XXII

16 de Julio.- Decididamente nos vamos a la Granja. Habría yo preferido pasar en Atienza los rigores del verano, por disfrutar de mayor sosiego y dar a mi madre el gustazo de tenernos en su compañía. Estos eran también los deseos y planes de María Ignacia; pero el unánime voto de todo el señorío Emparánico en favor del Real Sitio de San Ildefonso se impone a nuestra voluntad. Punto final en las discusiones, y comienzo de los fastidiosos preparativos... Mi mujer, o ignora en absoluto mi devaneo con Eufrasia, o lo considera superficial y sin importancia, aplicando al caso una filosofía suya, soberana, elevadísima, que en rigor no puede admitirse más que estableciendo ley conyugal distinta para cada sexo... Cuido de rodear mi falta de cuantas precauciones pueden preservarla del conocimiento y aun de la sospecha de esta familia; pero creo difícil mantener la ignorancia más allá de los temporales límites que encierran todo humano artificio.

Deseaba yo una ocasión de ver a Eufrasia antes de su partida, y hablarle de estos temores, apelando a su buen discernimiento para que, mientras dure la jornada en el Real Sitio, encerremos en mayor tapujo nuestras intimidades, o las encubramos con la soberana hipocresía de suspenderlas efectivamente. De fijo accederá, porque, como gran maestra de la vida, es cautelosa, ve y entiende toda realidad, y en sus programas, según me ha dicho mil veces, figura en primer término la conservación de mi prestigio y buena fama en la familia. La ocasión que yo buscaba se me ha presentado esta tarde. Habiendo ido con mi señor suegro a visitar a Bravo Murillo (para consultarle un pleito Emparánico entablado en el Consejo Real), tuve el gusto de toparme allí con Don Saturno del Socobio y su morisca esposa, que se despedían del extremeño, con quien están todos los Socobios del mundo en buena amistad social y jurídica.

Pero antes de que yo refiera esta visita y las entretenidas pláticas que en casa del insigne letrado y ministro tuvimos, oblígame el orden del relato a contar alguna meditación mía muy interesante; que las meditaciones, y aun los volubles escarceos de la mente, son materia o documentación utilísima de la historia de un hombre, más o menos sincero confesor de sí mismo. Es, pues, el caso que al despertar esta tarde de la siestecilla con que suelo pagar mi tributo a los ardores veraniegos, sentí en mi alma un bienestar hondo, cual si de ella, con la virtud de aquel descanso, se desprendiera un formidable peso que la oprimía. Sentíame no ya aliviado, sino totalmente restablecido de lo que yo llamaba el mal de Lucila, la monomanía, la horrenda pasión de ánimo que encadenó mi pensamiento y todo mi ser a la imagen más soñada que vista de aquella mujer. Y la súbita extinción de mi mal, habíamela traído... ¿A que no lo adivináis? Pues una idea, que al despertar apareció posesionada de mi mente, y encendida dentro de ella como vivísima luz, semejante por su potencia a las que en los faros alumbran el paso de las naves. La idea que me iluminaba, única, despidiendo rayos en mi cerebro, era esta: la enfermedad que yo he padecido no es más que una efusión estética.

«Mujer -dije a la mía, que en el momento de mi despertar se me apareció con el chiquillo en brazos-, ¿no sabes que ahora caigo en que soy un artista sin arte... un hombre que crece, vive y toma puesto en la vida social fuera de su vocación? En mí has de ver un artista inmenso, escultor, pintor, músico tal vez... quiero decir que yo he debido ser ese gran creador de arte, y por no serlo, me pongo malísimo, y hasta parece que se me va el santo al Cielo».

Echose a reír mi digna esposa, y sin dejar de zarandear en sus brazos al crío, me contestó: «¡Pero, bobito, si eso que me dices no es idea tuya!... ¡Si eso te lo dije yo anoche cuando te acostabas! Y te lo repetí no sé si dos o tres veces hasta que te quedaste dormidito. ¿Ya no te acuerdas?

-Sí: algo voy recordando. Me hablaste de eso; pero no dijiste el nombre del mal que tuve. El nombre de lo que padecemos es muy importante, y creo yo que el hecho solo de saber ese nombre nos cura. Esto que padecí se llama efusión estética.

