Motivos de Proteo: 095

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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XCIV - Los viajes en la educación del artista. editar

Todo viajero en quien la observación perspicaz se anima con una centella de la fantasía, tiene, al volver, algo del antiguo aventurero de viajes legendarios; del tripulante de los buques que, allá cuando el mundo guardaba aún el hechizo del misterio, fueron a grandes cosas; del camarada de Marco Polo o Vasco de Gama, que torna de extrañas tierras con mil preseas de los climas remotos y fecundos: oro, y esencias, y marfil, y el tesoro de los cuentos pintorescos, flamantes de gloria y de color, que se escuchan en corro por el auditorio suspenso y extasiado.

Para el espíritu inventor del artista el viajar es como, para melificadora abeja, el libre vuelo por prados florentísimos. Uno y otra volverán a su laboriosa celda cargados de botín. No solamente porque la imaginación, provisionada con nuevos despojos de la realidad, podrá descubrir o componer ignotas armonías, dentro de la variedad infinita de las cosas. Los que han sondado los misterios de la invención artística nos hablan de cómo, sin que a menudo lo sepamos, todos los elementos que han de entrar en una obra de nuestra imaginación están presentes y semiordenados en ella. Faltan sólo una impresión, una idea, un objeto visto, que den el toque por cuya virtud se completará y animará aquella síntesis inacabada, apareciendo viva a la conciencia del artífice y a la mirada de los hombres. Es la operación inefable y decisiva de un momento. Mientras él no llega, la obra es como el cuadro en cuarto obscuro; es como Galatea antes del beso de amor. Tal vez no llega nunca, y la obra que pudo ser gloriosa queda abismada y perdida para siempre. Pero cuanto mayor sea el cambio y movimiento de tu sensibilidad; cuantos más objetos diferentes veas; cuanto más percibas de las confidencias sutiles de las cosas, tanto más fácil será que la ocasión del dichoso toque se produzca. Así, una forma que te hiere al pasar, un matiz, un acento, un temblor de realidad humana sorprendido en la varia superficie del mundo, pueden ser la piadosa mano que salve a una inmortal criatura de tu mente.

Los cuadros de la Naturaleza, el espectáculo de la hermosura difundida sobre lo inanimado y lo vivo, sobre la tierra y las aguas, por virtud de la forma o del color, en la inmensa tela ondulante que el viajar extiende ante tus ojos, no educan sólo tu sentido plástico y tu fantasía; sino que obran en lo más espiritual e inefable de tu sentimiento, y te revelan cosas hondas de ti y del alma humana, en cuya profundidad está sumergida tu alma individual; porque, merced a nuestra facultad de proyectar la sombra del espíritu sobre todo cuanto vemos, un paisaje nos descubre acaso un nuevo estado íntimo, y como que se descifra en la conciencia por una clave misteriosa, y abre nuevas ventajas sobre el alcázar encantado de Psiquis.

Viaje quien sienta en sí una chispa capaz de alzarse en llama de arte. Para el que no ha de saber penetrar en la viva realidad con ojo zahorí, el misterio del mundo se acaba con la estampa y el libro; pero, para el artista, todo viaje es un descubrimiento, y para artistas grandes, más que un descubrimiento, una creación. Cada vez que uno de estos magos vencedores de la Naturaleza mueve los sentidos y el alma por entre la extendida multitud de las cosas, un orbe nuevo nace, rico de color y de vida. Un grande artista que viaja es el Dios que crea el mundo y ve que es bueno. No ve el artista lo que había, creado por la mano de Dios, sino que lo vuelve a crear y se complace en la hermosura de su obra.