XXIII

Pero el marrullero y pesadísimo D. Saturno, que anda de algún tiempo acá medio trastornado con la manía de antiparlamentarismo, y consagra sus estrechas facultades y su holgado tiempo a proveerse de razones, datos y copiosas estadísticas que demuestren la inutilidad o más bien el perjuicio de las llamadas Cortes, ora sean Constituyentes, ora Ordinarias, echó sobre el proyecto del Lozoya no diré un jarro de agua, sino cántaros de fuego, asegurando que de la Representación Nacional no puede salir traída de aguas ni de ninguna cosa buena, sino traída de barullo, confusión, corruptelas e inmoralidad.

«Y no lo tome a mala parte, D Juan, que contra usted no voy, porque usted no ha inventado el Parlamentarismo, ni en él... las cosas claras... se encuentra muy a gusto, por más que lo calle, vamos, que no pueda decirlo... ¡Pero qué bien gobernaríamos sin Cortes, D. Juan, y qué derecho andaría todo el mundo!

-Eso habría que verlo...

-Muy pronto se dice; pero en la práctica...

-No está el mal en las Cortes, sino en el maldito Reglamento.

-Por mi parte, que las supriman».

Estas y otras observaciones que como granizada caían sobre la opinión de D. Saturno, salieron de los grupos en que estaban Torreorgaz, Negrete, Compani, Campoy, D. Félix Martín y Carriquiri.

«Si me dejan meter baza, señores -indicó la moruna-, les diré que mi marido no condena el Parlamentarismo en principio...

-¡Oh, sí! en principio, en principio y en fin. Es malo, malo per se -vociferó Socobio-, y en ningún caso puede ser bueno. No hagan ustedes caso de mi mujer, que está un poco tocada, y transige, transige con el mal, por aquella falsa teoría de que se puede consentir un mal relativo para evitar un mal absoluto.

-Bueno -prosiguió Eufrasia, sin hacer gran caso del orador-: reneguemos del Parlamentarismo en principio y en postre, pues todo lo que conocemos de él es ruin y corrompido... Se puede demostrar que las Cortes actuales no son más que un Régimen de comedia, porque los procuradores de los pueblos o distritos no los representan más que en el nombre; todos salen elegidos por obra y gracia del Gobierno, que primero los trae y luego los paga... Señores, no hay que ofenderse... Cuando quieran se saca la cuenta parlamentaria, y se demuestra que de los trescientos y tantos señores que dicen sí y no, los más son funcionarios, y por tanto cobran... Todo es engañifa... No hay farsa más repugnante que esta de las Cámaras...

-¡Señora, por Dios...!

-¡Señora... por decirlo usted, puede pasar... Pero...

-¡Señora...!

-¡Si nadie tiene por qué ofenderse! ¡Oído! -exclamó D. Saturno, echándose mano al bolsillo de la levita-. Soy el litigante monomaníaco, y digo como él: «¿Hablaba usted de mi pleito? Aquí traigo los papeles». Yo, señores, soy un hombre muy práctico, y de mucha paciencia. Soy un hombre, señores, que cuando digo una cosa la pruebo, y... aquí traigo los papeles. Llevo ya algunos meses recogiendo datos, y formando mi estadística... Voy siempre prevenido, señores. Papel canta. Contra la realidad, contra los números, no hay aquello de tal y qué sé yo... Esto es indiscutible... Si el Sr. D. Juan me lo permite, y estos caballeros me honran con su atención, les leeré mi cuadro sinóptico».

Sacó un doblado papelote, y mientras con solemne pausa lo desplegaba, su mujer dijo: «No es necesario leerlo. Hartos están de saber los señores del margen, que si se exceptúan tres o cuatro próceres, como Berwick, Bedmar y Vistahermosa, media docena de propietarios ricos, y otra media de fabricantes, los cuales, entre paréntesis, vienen al Congreso engañados y para dar a la reunión algún viso de independencia; exceptuando esos poquitos, todos, todos cobran sueldo en una forma o en otra.

-Señora, yo no sé lo que es un sueldo -dijo respetuoso el Villano de Illescas.

-¡Sr. Martín, feliz garbanzo que no figura en esta olla!

-¿Y yo, señora? -preguntó risueño Rodríguez Leal, rico hacendado de Badajoz.

-Tampoco usted cobra... directamente; pero se le da su partija... no se ofenda... en empleítos para repartir en casa. Que levante el dedo el independiente que no lleva tras de sí una cáfila de primos, sobrinos o cuñados, que piden y toman destino.

-Señora, ¿pero se ha de hilar tan delgado que...?

-Saturno -prosiguió la dama-, para que se convenzan de que el Congreso no es más que una legión asalariada, léeles tu estadística.

-Que la lea, que la lea».

Y D. Juan Bravo Murillo se volvió para mí, que a su lado estaba, diciéndome risueño: «¿Para qué endilgarnos el mamotreto? Peor es meneallo.

