XXIV

Desfilaban los visitantes; mas D. Saturno embistió al Ministro y a mi suegro con su salmodia de moscardón, sin darles respiro, de lo que me alegré mucho, porque así pudimos tener Eufrasia y yo algunos apartes, y comunicarnos las respectivas instrucciones y consignas. Muy contenta de que fuese yo a la Granja con mi familia, me dijo: «Allí no hay que pensar en tonterías. Virtud a todo trance, y edificación completa. Déjalo de mi cuidado, y verás que bien me arreglo para que tú en tu terreno y yo en el mío edifiquemos con nuestra conducta intachable. Ya nos veremos allá, en el teatro, en los jardines, y hablaremos... pero poquito y con la mayor cautela. Hasta la Granja, Pepe... ¡Ay! ¿no ves? Mi Saturno se ceba en el pobre D. Juan y en D. Feliciano». En efecto: miré con disimulo las caras de las víctimas, y vi que a D. Juan lo había volteado ya dos veces, recogiéndolo para despedirlo de nuevo. Rogué a mi amiga que echase un capote, y así lo hizo, librando de la cogida feroz a tan respetables señores. Poco después de esto, marido y mujer salieron, y quedándonos solos con D. Juan mi suegro y yo, escuchamos las observaciones que el extremeño nos hizo acerca de la cosa pública. No ve claro... El verano, políticamente hablando, viene cargado de nubarrones. Los grupos disidentes de Venavides, González Brabo, Ríos Rosas, ayudados de Gonzalo Morón y Bermúdez de Castro, dan mucha guerra. La mayoría va sacando los pies de las alforjas, y no hay ya destinos con que amansarla y sostener en ella esa satisfacción interior que es el nervio y alma de todo ejército... Las actuales Cortes envejecen ya, y están minadas por las malas pasiones. Hay que traer nuevas Cortes el año próximo... ¿Pero quién puede hacer cálculos para un año más, en este país de lo imprevisto? Teme que las tempestades que se anunciaron no ha mucho estallen ogaño... Los revolucionarios no desmayan; la sociedad, apenas curada de una fiebre, se inficiona de otra... Y esto ¿qué es? Es, a su juicio, que el pueblo español no quiere curarse de su principal defecto, la exageración.

Oyendo esto, mi suegro echaba lumbre por los ojos, señal de la conformidad de sus ideas con las que expresaba D. Juan. El cual, vanaglorioso como si acabara de descubrir un mundo, continuó así: «Sí, amigos míos, la exageración es lo que nos pierde a los españoles. Aquí el religioso cree que no lo es si no le damos la Inquisición, y el filósofo no ha de parar hasta la impiedad y el descreimiento; el militar quiere guerras para su medro personal, y el civil revoluciones para desarmar al ejército; el negociante no está contento si no alcanza ganancias locas por la usura y el monopolio; el hombre público no piensa más que en acaparar toda la influencia, dejando a los contrarios en seco. En todo la exageración, el fanatismo... Si Dios quisiera hacer de España un gran pueblo, nos haría lo que no somos, sensatos... Pero búsquenme en esta Nación la sensatez. ¿Dónde está? En ninguna parte. No veo sensatez en los partidos; no la veo en la Prensa; no hay sensatez en el Gobierno... no hay sensatez, digámoslo aquí en confianza, ni en la Familia Real... ¿Y cómo le decimos al pueblo bajo que sea sensato si los que andamos por las alturas no lo somos?... En fin, amigos míos, buenas tardes... Es un poco insensato tanto charlar... Ya saben que me tienen siempre a sus órdenes».

En la calle, oyendo repetir a Emparán la muletilla de la sensatez, con hipérboles harto empalagosas, me sentí repentinamente recaído en mi demagógica dolencia, y se me representó como el más gustoso espectáculo la ejecución de mi suegro, en garrote vil, haciendo artístico juego con D. Juan, en dos lados del mismo patíbulo, y ambos echando un palmo de lengua con muchísima sensatez... En casa, el mal me acometió con mayor furia, y del exterminio general no exceptuaba yo más que a mi cara esposa y a mi hijo. Como no quería salir de Madrid sin despedirme de Narváez, a quien debo tantas atenciones, me fui a la Presidencia: no estaba. Dejé recado a Bodega; volví más de una vez, y al fin, a media noche, antes de retirarme al descanso, el General me hizo la distinción de recibirme a mí solo, entre tantos postulantes de audiencia, y tuve el gusto de platicar con él, viéndole en zapatillas, sin peluca, con holgado traje de nankín.

