II editar

Una noche -si no recuerdo mal, la primera vez que yo vi a Sentimientos- se estrenaba en cierto teatro, o si no era estreno era una reprisse (usaré la palabra española exactamente igual en significado y fuerza de expresión a la francesa: cuando la Academia la descubra), se estrenaba un juguete de Palacio, si me es fiel la memoria, El toro de gracia, y todo el público rió de corazón, y yo como el que más; después de la representación, cuando el autor todavía se esponjaba con el natural alborozo y sudaba, merced a los apretados abrazos de amigos y aficionados, llega una especie de Iris doméstica y habla al oído del poeta, el cual palidece al momento; pero recobrándose en seguida, sonríe, sin retorcer labio ni ceja, como dijo Ercilla, hablando del valor de Caupolicán, coge el sombrero y se dirige a la calle.

-¿Qué le pasa a usted? -gritamos todos, o casi todos.

-Nada, señores, no es nada. No asustarse. Una cogida. Esta fámula me anuncia que acabo de volver a ser padre; mi mujer ha dado a luz mientras ustedes estaban diciendo: «¡Que salga el autor! Han salido el autor e hijo. Vaya, caballeros, buenas noches y dispensar». Y se fue el laureado poeta con cara de pascua; pero se conocía que otra le quedaba; era un valiente, y por eso alargó la cabeza y tendió el cuello, como el audaz Galvarino, a la sentencia de la fortuna, pero es claro que la idea de la reproducción, halagadora per se, se mezclaba en su espíritu a otras consideraciones, amargas estas, referentes a la carestía de los comestibles, prendas de vestir, etc., etc.

-¡No me gusta repetirme!, iría pensando el poeta. Los hijos se suceden y se parecen, por lo menos en el mamar, comer y romper zapatos, y las ocurrencias originales, en prosa o verso, con que hay que comprarles tantas cosas como necesitan, ni se pueden repetir, ni se pueden cobrar más que una vez. Mi mujer pariendo, no hace nada nuevo; yo, alimentando el fruto de nuestro amor y de sus partos, tengo que buscar novedades ingeniosas debajo de las piedras. Me han dicho que la nueva comedia iba a ser para mí una mina; acaso, pero ahí está la contramina, el nuevo hijo. ¡Los hijos! Mucho se les quiere; pero cuestan un dineral. Sí, tanto quiero a mis hijos, que me los comería. Pero después resulta que son ellos quien me comen a mí... un lado por lo menos.

Este monólogo que pongo en el pensamiento de Palacio mientras va camino de su hogar, cargado de laureles, a reconocer aquel plus de prole que tiene en casa, este monólogo no me negaréis vosotros, padres que tenéis hijos, que es muy verosímil.

La relación de la economía al arte, además, es muy importante cuando se trata de estudiar al literato. Balzac hubiera hecho obras menos defectuosas (aunque tal vez no de más inspiración y genio) si hubiese tenido menos deudas. Los acreedores le acosaban, y temporada hubo en que, para echar un poco de carne a tales fieras, tuvo que trabajar... ¡dieciocho horas diarias!

Lope de Vega, que, como dice muy bien un crítico italiano, aunque hubiera escrito menos no hubiera tenido más genio, sin embargo, nos habría dejado mayor número de comedias excelentes de haber consagrado más tiempo a la composición de cada una. No me consta de Lope que fuesen apuros pecuniarios lo que le moviese a darse tanta prisa a producir escenas; pero es verosímil que alguna influencia haya tenido en esta prodigiosa actividad el acicate del mal llamado vil interés.

Eduardo Palacio también escribe muchísimo; y aunque no sé si este tiene acreedores que le ladren (y he de suponer que no), basta considerar lo caro que está el pan, el vino y demás artículos de comer, beber y arder, sin contar con el casero, los sablazos, los aguinaldos, etc., etc., para comprender que el que vive de las letras y tiene esposa e hijos varios, tenga necesidad de volverse loco inventando chistes escritos, que le pagan a dos reales, según nuestro cálculo.

Los defectos de los artículos de Palacio nacen, en su mayor parte, de esta relación del arte a los comestibles. Él es periodista, y nada más que periodista; pero es periodista literario; no va a medrar a la prensa, sino a trabajar... y hay que trabajar mucho en España para sacarle a la pluma el pan nuestro de cada día. Esto no lo advierto para que el lector de Palacio le perdone sus desaliños hasta el punto de encontrar hermoso lo que no lo sea, no: en este punto no hay entrañas posibles; en el arte no se mira lo que pueda ser causa ocasional del defecto; este hiere el gusto como nota discordante, y para semejante impresión desagradable no hay remedio. No va, pues, lo dicho en son de disculpa y como para indicar que los defectos que nazcan de la prisa con que escribe no se le tomen a Sentimientos en cuenta. Bueno, que se le tomen.

Pero, hecha esta advertencia, me queda derecho para decir que si Palacio fuera rico, o en España se pagara un poco mejor la literatura, tendríamos en él un humorista correcto, un digno sucesor de aquellos amenos y atildados literatos que renovaron en España la descripción perspicaz y graciosa de las costumbres.