-En el trabajo que ha hecho mi marido con escrupuloso esmero y paciencia, se ve lo que todos cobran, y también... aunque sea mala comparación... el plato donde comen».

Breve silencio. Entra pomposo y risueño en la sala D. Nicolás Hurtado, diputado por Zafra, el cual, después de saludar al señor Ministro, se encara con Eufrasia y le dice graciosamente: «Amiga mía, ya está usted con la cantinela de si comemos o no comemos... Deje usted vivir a todo el mundo, criatura, que estando bien comidos, mejor podremos admirar y festejar a usted...

-Gracias, D. Nicolás... Siéntese a mi lado, y vote conmigo.

-Sí lo haré. Ya sabe usted que no cobro.

-Así consta en el decreto de su nombramiento... No podía ser de otro modo para poder estar sujeto a reelección... Pero en nuestro delicioso país para todo tenemos trampa; y así, por bajo cuerda, mediante un solapado artificio, percibe usted...

-Veinticuatro mil reales como Oficial Primero en la Sección de lo Contencioso del Ministerio de Hacienda -dijo D. Saturno impávido-. Y no hay que asustarse, Nicolás, que aquí no nos ponemos colorados por estas cosas.

-Explicaré a ustedes...» rezongó el señor Hurtado, llevándose la mano a las gafas.

Por lo bajo le dijo la moruna no sé qué conceptos afables y donosos, que le redujeron a prudente mutismo, y siguió lo que podremos llamar información alimenticio-parlamentaria. El ingenuo Compani, l'enfant terrible del Congreso, afirmó que por sí no cobraba; pero que entre parentela y amigos tiene como unos treinta chupones sobre su conciencia, sin que por esto abomine del Parlamentarismo, porque la vida moderna requiere un nutrido presupuesto para dar de comer a los que carecen de bienes de fortuna, y no son hábiles para ninguna industria, ni aun siquiera para la de pescadores de caña.

«Allá voy, allá voy -dijo D. Saturno impaciente-. En mi Cuadro Sinóptico figuran veintinueve sanguijuelas parlamentarias que chupan por Gobernación.

-Hombre, me parecen muchos para un solo Ministerio -observó Carriquiri.

-Papeles hablan, y numeritos cantan -dijo Socobio-. Y si hay un guapo que se atreva a rectificarme lo que tengo escrito, aquí le espero... Adelante. Por Gracia y Justicia cobran treinta y dos padres de la patria, comprendidos jueces, oidores y empleados del Ministerio.

-No puede ser.

-Se le ha ido a usted la mano en la estadística, amigo D. Saturno.

-Pues yo aseguro que los de Gobernación me parecen pocos -afirmó la moruna-. ¿A que me pongo yo a contar y saco más?

-¡No por Dios!

-Verán... el Sr. D. Ricardo de Federico, treinta mil reales; el Sr. Fernández Espino, treinta mil; cincuenta mil el Sr. Gaya, director de la Gaceta; el Sr. D. José Juan Navarro, cuarenta mil; el Sr. Ruiz Cermeño, cuarenta...

-Basta.

-Collantes, cincuenta mil; D. Joaquín Cezar, cuarenta; Álvaro, Anduaga... Bueno, señores: me callo. Saturno, échanos los de Gracia y Justicia.

-Bastará decir que son treinta y dos.

-Se te ha olvidado agregar a D. Manuel Ortiz de Zúñiga, que ahora se nutre... por la Comisión de Códigos.

-No se olvida nada. Ahora van los de Hacienda, que son ¡ay! veinticuatro, y con cada sueldazo que da miedo.

-Pero en esa lista estarán comprendidos los ex-ministros que disfrutan su cesantía -indicó el Sr. Campoi.

-No están incluidos -replicó Socobio-. Esos componen otra serie de comilones. Constan también aquí los ex-ministros que no perciben cesantía, rara avis, los señores Mendizábal, Cantero...

-Ya que estoy en el uso de la palabra -dijo el ex-carlista Campoi-, protesto de que se me haya metido entre los que manducan en Gobernación. Yo no cobro más que en el concepto de Jefe político cesante de Granada, a donde fui sacrificando mi salud, sacrificando mi tranquilidad, y sacrificando mis ideas. Si no tuviera que contender con una bella y distinguida señora, yo sostendría... Pero vale más que renuncie a la palabra y... He dicho.

-Sigamos. Adelante, D. Saturnino.

-En Instrucción Pública tenemos quince; en Guerra, veintidós; en Marina, ocho; en el Consejo Real... tantos como Consejeros... Señores, esto da grima. ¿Qué Parlamento es este, ni qué Representación Nacional, ni qué niño muerto? Pues vean más: Empleados en Palacio, seis; en Estado, nueve».

