Mezclilla: 41
II
editarM. Savine consagra hace mucho tiempo especial atención a la literatura española, y la conoce mejor que muchos paisanos nuestros que ostentan el título de críticos y no saben, por ejemplo, lo que vale Narciso Oller, de quien Savine es traductor y admirador sincero. También ha traducido el escritor francés de quien hablo El Comendador Mendoza, de Valera, La Atlántida, de Verdaguer, y tiene en prensa, además de otras varias traducciones (por ejemplo, La cuestión palpitante), estudios acerca de los nuevos novelistas españoles. En suma, es M. Savine persona competente, y no de los que hablan a la ligera de las cosas de España. Comienza el folleto de que trato por un breve capítulo en que se examinan los orígenes históricos del naturalismo español y en que se habla de lo que llama el autor «el fin de la novela idealista». En una y otra materia se muestra perspicaz el crítico, si bien deficiente y a veces inexacto. Así, por ejemplo, no se acuerda de Tirso al hablar del realismo antiguo de España; y aunque Tirso escribía para el teatro y en la forma seguía el rumbo de los demás poetas de este género, es, sin duda, después de Cervantes, el mejor realista español de aquellos tiempos. Al hablar de los antecedentes más próximos, cita a Larra con menos admiración de la que merece, y se diría que le pospone al Solitario y al Curioso parlante, sobre los que estaba a más de cien codos; bien es verdad que era romántico puro, idealista de sangre, si vale hablar así, y aunque en la forma procuraba ser llano, natural y corriente, su humorismo y su pesimismo eran de índole genuinamente romántica. Fígaro era el primer escritor de su tiempo; veía horizontes que sus contemporáneos en España no columbraban siquiera. Por eso me parece que M. Savine no está en lo cierto cuando dice que imitaba a Pablo Luis Courier. Valía más Fígaro que el traductor de Dafnis y Cloe. Con esto, y con añadir que, en mi concepto, el crítico francés desdeña injustamente a la Avellaneda y ensalza demasiado a Fernán Caballero, queda concluido el capítulo de cargos. En todo lo demás veo acertado y oportuno al folletista, a pesar de la brevedad con que tiene que tratar asunto que necesita mucho espacio. En cuanto al fin de la novela idealista, tal vez M. Savine se apresura un poco y la da por muerta antes de estarlo, y tal vez se la puede ver rediviva en gran parte de esas otras novelas que el crítico atribuye al naturalismo. No puede asegurarse que Valera haya renunciado a escribir nuevos libros de gracia y profunda observación en que siempre será él, D. Juan, el principal personaje; ni menos se puede augurar que será eterno el silencio de Alarcón, quien en el Prólogo de sus Obras completas (en el cual la sinceridad del autor raya en paradisíaca), medio promete una segunda campaña de Escándalos y Niños de la Bola. Bien venidas serían, aunque fuesen más idealistas que Tirante el Blanco o Palmerín de Inglaterra.
Tampoco es absolutamente exacto lo que asegura M. Savine respecto de la crítica idealista; cierto es que los más de los que se han metido a insultar al naturalismo son personas de escasas y malas letras, literatos de ocasión, pésimos romancistas, gacetilleros y revisteros de salones; pero no ha faltado quien supiera herir a la nueva escuela en la parte flaca; y así, mucho de lo que contra ella han escrito Menéndez Pelayo y González Serrano es acaso más serio y fundado que cuanto en París decían años hace contra Flaubert, Zola y Goncourt los Sarcey, Brunétière y tantos otros.
Hecha esta salvedad, felicito a M. Savine por la franqueza y valentía con que desprecia las necedades y por la sagacidad que demuestra al omitir hasta el nombre de algunas notabilidades de similor que debían llamar la atención de un extranjero por lo mucho que de ellos se habla y por la publicidad que tienen las tonterías que las tales notabilidades dicen. Se ve que el crítico francés no consulta la lista del timbre de los periódicos para juzgar a los críticos; prefiere leerlos, y los conoce en seguida, y hasta sabe compararlos a sus similares de Francia. Siendo esto así me extraña que el traductor de Valera anuncie la traducción de ciertas quisicosas de uno de esos gacetilleros anticuados.
El capítulo segundo trata de los novelistas que llama Savine naturalistas antes de la evolución. Es notable el rápido estudio de Pereda, y me envanece ver a tan experto crítico, como demuestra serlo M. Savine, coincidir casi por completo con el juicio que sucesivamente y durante muchos años he ido exponiendo en mis humildes trabajos de crítica. ¡Lástima, que el folleto se haya publicado antes de que su autor hubiera podido apreciar la última obra de Pereda, Sotileza, que es, una de las más realistas, al modo especial y muy español del realismo de este escritor insigne!
Para M. Savine, lo que él llama la evolución, aparece determinada en La Desheredada, de Pérez Galdós. Lo mismo creo; y aunque considero que el Pérez Galdós anterior a la evolución vale más, muchísimo más de lo que Savine parece creer (sobre todo por lo que toca a los Episodios nacionales, en que no hay nada de imitación de Erckman-Chatrián, sino algo muy superior); a pesar de esto, digo, creo también que el gran Pérez Galdós se nos muestra en La Deshereda, y que desde entonces hay en este novelista, el mejor de España después de Cervantes, el propósito serio y constante de escribir en el sentido naturalista, comprendiendo esto como sólo puede comprenderlo un gran artista, reflexivo, concienzudo, que ha visto con evidencia la necesidad de estudiar, como el arte estudia, la vida social de España, penetrando en la realidad y no fantaseando meramente vicios y virtudes. M. Savine me honra citando muy por largo lo que hace mucho tiempo escribí acerca de la gran novela del querido maestro, y declara el crítico francés que en todo aquello está conforme conmigo... Conque es claro que en este punto no será mucho que yo apruebe su juicio. Y esto a pesar de que en otro pasaje, y al presentarme a sus lectores, dice que soy un polemiste quinteux et injuste, dont l'esthétique semblait composée plutôt de penchants et d'aversion que de principes solides. Como estas espinas van entre flores, declaro que me han lastimado poco. Además, crea M. Savine que este polemista injusto tiene la conciencia libre y tranquila. De las obras de Galdós posteriores a La Desheredada, hace el crítico también análisis breves, pero muy sesudamente pensados, dando una lección a los que aquí no han sabido ver las bellezas y la profundidad de libros como Tormento y La de Bringas.
Por último, examina el folleto las novelas y obra críticas de Emilia Pardo Bazán y de algunos jóvenes más o menos naturalistas que siguen las huellas de Galdós, en concepto de M. Savine, y también me parece justo lo que dice de Oller, Armando Palacio, Picón y otros. La mucha competencia que el escritor francés reconoce a La cuestión palpitante de la ilustre coruñesa, es una prueba de que M. Savine ve con ojos de lince y sabe buscar el mérito donde se encuentra, no en apariencias deslumbradoras.
En fin, merece plácemes el diligente y muy ilustrado autor de El naturalismo en España, por la buena intención de su obra y por la habilidad del desempeño.