II editar

Para el crítico de arte, para el estético, son esta clase de libros vivisecciones llenas de enseñanza. Entramos, el estudiar sus capítulos, en el alma de los autores y en las entrañas de sus obras. Así como para el sociólogo y el político y para el historiador filósofo de la llamada historia pragmática, tanta importancia tienen las Memorias de los hombres de Estado, y aun las de sus confidentes, allegados y servidores, como lo prueba con gran elocuencia los famosos artículos de Taine acerca de Napoleón I; así para el que estudio las reglas fijas y las movibles del arte, no sólo ni principalmente en los tratados de estética y de técnica especial, como retóricas y poéticas, v. gr., sino en la médula del arte mismo, en la naturaleza, en la sociedad, en el alma humana sobre todo, tienen interés sumo estas Memorias, confidencias, confesiones o lo que sean, de artistas notables que se deciden a hablar con el público como con un amigo íntimo o consigo mismos. Más diré: son de más provecho todavía, para el estudio de la vida artística, esta clase de trabajos, que para la historia política y otros asuntos análogos las Memorias y correspondencias, etc., etc., de los estadistas; y esto por dos razones: porque el alma entra por más en el arte que en la política y en el movimiento social externo; y porque los artistas suelen tener más alma que enseñar que los políticos, caudillos, etc., etc. Tienen más alma que enseñar, y saben enseñarla mejor, y quieren enseñarla más. A Napoleón y a César no se les conoce tanto por lo que dijeron de sí mismos como se conoce a San Agustín, o a Rousseau, o a Miguel Ángel.

Sin ahondar más en esto, que bien se podría, insistiendo en las comparaciones, diré, volviendo a Daudet, que sus Treinta años de París, sin ser, ni mucho menos, una autobiografía completa, ni una confesión, ni algo parecido al Diario íntimo de Amiel, es de los libros de este género que más sirve a la crítica para estudiar a los artistas por dentro, y, sobre todo, para estudiar al novelista moderno en el taller; espectáculo de grande enseñanza y que no se presencia muchas veces.

Decía Savigny que la principal importancia del Derecho Romano consistía en que, gracias a la forma en que se reunió en las Pandectas la inmensa y sabia labor de tantas generaciones de jurisconsultos, podía contemplarse hoy todavía el prudente y perspicaz instinto jurídico de los romanos, aplicado a cambiar sabiamente sus leyes. Es para Savigny el Digesto en suma, algo como un hormiguero o como una colmena en hora de trabajo y descubiertos de repente, una colmena debajo de un fanal podría decirse. Pues lo que, acertando en parte, decía el gran jurisconsulto alemán del Derecho Romano, puede decirse de libros como estos en que un artista de la palabra escrita nos enseña su taller, que va en su alma y en la narración de su vida de trabajo. Leyendo muchos de los capítulos de Treinta años de París, vemos el arte de hacer novelas, según hoy las hacen los que representan una de las más fuertes, oportunas y espontáneas corrientes literarias; pero no se ve de modo abstracto como en las teorías y disertaciones didácticas que suelen escribir los autores para defender su escuela, sino en lección práctica, de aplicación. El relieve y vigor que tales enseñanzas tienen en el libro de Daudet, se debe en gran parte, es verdad, a la habilidad de este escritor insigne, que es de los más claros, más proporcionados y sensibles de la literatura contemporánea (a cambio de no ser de los más profundos, de los más valientes, de los más sugestivos, de los más creadores); pero también se deben ese vigor y relieve, en mucho, a la índole peculiar de este arte llamado genéricamente realista, que Daudet cultiva con gran convicción y buena fortuna. Leyendo los capítulos dedicados a la historia de La Petit Chose, del Tamborilero de Numa Roumestán, de Tartarín de Tarascón, de las Cartas de mi molino, y, sobre todo, los consagrados a la historia de Jack y de Fromont jeune et Risler aîné, se ve en movimiento una fábrica de este realismo contemporáneo, y se puede juzgar con más probabilidades de acierto de la excelencia y defectos de la imaginación, de los recursos de esta mecánica poética, de la armonía y feliz y eficaz concurso de engranaje, poleas, pistones, tornillos, correas, etc., etc. No es por el género fabricado por lo que se juzga; no es por la teoría técnica en que se funda la fabricación: es por esta misma que se está viendo.

En unos capítulos de este libro se puede estudiar mejor la relación del alma del artista a su obra, del ambiente espiritual y físico en que vive al resultado de su genio e ingenio influido, por esa doble atmósfera, que después se pega a la obra bella como un aroma circundante; así sucede en los hermosos párrafos en que se cuenta cómo se escribieron las Cartas de mi molino, Le Petit Chose y se describe el estreno de la primera tentativa dramática del autor. En otros capítulos, lo que se puede estudiar mejor es la relación del arte realista a la realidad, la gran cuestión de estética, planteada con más fuerza y datos que nunca por el arte moderno, acerca de la imitación bella de la belleza natural. De este género son los capítulos en que se narra la historia de la novela Jack y de Fromont jeune et Risler aîné, y el precioso cuadro Mi tamborilero, de que hablaré particularmente, porque merece, en efecto, atención especial, por lo que diré luego.

Si algún defecto capital tiene este libro, es que le falta unidad; que no es más que una rapsodia de artículos sueltos, sin más relación entre sí que la de ser todos fragmentos autobiográficos. No es, pues, que sobre materia, como daba a entender uno de los críticos antes citados: es que falta; no abarca la obra la historia de todos los libros de Daudet, ni aun la de los más importantes, que la tendrán, sin duda, curiosa y muy instructiva; ni menos comprende datos suficientes para estudiar, ni adivinar siquiera, toda la vida del autor. Las impresiones recogidas son fuertes, gráficas, pero tan despegadas unas de otras, recordando tiempos tan distintos, sucesos tan inconexos, que ahora veo que dije mal más arriba al llamar a este libro rapsodia; pues en rigor no hay tal costura ni orden alguno: no hay más obra de aguja, en tales Memorias, que la del editor que hilvanó todo eso para formar un volumen, y la del encuadernador que juntó los pliegos. No hablo de esto en son de censura al artista, al escritor, es claro; sino para indicar por qué no tiene, a causa de su composición descuidada, o, mejor, falta de composición, este libro de memorias la importancia que tendría si todo correspondiera al valor real, intrínseco, de los fragmentos publicados. No es que lo que se nos da no sea excelente, y muy expresivo y puesto en su punto; es que nos sabe a poco, y está pidiendo a gritos que se llenen las lagunas que mortifican la curiosidad y el interés de los lectores y admiradores de Alfonso Daudet, que son tantos en el mundo entero.