la siesta, ora corría por todos lados a galope tendido, ora caminaba con un sigilo de rastreador, alrededor de la majada rodeada; y como había muchos venados en el campo, se dieron cuenta de que había cuajado la insinuación, pues, afanoso, trataba él también de echar a la majada algún macho, para hacer cruza.

Otra vez, lo mandaron a que fuera, de un galope, a impedir que se mixturase la majada con la de un vecino que se le iba aproximando, y que se viniese despacio, arreándola para el corral. Y se fue, señor, disparando; y cuando, a la oración, estuvo cerca con las ovejas, recién le hicieron ver que se había equivocado, trayendo la majada del vecino y dejando allá la de la estancia.

Lo mismo, de repente, salía a todo correr, creyendo ver cortada de la majada, y yéndose a lo lejos, una punta de ovejas; y las traía, triunfante, gloriándose, entre sí, de haberlas salvado de una pérdida segura: «¡qué lindas!, murmuraba; ¡las mejores de la majada!» y ¡zás!, a gritos, mixturaba, muy fresco, el plantel con la majada de consumo.

No hay que hacer, la Pampa siempre desconoce, durante un tiempo, al que no ha nacido en ella, y antes que el extranjero sea capaz de cruzar campo sin perderse, de afilar su cuchillo como es debido, de hacer un nudo que asegure de veras el caballo, de ensillar como la gente, de hacer fuego, en cualquier parte, por cualquier tiempo y con cualquier cosa, de adquirir, en una palabra, por experiencia, por reflexión y por observación, algo de los dones nativos del gaucho, tiene que pagar más de una vez la chapetonada.

Lo que en uno es instinto, en el otro, tiene que ser el fruto, a veces amargo, de muchos desengaños.

Pero no, por eso, dejó don Gustavo de hacer pronto su primera gauchada: manejando un carro, con un solo caballo atado, dejó caer una rienda; el caballo pasó del tranco al trote y del trote al galope, hasta que agarrando con la rueda un poste por el medio, se volcó el carro patas arriba; y la gauchada fue que de semejante trance que le podía costar la vida, salió ileso don Gustavo.

Escapar de un peligro, aun por mera suerte, llevar a cabo algún trabajo difícil, salir parado en una rodada, evitar cualquier perjuicio por una rápida resolución, dar prueba de tener, de día, la vista tan aguda, y de noche, el oído de tal alcance que nada le puede pasar desapercibido de lo que ocurre en el campo, estas son gauchadas.

El extranjero novel, al ver disparar un caballo lo seguirá corriendo y no lo alcanzará; el gaucho, sin apurarse tanto, pronto le corta el paso y lo agarra; si la hacienda apartada se vuelve disparando para el rodeo, el que no sabe trata de atajarla, y pronto se ve desbordado; el buen gaucho le alza el poncho y la desvía, a todo correr, campo afuera.

Toda gauchada es una resultante del conjunto de calidades nativas o adquiridas, apropiadas al ambiente; de la intuición de los peligros que hacen correr al hombre el desierto y sus secretos, los animales y sus mañas, y de los medios que se les puede oponer.

Ser buen gaucho, -y muchos extranjeros llegan a serio-, es juntar la prudencia con el valor, la agudeza de los sentidos con la viveza de la inteligencia, la paciencia en la espera y la rapidez en la acción, la resignación para sufrir las penurias y el saber aprovechar, cuando cae.

Pero si hay gauchadas nobles, también las hay perversas; como de ensillar para una visita, sin avisar un caballo coceador que se deja aproximar y, de repente, pega a traición; o para hacerse de un par de botas de potro, la de tirar un pial al potrillo que corre, para detenerlo, y aflojar de golpe, de modo que se quiebre el espinazo: y mil otras.

No hay tampoco gaucho que, de vez en cuando, no haga alguna chambonada; como el que, confiado, no manea la madrina y amanece sin tropilla; mientras que, volviendo a la querencia, por una neblina cerrada, el gringo que deja que el caballo ande como quiera, y llega así, derechito a su casa, hace una gauchada.