«Le Naturalisme en Espagne», por Alberto Savine. -París, E. Giraud et compagnie, editeurs.


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Hace pocos meses una ilustre escritora española visitaba en París a varias notabilidades de las letras francesas, y de aquellas visitas salía con el desencanto repetido de saber que nuestros literatos apenas son conocidos en aquel gran centro intelectual que se llama cerebro de Europa, y que no tiene conciencia de esta humilde extremidad que se llama España. Edmundo de Goncourt, capaz de inventar el Japón, si no lo hubiera, con todas sus lacas y dioses de colorines; capaz de contar todos los besos que dio Luis XV a sus queridas, ignoraba que en España hubiera gente de pluma con el suficiente meollo para caer en la cuenta de lo que debe ser la novela contemporánea. Zola no sabía de Galdós sino que era un imitador de Dickens, bien que el autor de Germinal no tiene pretensiones de erudito, y tampoco sabía, hace años, quién era Niebuhr.

[...], sin necesidad de ir a París, ya me tenía tragado eso, como se dice, y desde mi casa me hubiera atrevido a asegurar que en Francia, donde son perfectamente conocidos Romero Robledo y Frascuelo, pocas personas tenían noticias de la mayor parte de nuestros literatos. Creo firmemente que esto no debe darnos pena muy honda, pues si a penar fuéramos, la pena negra sería el ver que en España sucede algo parecido; y no debe extrañarnos que un novelista francés no sepa de los novelistas castellanos, cuando hay crítico, o lo que sea, que habla todas las semanas de todo lo que sucede, y ni por incidencia se acuerda de decir que un Galdós, un Pereda o un Alarcón acaban de publicar un libro.

Las causas de estas pretericiones son muy diferentes en Francia y en España. Aquí lo que hace callar a esos críticos, o lo que sean, es la envidia, y de los franceses puede jurarse que no nos envidian nada; a no ser algunos gascones, que tal vez nos envidiarán a Lagartijo.

Francia nunca tuvo, a pesar de sus pretensiones de Ática moderna, el espíritu de asimilación artística que caracteriza el siglo de oro de la literatura alemana; las generaciones contemporáneas, sobre todo, desprecian, en general, u olvidan todo lo que no sea de París; y en crítica, en teatro, en novela, hasta en filosofía, son pocos los escritores franceses que piensan más que en el parisién cuando trabajan. Repásese la prensa diaria de París que es literaria propiamente, y no, como en otras partes, sólo de nombre; repásense las revistas, los catálogos de librería, y se verá al literato francés olvidado casi siempre de lo extranjero. Así como para el artista el bourgeois es un ser inferior, para el parisién el provinciano y el extranjero valen menos que el transeúnte de los boulevares. Cuando la Revue des Deux Mondes, u otra por el estilo, se decide a presentar al público a un poeta o a un novelista extranjero, suele hacerlo con la mayor ligereza del mundo, ignorando lo más de lo que debía saber, y sin miedo de decir mil despropósitos, casi casi tomando a gracia los adefesios que en cierto modo prueban la superioridad del distraído ateniense. Escritor que registrará mil papeles para no equivocarse en un detalle insignificante si se trata de las letras clásicas o francesas, escribirá sin documentos suficientes -y sin escrúpulos- si ha de hablar de un ruso o de un español. Yo lo he dicho ya una vez, y he de repetirlo, aunque el Sr. Savine (autor del folleto de que voy a escribir), se enfade y califique de rodomontade la frase: los franceses suelen hablar de los literatos extranjeros como si fueran animales raros que se exponen en el Jardín de Plantas, o ejemplares de tribus... como algunas que también se han expuesto en algún jardín por el estilo. Hay crítico de esos de París que se presenta al público con un poeta español o un novelista ruso, como Vasco de Gama sale a las tablas en La Africana, acompañado de Sélika y Nelusko, para que el sacro Concilio vea qué gente se usa más allá del Cabo.

Este desdén de los literatos franceses de ahora respecto de lo extranjero en general, nace, en parte, de orgullo nacional, y en parte de ligereza y pereza de espíritu. Perdonémosles este pecado, no venial, en gracia de las muchas virtudes del ingenio francés, fuente perenne de grandes ideas y chorro continuo de vistosas novedades.

Por lo que toca a España, la ignorancia de los franceses es ya materia de lugares comunes, de vulgaridades repetidas hasta la saciedad por nuestro exaltado patriotismo literario.

«¡Estos franceses -se dice todos los días- creen que en España no hay más que toros y pronunciamientos!», y la indignación patriótica coge el cielo con las manos.

Alguna disculpa tienen los franceses, señores patriotas. Los toros no lo son todo en toda España...; pero lo son casi todo.

Un francés quería recorrer toda Andalucía y tomó el tren y llegó a Bobadilla el día en que un toro se escapó en la misma estación y despejó el andén de indígenas, y extranjeros; vino el francés a Madrid huyendo... y en la calle se encontró con otro toro suelto... y volvió a Francia y no dijo nada a nadie: no quiso juzgar de ligero; y hace días emprendió su segundo viaje a España, y se quedó en Vitoria.. «Esta raza es otra, se dijo, estos hombres que hablan en lengua aglutinante y conservan el amor de lo prehistórico, serán más serios...» y se fue a la plaza, y un toro le hizo dar vueltas por el aire en el tendido... ¡Ah, señores patriotas! Cuando este francés, repuesto del susto, escriba en París sus impresiones de viaje, ¿será de extrañar que los dedos se le antojen toros? ¿Podremos quejarnos de que si le preguntan si ha visto a Galdós, a Valera, a Núñez de Arce, conteste... -¡Señores... no he visto más que cuernos!

El Sr. Savine no es el francés del toro. Este literato que ahora habla de lo que llama él naturalismo español, ha probado varias veces que conoce la literatura española y que tiene dotes de crítico.

Escuchémosle por tanto, con atención, y veamos qué es eso que él llama el naturalismo en España.