-No me vengas a mí con terminachos. Yo no sé más sino que no te conviene estar ocioso. Tu mamá te conocía bien cuando te recomendaba que escribieras la Historia del Papado, y aun creía la pobre que la estabas escribiendo. Yo soñé noches pasadas que habías hecho una catedral tan magnífica, que las de Toledo y León parecían al lado de la tuya buñuelos de piedra... Y otra noche pensé, esto no fue sueño, que si llegas a dedicarte a la estatuaria, habrías hecho maravillas... De todo entiendes, y sobre cada cosa discurres con tanto tino que se queda una tonta oyéndote... Más de una vez te dije que has sido muy desgraciado, Pepe, porque primero quisieron hacerte clérigo y te mandaron a Roma, donde no te encaminaron por el lado del arte, sino por el de desempolvar bibliotecas; luego viniste aquí, te dieron un empleo; nadie se cuidó de ver para qué servías; te lanzaste al mundo; te hiciste señorito elegante; y por fin, sin que lucharas por la vida, ni por el arte, ni por nada, te viste en buena posición y casado con una fea... ¡Ya lo creo que estarás enfermo, Pepe! Y has de ir de mal en peor como no busques ahora otro rumbo, y te ocupes en algo que sea boca de volcán por donde arrojes todo lo que tienes dentro del alma».

Respondile que cuanto me decía era exactísimo, menos que yo me hubiese casado con una fea, y quien así lo afirmara mentía bellacamente. Varió con rápido giro María Ignacia la conversación, diciéndome que su padre me esperaba ya para ir a la visita del Sr. Bravo Murillo. Vestime de prisa y corriendo; a los veinte minutos ya estábamos en la calle suegro y yerno. Por el camino iba yo pensando en mi enfermedad, la cual, al paso por San Ginés, no me pareció radicalmente curada... ¿Podría creer al menos en una mejoría profunda y franca, precursora del perfecto equilibrio? La idea que al despertar de mi siesta me trajo conciencia luminosa de curación, había sufrido alguna mudanza, como el lento correr de una veleta, y observándola me dije: «No era efusión estética, sino efusión popular». Oyendo las campanudas majaderías que D. Feliciano me echó por el camino, tocantes al Principio de Autoridad y a las medidas que debían adoptarse contra el tremendo virus, me sentí otra vez dañado profundamente, y el síntoma denunciador de mi recaída no era otro que un vivo afán de que reventara mi suegro, o de que un alzamiento de las turbas le hiciese total liquidación de vida y hacienda. En este morboso anhelo mío no entraba para nada la idea de herencia: mi furor revolucionario contra el Sr. de Emparán era esencialmente desinteresado y justiciero...

Adelante. Antes de que yo tuviese el honor de conocer a D. Juan Bravo Murillo, me contó mi suegro que este grave señor se desayuna con media docena de chorizos crudos y medio cuartillo de Valdepeñas. Pensaba yo que quien con tan grosero y bárbaro comistraje se prepara el cuerpo para los trabajos matutinos, no podía ser una inteligencia sutil, de penetrantes destellos. Mas luego, viéndole, oyéndole y tratándole, reconocí en él cualidades de hombre entero, sesudo, tenaz, de viril discernimiento sin fantasía, que me reconciliaron con aquel hábito suyo de la ingestión de chorizos cuando los demás tomamos café o chocolate. La persona de D. Juan no puede ser más extremeña: como político es compacto, duro, consistente; como orador, macizo, aplastante, pesado, de una claridad pasmosa en los asuntos de ley escrita. Al jurisperito le tengo por excelente, al político por uno de los más vulgares, hombre aferrado a ideas viejas, y hecho a las rutinas como a los embutidos de su país. La extremeña virtud de la voluntad le sirve para enranciarse más cada día, y es lástima que tal virtud se aplique a convertir en actos el pensar retrógrado y los sentimientos absolutistas. Menos austero de lo que parece, goza no obstante fama de honrado, y lo es. Ha podido ser millonario, y su fortuna, según dicen, no pasa de moderada, en el sentido general. No escandaliza con su lujo, y su vanidad se reduce a vestir bien: usa levitas de buen paño de Sedán bien cortadas, guantes amarillos, botas de charol, y fuma puros de a cuarta, del mejor habano. En sociedad es afable, muy distante de la zalamería; en la Administración todo lo severo que puede ser aquí un Ministro, tratante en favor y credenciales.