«Yo también iré a la Granja -me dijo-, pero lo menos posible... Allí no va uno más que a ver cosas desagradables... Hay que decir a todo amén, repudriéndose uno por dentro. Esta vida de Gobierno es muy perra. Aquí el gobernante está siempre vendido, porque cuando no hay revoluciones hay intrigas, y estas salen de donde menos debieran salir; cuando no le atacan a uno de frente o por el costado, le minan el terreno...». Aquí se detuvo, creyendo sin duda que había dicho demasiado. Pareciome que se esforzaba en desechar tristezas, y que buscaba temas susceptibles de charla jovial. De pronto me sorprendió con esta familiar salida: «Bien, pollo, bien. ¿Sabe usted que ahora me dan ganas de volver a llamarle pollo?... No sé si es porque le veo más joven, o me siento yo más viejo... Antes que se me olvide: lo que me dijo usted hace días se ha confirmado plenamente. Ya no conspiran en casa de Emparán, ni tampoco en las de Socobio. Toda esa gente arrimada a la cola es muy cuca: no quiere comprometerse. ¿Sabe usted dónde se reúnen ahora los zorros? En la Escuela Pía de San Antón. Creen que cuando toquen a escurrir el bulto los salvará el lugar sagrado. No me conocen. La suerte de ellos es que ya no les hago caso. Sí, hijo: me les he metido en el bolsillo. Nada temo por ese lado. En Aranjuez hablé con Su Majestad... Ella, naturalmente, me dio la razón, y con la razón la seguridad de que no tendremos un disgusto. La Reina es un ángel; pero... no está averiguado que los ángeles sirvan para ceñir la corona en una Monarquía constitucional... Pero en fin, es buena, y como ella pueda hacer el bien, crea usted que lo hace... No falta sino que pueda hacerlo, que la dejen... que no se atraviese alguna influencia mala... y vaya usted a responder de que no habrá malas influencias en ese maldito Palacio donde entra y sale todo el que quiere... En fin, de esto no puedo decirle a usted más».

Charlamos un poco de política, expresé mi recelo de que no pudiera gobernar más tiempo con las actuales Cortes, y él, expansivo y desdeñoso, me contestó que con estas y con otras es muy difícil el gobierno... Le informé de la Estadística de D. Saturno, y no le pareció mal; que las verdades suelen decirlas los niños y los tontos. De lo que hablamos deduje su desprecio del Parlamento, mecanismo que hacía funcionar sin conocer bien su objeto, pues los que lo pusieron en sus manos no le habían demostrado para qué servía, y los que hoy le ayudan a moverlo no están de ello muy bien enterados. ¡El Parlamento! Funcionando por sí, no permitiría gobernar; funcionando a fuerza de mercedes, no sirve para nada. Tal como tenemos hoy el Régimen, no es otra cosa que el absolutismo adornado de guirindolas liberales... Así lo manifesté al General, correspondiendo a la franqueza que me daba y pedía; y él, después de una pausa en que su mente parecía perderse en penosas vacilaciones, me dijo: «Yo quiero poner muy alto el Principio de autoridad, porque sin eso, ya usted lo ve, no hay país posible; pero al propio tiempo quiero ser liberal, muy liberal, más liberal que nadie».

