Motivos de Proteo: 094


XCIII - Viajeros que, a su vuelta, magnetizan una sociedad. Contrarias formas de esta influencia.

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Para los superiores elementos de la sociedad, a quienes está cometido modelarla por lo que proponen a la imitación y la costumbre, debieran ser en todas partes los viajes una institución, un ejercicio de calidad, como el que, en pasados tiempos, cifraba en la pericia de las armas el brillo y honor de la nobleza. Allí donde el hábito educador de los viajes falte a los que prevalecen y dominan, y dan la ley de la opinión y del gusto, todas las aplicaciones de la actividad social se resentirán, en algún modo, de esa sedentaria condición de los mejores o preponderantes.

En el desenvolvimiento del espíritu, en el progreso de las leyes, en la transformación de las costumbres, un viaje de un hombre superior es, a menudo, el Término que separa dos épocas, el reloj que suena una grande hora. Vuelve el viajero trayendo fija en el alma una sugestión que irradia de él y se propaga hasta abarcar, en su red magnética, toda una sociedad. El viaje de Voltaire a Inglaterra es hecho en que se cifra la comunicación de las doctrinas de libertad al espíritu francés, donde ellas debían engrandecerse y transfigurarse para asumir la forma humanitaria y generosa de la inmortal Revolución; como, más tarde, el viaje de Madame de Staël a Alemania indica el punto en que comienza el cambio de ideas que llegó a su plenitud con la renovación literaria, filosófica y política de 1830. Del soplo de los vientos de Italia al oído de Garcilaso, vino, o adquirió definitiva forma, el nuevo estilo de rimar, que dio su instrumento adecuado y magnífico a la gran literatura española; como, pasados los siglos, el duque de Rivas había de traer, de sus viajes de proscripto el primer rayo de la aurora literaria que devolvió a la fantasía de su pueblo alguna parte de su fuerza y originalidad: viajes, éstos del autor de Don Álvaro, como paralelos y concordes con los que Almeida Garret realizaba al propio tiempo, y también aventado por la discordia civil, para infundir, a su vuelta, en el espíritu patrio, el mismo oportuno fermento del romanticismo. Los legendarios viajes de Miranda, héroe al lado de Washington y héroe al lado de Dumouriez; y el viaje de Bolívar por la Europa inflamada en la gloria de las campañas napoleónicas, son los resquicios que dan paso, en la clausura colonial de América, a las auras presagiosas de la libertad.

Estos viajes históricos obran generalmente por la virtud de la admiración y el entusiasmo de que el ánimo del viajero viene poseído; pero no falta la ocasión en que la eficacia de un viaje glorioso consiste, por el contrario, en la influencia negativa de la decepción y el desengaño. Si el caso es el primero, la nueva realidad conocida queda en la mente como un original, como una norma, a la que luego se procura adaptar la vieja realidad a cuyo seno se vuelve. En el segundo caso, las cosas con que se traba conocimiento defraudan y desvanecen el anticipado concepto que de ellas se tenía, o ponen a la vista del viajero males que él no sospechaba; y entonces el modelo que el viajero trae de retorno obtiénelo por negación y oposición. Ejemplos típicos de estas opuestas formas de la influencia de los viajes, son, respectivamente, el de Pedro el Grande a los países de Occidente, y el de Lutero a la corte de Roma. Sugestionado Pedro por los prestigios de la civilización occidental, vuelve a su imperio concentrando toda el alma en el pensamiento de rehacer esta bárbara arcilla según el modelo que lo obsede; y pone mano a la obra, con su feliz brutalidad de Hércules civilizador. Espantado Lutero de las abominaciones de la Roma pontificia, adonde ha ido sin ánimo aún de rebelión, compara esa baja realidad con la idea sublime que ella invoca y usurpa; siente despertarse dentro de sí la indignación del burlado, la consternación del cómplice sacrílego, y arde desde ese instante en el anhelo de oponer a aquella impura Babilonia la divina Jerusalén de sus sueños.