Mezclilla de Leopoldo Alas
Eduardo de Palacio: I (Fragmentos)


I editar

Comparen ustedes los chistes que habrá dicho y escrito en este mundo el conde de Toreno u otro C. cualquiera, Alonso Martínez, por ejemplo, con los chistes que habrá dicho y escrito Eduardo de Palacio.

Bueno; pues ahora comparemos todas las pesetas que llevará cobradas Queipo de Llano con eso de haber sido Ministro, y Presidente de las Cortes, y ser ahora cesante con celo e inteligencia y con el haber que por clasificación dicen que le corresponde; comparemos, digo, esas pesetas, reducidas o no a reales, con las pesetas o perros chicos que le habrán valido a Palacio sus gracias orales y chistes de pluma.

¡Oh! Indudablemente es mucho más lucrativo ser hombre serio. Y, además, es mucho más cómodo. Con serlo de una vez para toda la vida, basta.

Toreno y Alonso son hoy serios como ayer, mañana como hoy, y siempre igual; y lejos de parecer esto pesado, todo el mundo lo encuentra corriente, y lo que se les echaría en cara sería que se convirtiesen en gente alegre y vivaracha, siquiera por variar. En cambio, el que cobra si dice o escribe chistes, e si non, non, necesita inventar ocurrencias nuevas todos los días. Eduardo de Palacio, por ejemplo, ha publicado mil gracias que le hacían al lector desternillarse de risa: sí, pero a pesar de todo, no podía ni puede repetir aquellos rasgos de ingenio, ni aludir a ellos, ni menos decir jamás: «¿se acuerdan ustedes de aquel chiste mío que les puso a ustedes malos de tanto como les hizo reír?» No puede decir esto, ni acordarse de tal gracia en su vida; y la gracia a estas horas está envolviendo cominos o garbanzos en alguna abacería.

En tanto, las vulgaridades y los solecismos cuasi parlamentarios de Toreno y Alonso Martínez, ahí están inmortalizándose en el Diario de las Sesiones, guardados con no menos precauciones que la momia del gran Sesostris, dispuestos a pasar a una remota posteridad, incólumes y oriundos, como decía un poeta paisano de Toreno. El chiste de Palacio, definitivamente perdido, le valió... quiero yo suponer, dos reales, porque en aquel artículo en que se publicó, y por el cual le dieron cinco o seis duros, había lo menos otros cincuenta chistes; total, a dos reales cada uno; y eso sin contar con los gastos de tinta, papel, uñas, si se las muerde Palacio para escribir como para hablar, interés del capital gastado en criarse, trajearse, instruirse, inspirarse (vaya esto a la cuenta de la fonda), entretenerse, y, por último, crearse una familia y un casero para complemento armónico de su existencia y la de su cónyuge; hijos, hijas, aguador, si no tiene agua en casa, portero, etc., etc., y suscriciones nacionales. Por supuesto, que no quiero echármelas aquí de economista, y no cuento, como los tales, la prima del seguro, ni el seguro de la prima, ni la prima del riesgo, ni el riesgo de la prima, etc., etc., como cuentan los capitalistas, cuando se trata de hacernos sudar a nosotros, los míseros jornaleros, por pocos cuartos. Demos, pues, de barato que cada chiste valga dos reales.

¡Dios mío! ¡Cuántos chistes, todos nuevos, necesitará Palacio para luchar por la arrastrada existencia, con algunas esperanzas de buen éxito!