Iba yo a contestarle, viendo clara una gallardísima respuesta; pero a las primeras palabras se me fue el santo al cielo; se evaporaron mis ideas y me llené de confusión. Yo no sabía cómo puede un gobernante ser liberal, muy liberal; yo ignoraba lo que es Libertad... «¿Pero qué es Libertad, mi General? -le pregunté por disimular mi turbación. Y él me respondió: «Pues Libertad... Ello es, es... Yo lo siento, pero la definición no me sale, no doy con ella. Dígame usted ahora qué entiende por Principio de autoridad»... «¡Ah! -repliqué yo más confuso a cada instante-. Principio de autoridad es pura y simplemente el aforismo de quien manda manda... Ahora el porqué del mando, el origen de la autoridad, yo no lo veo claro. Usted recibe la facultad de mandarnos a todos; la Reina, que hoy le da a usted el bastón, ya sea garrote o junquillo, mañana se lo quita. ¿Por qué?... ¿Porque el Espíritu Santo inspira a los Reyes? No: no creamos eso. ¿Es la Soberana la suma sabiduría, como dicen los Mensajes a la Corona? No. A Su Majestad no la inspira el Espíritu Santo, sino la opinión, que puede equivocarse. Y esa opinión ¿cómo llega a Su Majestad? Puede llegar por boca de leales consejeros; pero puede llegar, y llega también, por boca de una monja histérica, o de un fraile, o de un criado de Palacio. En fin, que la autoridad viene... del aire, como la salud y las enfermedades, y usted es un continuo enfermo que está esperando siempre que un soplo lo mate o que otro lo resucite.

-Pollo, no se guasee usted conmigo -me dijo Narváez nada colérico, antes bien inclinado a las bromas-. Quedamos en que usted sabe menos que yo del Principio de autoridad, y de quien lo trae y lo lleva. Bueno: explíqueme ahora en qué consiste la Libertad... porque yo soy liberal, quiero serlo.

-Quiere serlo... adora la Libertad. Yo también amo algo que no poseo... que ni siquiera sé dónde está. Precisamente eso nos distingue de los tontos a usted y a mí, General: que amamos lo que no entendemos.

-Con muchísimo salero se está burlando de mí este ángel. Y digo que se burla, porque... me habían asegurado que tiene usted mucho talento; que desde su más tierna infancia no hizo más que tragar libros y librotes, y que en Roma todas las bibliotecas eran pocas para usted. Eso me habían dicho y lo creí; pero ahora, a los que me trajeron la copla del niño Beramendi, o Fajardo, tengo que decirles que me devuelvan el dinero... porque resulta que usted sabe de estas cosas lo mismo que yo, total, nada; que en usted, como en mí, todo es un sentimiento, un deseo, una soñación y nada más. ¿Bastará con eso? Porque, oiga pollo, aquí en confianza: yo he sondeado a Sartorius, a Bravo Murillo, a todas las eminencias del moderantismo, para que me expliquen bien esto de la Libertad y de la Autoridad y del Régimen, y la verdad, camará, no me han sacado de mis dudas. Dígame: en estas cosas ¿habrá que decir lo de aquel sabio: sólo sé que no sé nada?

-Sí, mi General, al menos por lo que a mí toca. Cierto que yo almacené infinidad de textos en mi caletre; pero aunque algo conservo de aquel fárrago, no me sirve para responder a su pregunta. El punto que me consulta es de acción, y yo en cosas de acción estoy poco fuerte. Todos los problemas de la vida me los han dado resueltos. Hablando en plata, soy un hombre de inspiración que no tiene arte en que ejercitarla. Usted me lleva a mí gran ventaja, porque tiene inspiración y arte, el arte de Gobierno.

-Y según eso, yo debo dejarme llevar de la inspiración, o hablando en oro, hacer mi santa voluntad.

-La santa voluntad de un hombre de gran entendimiento, como el que me escucha, no puede ser otra que salvar al país de un cataclismo... Si me lo permite, General, me atreveré a preguntarle...

-Atrévase: ya ve que soy muy llano. Me ha cogido en la hora del pavo.

-¿Cree usted, como Bravo Murillo, que esto se va poniendo mal, que por debilidades de todos, la política ¿cómo diré...? fundamental, lleva una dirección torcida?

-Sí señor, así lo creo.

-Y esta dirección torcida de la política fundamental ¿quién puede enmendarla, estableciendo la dirección derecha?

-Sólo hay en España un hombre capaz de hacer eso.

-¿Quién es? ¿se puede saber?

-O ese hombre no existe, o es Narváez.

