Motivos de Proteo: 093

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XCII - Los viajeros del Renacimiento. El caminante: Paracelso. El viajero de vocación es siempre el caminante.

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¡Al norte! ¡al sur! ¡al oriente! ¡al occidente! Son las naves que parten; son las naves de la antigua hechura: los galeones y las carabelas, tras cuyo suelto velamen sigue un dios de inflados carrillos; son las gloriosas naves del Renacimiento, que parten a redondear la forma del mundo... Y cuando los redivivos argonautas que van en ellas vuelven de sus Cólquidas, no traen sólo magnificada idea de la tierra y milagrosa riqueza material: traen consigo, también, un alma nueva, una nueva concepción de la vida, una nueva especie de hombres, que se propaga por emulación y simpatía, y que consiste, en cuanto a la inteligencia, en el sentido de la observación y la malicia de la duda; en cuanto al sentimiento, en la alegría de vivir y el amor de la libertad, que han de volver estrecho el recinto del claustro; y en cuanto a la voluntad, en el ánimo de las heroicas empresas y la ambición de gloria y fortuna, que alza del polvo la frente en penitencia y empuja hacia adelante la cavidad del pecho hundido entre los hombros bajo la humilde cota del sayal.

Pero no es en estos épicos viajeros en quienes me propongo figurar la influencia de los viajes sobre el desenvolvimiento del espíritu. Yo quiero figurarla más bien en otra suerte, menos extraordinaria y gigantesca, de almas nómadas, que, por el mismo tiempo, y ya desde otros siglos, aparece encarnada, para la posteridad, en nombres famosos. Aludo al caminante, al que viajaba por sus pies: obrero que, para completar su aprendizaje, o curioso que, para dar vado a su pasión, medía a lentos pasos comarcas y naciones enteras; de burgo en burgo, de castillo en castillo; viviendo del trabajo de sus manos o de la misericordia del cielo, y acariciando con miradas morosas la belleza desnuda de la realidad.

La personificación de este viajero libador de saber y «ciencia de mundo»; vago de noble especie; estudioso cuya biblioteca está a lo largo del camino; sabio cuya mano conoce menos la pluma que el bordón, podría ser aquel grande y singular Paracelso. Rebelde alzado, sin otros fueros que su propio juicio, contra la enseñanza de la tradición; alquimista por quien la alquimia pasó a ser conocimiento real y destinado en lo moderno a insigne gloria; renovador de la ciencia médica y el arte de curar, y, por lo exterior y aparente de su espíritu, pintoresco ejemplo de hombres raros, Paracelso trajo como innata en la mente la idea de leer a la Naturaleza en sí misma, más que en las páginas de los libros ilustres. La escuela de este observador y experimentalista instintivo, fue su infatigable viajar, de que la tradición ha hecho leyenda; viajar voluntarioso y errabundo, de pordiosero o de juglar, en que corrió todas las tierras sabidas de su tiempo; el saco al hombro; nunca seguro del rumbo que habría de seguir el día de mañana; atentos los ojos y el oído no sólo al más leve movimiento y al más vago rumor que partiesen del vulgo de las cosas, sino también a todo testimonio y juicio venidos del vulgo de las almas: la prédica del fraile, la observación del menestral, el cuento del barbero, la profecía del gitano, la receta del ensalmador, la experiencia del verdugo.

A esta casta de espíritus pertenece siempre, en lo íntimo y esencial, el viajero que lo es por naturaleza; aunque viva siglos después de Paracelso, y viaje en alas de la locomotora, de la cual, por otra parte, sabrá prescindir alguna vez. Porque el monstruo flamígero con que hemos vencido a las distancias, es símbolo glorioso si lo juzgamos en cuanto a la utilidad de cambiar rápidamente ideas y productos, y a los lazos que estrecha y los prejuicios que aparta; pero si se le refiere a la disciplina del viajar, sería símbolo del ver mal y somero y del ser llevado en rebaño, por el invariable camino que fijan en la inmensidad del campo dos cintas de hierro, a las ciudades donde luego gobernará los pasos del huésped una oficiosa guía, que reúne, en octavo menor, las instrucciones del Sentido Común, personificado en un librero de Leipzig o un impresor de la Street Albemarle. El genuino viajero es aquel que acierta a rescatar, por la espontánea tendencia de su espíritu, todo lo que esos medios de facilidad y bienestar quitan a los viajes, tratándose de la generalidad de las gentes, de su interés original y sabroso, y de la virtud de educar que siempre tuvieron. Por el modo intuitivo de dirigir su observación, como a favor de una aguja magnética que llevase dentro del alma; por la manera de guardar su libertad, y de palpar para creer lo que está escrito, y de tomar por la senda desusada, y de detenerse allí donde se ha convenido que no hay cosa que ver, el viajero de instinto es siempre el caminante, el andariego, el vagabundo.