Encontramos la sala de D. Juan llena de gente, y a él recibiendo plácemes por su recobrada salud. Había tenido un ataquillo de grippe, la enfermedad que ahora está de moda, y restablecido ya, sus amigos políticos, sus clientes y una caterva de extremeños acudían a felicitarle. Diputados vi unos doce, y al poco rato, con los que en pos de mí llegaron, la cifra pasó de veinte. Allí estaba Cándido Nocedal, que a mi parecer se pasa de listo, de fácil y seductora palabra, progresista el 40, el 44 moderado de la fracción Puritana, en la cual permanece; allí también Carriquiri, hombre rico y por lo tanto ameno, alegre y de afable trato; allí D. Cristóbal Campoy, auditor de Guerra en el ejército de D. Carlos, hoy moderado de los de peso, que andando se tambalea como un santo que llevan en procesión; allí Don Félix Martín, el diputado labrador, el villano de Illescas, como suelen llamarle, alto, moreno, con gruesos anteojos, y un levitón que debiera ser de paño pardo para que el hombre estuviese más en carácter; allí Don Santiago Negrete, diputado por Llerena, corpulento, cetrino, de voz atronadora; allí los extremeños Ayala y Fernández Daza, este de figura juvenil y semblante risueño; allí, en fin, D. Joaquín Compani, el ingenuo del Congreso, o hablando en francés, l'enfant terrible, porque las verdades se le salen de la boca sin que pueda la discreción contenerlas, hombre de una franqueza sublime, orador altísono y de voz cavernosa, que se ha hecho célebre por haber soltado la bomba de que sólo hay en España dos elementos de gobierno: el cansancio de los pueblos y la empleomanía. Naturalmente, tal afirmación fue terror y escándalo de los que viven dentro de la ficción y el convencionalismo; pero no se arredró el ingenuo, y sin pararse en pelillos hizo brava defensa de la empleomanía, y sostuvo que es un hecho contra el cual nada pueden los declamadores, porque escaseando en España los medios de vivir, hay que reconocer a los españoles el derecho al presupuesto.

Ofrecidos mis respetos a D. Juan, dejéle con D. Feliciano hablando del asunto contencioso, y pasé a saludar a mis amigos de la Cámara. Entró en seguida D. Joaquín Rodríguez Leal, diputado extremeño, independiente, progresista, amigo particular de Bravo Murillo, y tras él el Marqués de Torreorgaz, menguadito de talla, de buen humor, contento de la vida, como hombre adinerado. Este representante del país no deja transcurrir ninguna legislatura sin presentar y apoyar una proposición de ley declarando la absoluta incompatibilidad del cargo de diputado en los empleos, honores y obvenciones. ¡Qué si quieres! Es un soñador, el hombre de lo imposible, y D. Juan Bravo Murillo, según cuentan, ha sudado más de una vez la gota gorda contestando a tales utopías. Son amigos y paisanos, y no riñen más que en el Congreso. Llegaron luego otros extremeños desconocidos, dos de ellos con sus respectivas señoras, de la tierra de Hernán Cortés y Pizarro, y por fin hizo triunfal entrada el matrimonio Socobio, D. Saturno risueño, claudicante, envejecido; Eufrasia elegantísima, dominando desde el primer instante con su desenvoltura graciosa toda la reunión. No fueron pocas las alabanzas que D. Juan le tributó por su hermosura, y los piropos con que le rindió pleitesía como dueño de la casa y admirador respetuoso del bello sexo. Las extremeñas damas allí presentes, que aún vestían por la última moda de Badajoz, o por las retrasadas de Madrid, no quitaban los ojos de la vestimenta y accesorios de la manchega, reparando todo lo que llevaba.

Iniciamos la conversación por el tema fácil de los insufribles calores y de lo bien que sienta un viajecito a la Granja en esta canicular estación, y D. Juan saca uno de sus tópicos predilectos, que es traer aguas a Madrid. Asegura que el abastecernos de tan precioso elemento de vida se impone, cueste lo que costare, para que la capital de las Españas no sea un pueblo sediento y sucio. A renglón seguido se entabla una interesante porfía sobre la calidad de los cuatro viajes que surten esta capital, y se marcan bandos o partidos, pues si el uno defiende el sabor del Bajo Abroñigal o la Castellana, no falta quien pondere la delgadez del Abroñigal Alto y la Alcubilla. D. Juan, que ha estudiado detenidamente el asunto, nos dice que Madrid se despoblará si continúa bebiendo por la primitiva medición de reales, que se dividen en cuartillos y estos en pajas. La pobreza de aguas de la Corte se evidencia con sólo decir que corren en ella, cuando corren, treinta y tres fuentes, en las cuales hay ochocientos y pico de aguadores que distribuyen en todo el vecindario trescientos treinta y siete reales de líquido potable. Pero D. Juan presentará a las Cortes un proyecto de ley para traer acá el Lozoya, sacándolo enterito de su lecho y derramándolo por nuestras calles, plazas, paseos y jardines. Oyeron esto los presentes como un cuento de hadas. La pintura que hizo Bravo Murillo de los espléndidos chorros de agua que su proyecto realizado habría de verter sobre Madrid, cautivó de tal modo al auditorio, que no sólo se nos refrescaban las imaginaciones, sino también los cuerpos.