Nocedal, Carriquiri, Negrete y el mismo D. Juan sonreían entre burlones y melancólicos, como si juntamente vieran la extensión del mal y la imposibilidad de remediarlo. Las damas extremeñas, del antiguo tipo de señoras, calladitas y vergonzosas, no hacían más que sonreír, abanicarse con pausado ritmo, y apoyar las exclamaciones de los más próximos con algún término de su cortísimo vocabulario social, con un ¡enteramente!... ¡qué cosa!.. ¡es muy extraño!... Si antes admiraron y repararon el atavío de la bella manchega, cuando la oyeron despotricar con tan picante y hombruno desenfado, no volvían de su asombro, y la diputaban mujer de poco seso, contaminada de la chocarrería francesa.

Antes se trocarían en caudalosos ríos los viajes de Madrid, inundando las calles de la Villa y Corte; trocáranse los aguadores en marineros y los coches en góndolas; antes el calor africano que sentíamos, en celliscas y hielos de Diciembre se convirtiera, que renunciar D. Saturno a la cumplida explanación de sus estadísticas ante cada uno de los grupos en particular, y luego persona por persona, mostrando las notas y comprobantes que sobre sí llevaba, y deteniéndose a convencer con mayor esfuerzo de razones a D. Juan Bravo Murillo, que oía, suspiraba, y moviendo la pesada cabeza decía que había que verlo, que una cosa es predicar y otra dar trigo... Opinaba lo mismo Emparán, fiel eco del eximio letrado y político, y detrás repetía lo propio el coro de Carriquiri, Campoi, Negrete y otros. Torreorgaz pretendía convencer a D. Nicolás Hurtado de que si cuajara su salvador proyecto de incompatibilidad absoluta, el Parlamento sería lo que debe ser, y D. Nicolás Hurtado fruncía el entrecejo, acabando por afirmar que con Parlamento libre iríamos a la Convención, sí señor... ¡y a los horrores del 93! El ingenuo Compani, a quien nadie hacía caso, explicaba a las señoras su plan de reglamentación de la empleomanía, y Nocedal, siempre ferviente devoto de las mujeres graciosas y bonitas, se fue derecho a Eufrasia diciendo que a Saturno se le había olvidado la estadística más interesante, la de los diputados maridos, la de los viudos con enredo, o solteros en estado de merecer. Al lado de cada cifra de sueldo debe ponerse: «¿Quién es ella?

-Cándido -replicó la moruna-, no tome usted a risa nuestro Cuadro Sinóptico, que es un monumento de sinceridad. Hay que decir las cosas claras, para que pueblo y reyes y hombres públicos abran los ojos y vean. Y no me diga usted que algunos pocos, muchos si se quiere, no figuran en nómina. Esos que parecen estar curados de empleomanía, padecen de otro mal mayor, lo que llama Sánchez Toca la empleopesía, o furor de apandar destinos para fomentar la vagancia de provincias enteras. Hable usted de esto a los hidrópicos de credenciales, a los Mones y Pidales y Canga-Argüelles, a D. Fernando Muñoz, a los Collantes, a Sartorius, al mismo D. Juan, a Venavides, con ser puritano, y verá usted que el Régimen es una farsa, un engaña-bobos.

-Crea usted, señora, que yo no defiendo el Régimen, ni lo creo perfecto; pero tal como es, con él hemos de seguir mientras no nos descubran otro mejor. Esos que no llamaré lunares, sino verrugas y lamparones que afean el bello rostro del Régimen, son inherentes a toda innovación, y se irán corrigiendo con el tiempo. Como decía D. Juan Nicasio, dentro de unos trescientos años se habrá completado la educación del país, y las espinas de hoy serán entonces rosas y claveles. No todas las cosas del mundo son como la mujer, que en el principio fue bella, y bella y seductora es hoy... como la muestra.

-Gracias, Candidito.

-Pero la mujer es obra de Dios, mientras que el Parlamento es obra de los hombres: por eso es tan imperfecto...

-Pues suprimirlo.

-Mejor será corregirlo. ¿Cuánto mal no se ha dicho de las mujeres? Y buenas o malas, tuertas o derechas, sin ellas no podemos vivir. ¿Qué defecto ve usted en el Parlamento? ¿Que en él se habla demasiado?

-Eso no es defecto, porque yo... ya ve usted si hablo sin ton ni son, y digo mil disparates... ¿pero eso qué? Yo siempre estoy dentro de la legalidad. Soy quizás demasiado rigorista en mis actos, aunque en la palabra parezca un poquito casquivana.

-Usted no parece más que una belleza superior, y por eso tiene algún derecho a no ser tan rigorista... Así como hay bulas para difuntos, haylas para las mujeres que unen a la belleza el ingenio.

-¿Bula yo? No la quiero ni me hace falta. La bula es dispensa de algo, y yo, cumpliendo, como cumplo, mis deberes, no necesito...

-Quiero decir... ¿No sabe usted que el justo peca siete veces?

-Yo ni siete ni ninguna, Cándido; y por justa me tengo».