Mezclilla de Leopoldo Alas
Alfonso Daudet: I - Treinta años de París


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Yo no creo que sea Alfonso Daudet el mejor novelista francés entre los vivos, como ha dicho Alberto Wolf y como asegura un crítico norteamericano de quien traduce la Revista de España una reseña de toda la literatura del mundo en 1887. Mucho mundo es el mundo, y es posible que en algo, y aun algos, se equivoque el Aristarco panorámico. Por ejemplo: yo respondo con la cabeza de que yerra de medio a medio cuando asegura con pasmosa seriedad que Madame Chrysantème, de Pierre Loti, es una colección de novelitas. Madame Chrysantème (no hay más que leerla) es una sola obra, una novela japonesa de 329 páginas y LVI capítulos. Bien hace la Revista de España en tratar, detenidamente de literatura extranjera; pero no necesitaba recurrir a fuentes tan lejanas, pues no le faltarían en casa, con tal que las pagase bien, por supuesto. Y además, dado que traduzca, ¿no tiene la Revista quien sepa que Madame Chrysantème no es una colección de novelitas?

Volviendo a Daudet, digo que no es el primer novelista de Francia; pero me parece que nadie podría disputarle con buen éxito la gloria de ser el segundo novelista. Sólo, a mi entender, le supera, con mucho, Zola, que entra en la jerarquía del genio. Dejando a Zola por encima, yo acompaño a cualquier entusiasta de Daudet en todos los arrebatos de su admiración. No puede gustarle a nadie más que a mí, Tartarín en los Alpes, un libro que se ha vendido prodigiosamente, pero que no ha sido estimado por la crítica en todo lo que vale. Y es que la crítica moderna (no hablo de la española) tiene muchas cualidades excelentes, aventaja en muchos respectos a todas las críticas anteriores; pero tiene una gran incapacidad en sus tendencias a la seriedad sistemática; va perdiendo la facultad de sentir lo cómico. Aun ciertos críticos que saben usar de las armas de la sátira y del chiste y de la ironía, no saben, reírse de la gracia y del chiste ajenos con buena voluntad, sinceramente, persuadidos de toda la hermosura que puede haber en la literatura graciosa, cómica, y aun en la satírica.

Tampoco ha causado tanto efecto como podría esperarse, aunque por distinto motivo no lo ha causado; la última obra de Daudet, Trente ans de Paris, que aunque es una colección de artículos publicados en distintas épocas en varios periódicos, viene a formar un libro de memorias, pues contiene rasgos característicos de su vida literaria; la historia, incompleta por ahora, de sus obras, y no pocos apuntes acerca de los hombres y las cosas que ha ido encontrando por el mundo. También este es un libro sin pretensiones, y el vulgo literario no le ha dado gran importancia, ya que su autor no quiso atribuírsela. Renán ha dicho que el hombre de acción se expone, si es modesto, a que su modestia sea tomada al pie de la letra. Lo mismo le sucede al artista: si él da importancia a una obra suya, los demás pondrán en tela de juicio y reconocerán esa importancia o no; si él desde luego declara que la obra es insignificante, un pasatiempo, todos prescindirán de la prueba por la confesión de parte.

En esta ocasión, por si Daudet no estaba bastante convencido de que su libro no era un monumento, la crítica se tomó el trabajo de decírselo en varios tonos. Un M. Alphonso Alis, si no recuerdo mal, redactor en jefe de El Gato Negro, desde las columnas del Journal des Débats (que tanto ha vituperado al naturalismo), se divierte en burlarse, de las memorias fragmentarias de Daudet, y aun del mismo autor, y hasta de la importancia que puedan tener sus recuerdos y observaciones. M. Brunétière, tan listo y erudito como bilioso y estrecho de juicio, en otro tono menos desafinado, viene a decir lo mismo: que esta literatura de memorias y diarios son una peste. Muchas veces hablo yo de M. Brunétière, pero ya en otro artículo he explicado los motivos: se trata de un crítico que escribe en la Revista más leída, acaso, en todo el mundo, y es el tal crítico hombre de mucha erudición, o que sabe aprovechar muy bien la que tiene, que analiza sutilmente y que puede causar mucho daño con estas y otras cualidades, puestas al servicio de un corazón no muy grande y de un criterio exclusivista y poco simpático.

¿Por qué ha de ser malo el género de las memorias? Porque se abuse de él, porque escriban memorias los que no han de dejarla de sí, no será, porque el mal uso o el abuso de las cosas no es legítima prueba de que sean malas: de todo se abusa. Las Memorias de Juan García, graciosa comedia de Bretón, no se deben escribir, es claro: Juan García no debe tener Memorias; pero los hombres que han dicho o pensado algo notable, no sé por qué no han de poder retratarse y narrar su vida, especialmente cuando se trata de artistas que hacen de tales apuntes libros hermosos. A nadie se le ha ocurrido censurar a los grandes pintores que han hecho el propio retrato.

M. Alis se queja de que haya publicado un Diario Edmundo Goncourt, y de que ahora publique Daudet sus Treinta años de París. M. Brunétière también ataca a Goncourt por el Diario, y en general a cuantos han dejado parte de sus recuerdos, ilusiones, fantasías, deseos y pensamientos, y acaso parte del alma, en esta clase de obras de intimidad literaria, que a él le es, muy antipática, tal vez porque no la usaban los escritores del gran siglo, del siglo de Luis XIV. Algo recuerdo yo haber leído en las Obras completas de Racine (el autor que cita Brunétière como modelo de no intimidad), en la edición de Didot, en que se pueden ver intimidades del trágico, y aun de otros personajes, como Boileau. v. gr., Il ne faut jurer de rien. Pero, aun suponiendo que en el siglo XVII nadie fuese amigo de confesarse con el público, esto no prueba que el siglo XIX no pueda tener sus motivos para pensar y obrar de otra manera. Hay muchos fenómenos y secretos de psicología, de psicología estética principalmente, y otros de relaciones privadas, que nunca podrían ser conocidos sin la literatura de las memorias, diarios, confesiones, etc.

Las confesiones son las más expuestas al abuso y a convertirse en nocivas e inmorales, dañando al alma del que las lee, después de perjudicar la moral del que las escribe.

Así y todo, hay confesiones, y no pocas, que está bien que se hayan escrito; como son las inmortales de San Agustín, que un filósofo francés estudiaba poco ha con cierta novedad de juicio; y las Confesiones de Rousseau, a pesar de todos sus inconvenientes.

Y respecto de memorias y diarios, yo no veo más límite que el de la importancia del autobiógrafo, y en ciertos casos el arte de su pluma. A un hombre que escriba muy bien sus memorias se le puede tolerar que él no sea un gran personaje; y a un gran personaje se le puede perdonar que escriba mal sus memorias. El Diario de Amiel, contra el cual tanto han escrito el mismo Brunétière y otros, es obra digna de vivir, por su índole singular y por lo que enseña al que sabe reflexionar; esto a pesar de que el profesor ginebrino no hizo en el mundo casi nada más que enamorar y estarse quieto. Si Bismarck dejase Memorias, aunque estuviesen mal escritas, como es posible, sería leído por muchas generaciones.

Daudet tiene bastante importancia como escritor popular y maestro en un arte para escribir memorias que interesen por el asunto, y además maneja bastante bien la pluma para dar valor a un libro de ese género, sólo por escribirlo él. En efecto: es amenísima, e instructiva a su modo, la lectura de Trente ans de Paris.