-Pues conociendo usted, mi General, mejor que nadie, la torcedura de que hablo, ¡ánimo y a ello!».

Se levantó como por un resorte, y se lanzó a dar paseos por la estancia marcando enérgicamente el paso militar. Luego se paró ante mí, y tomando la actitud de gallo insolente, provocativo, de indómito coraje, me dijo: «¡Carape, Pepito, que me está usted buscando el genio! ¿Se atreve a dudar que puedo...?

-¡A ello, mi General!

-¿Va usted pronto a la Granja?

-Mañana, si no me manda otra cosa.

-¿Conoce usted de cerca la Corte? ¿No? Pues es preciso que la conozca -dijo reanudando el paseo casi a paso de carga-. Dígame, niño del mérito: ¿no le convendría ser Gentilhombre de Su Majestad?

-Soy harto subversivo para servir en Palacio.

-Vamos, como yo. Tampoco serviría en la Corte por nada de este mundo. Primero sería sereno del barrio, salvaguardia, rebuscador de colillas. Veo que somos igualmente demagogos, o demócratas, hablando en oro con diamantes... Oiga usted, joven (nueva parada brusca ante mí con tiesura de gallo): yo haré que le presenten a la Reina... ¡Verá usted qué agradable, qué simpática!... ¡Oh, si con un gran corazón se gobernara...!

-Accedo a la presentación... Y al Rey ¿por qué no? Deseo conocerle.

-Muy agradable también... a primera vista, muy inteligente... Le cautivará a usted. Pero... ya sabe que ese buen señor y yo andamos algo esquinados. Por hoy, no puedo decirle a usted más... Pues bien: conocerá usted la Corte de cerca, la verá por dentro y por debajo, y cuando haya leído ese libro al derecho y al revés, convendrá conmigo en que dentro de lo humano no hay nada más difícil que...

-¿Que qué?

-Basta. Pasemos a otro asunto -dijo con rápido giro del pensamiento, volviendo a sentarse junto a mí-. Ahora me contestará el simpático Beramendi a una pregunta un poquito escabrosa... Ya comprenderá que este cura no se asusta de nada.

-Ni yo.

-Lo que hablemos no sale de aquí.

Reiterada mi disposición a la confianza, me interrogó respecto a Eufrasia. ¿Insistía yo en negar mis amorosas relaciones con ella? ¿Desde mi última negativa no había ocurrido novedades que...? No le dejé concluir. A un hombre que con tanta llaneza me trataba, no podía yo negarle la verdad. Apenas se la di, me permití agregar: «General, aprovecho este momento de espontaneidad para pedir a usted un favor, una merced... No es para mí...

-Ya la adivino: me pide usted el título de Castilla para esa ave fría de Socobio. Bueno, pollo. Yo hablaré con la Reina y con Arrazola, y cuando volvamos a Madrid se hará... La razón de haber detenido ese asunto es que... vamos; bastaba que fuera recomendación de D. Francisco para que yo le diera carpetazo. Pero ahora, hijo mío, mediando usted... las cosas varían...

-En este caso, señor Duque, más que en otro alguno, le conviene a usted ser generoso.

-Y ya que hablamos de ese diablo de mujer -me dijo sonriendo con picardía-, de confianza en confianza llegaré hasta preguntarle a usted si es celoso.

-No, mi General; no tengo ese defecto.

-Vamos, que es usted de una pasta angelical. Tendrá usted otro enredo que le interese más. Bien, pollo. El mundo es de los pollos.

-¿Y por qué me hace usted, mi General, esa pregunta de los celos? ¿Puedo saberlo?».

Bien porque de improviso terminase la hora del pavo, bien porque calculadamente quisiera mostrarme el lado áspero de su carácter, ello es que le vi cambiar de fisonomía y de tono. El bueno y jovial amigo se retiraba dejando el puesto al hombre autoritario y de inseguro genio. «Camará -me dijo acudiendo a coger despachos y cartas que le traía Bodega-, no tarde usted en irse a la Granja... Es la una... Descansar... Le conviene conocer de cerca la Corte... Será usted presentado a la Reina... Vaya, con Dios».