Mezclilla: 25
A mi buen amigo y compañero el distinguido crítico de teatros D. Pedro Bofill no le dejaron, días atrás, manifestar su desagrado, por medio de gestos significativos, en uno de los teatros por horas que a veces parecen siglos de la villa y corte. Ello hace ya mucho que fue, pero no importa; el caso conserva toda su trascendencia, porque es un signo de los tiempos y de los acomodadores.
Un acomodador, que por lo visto es de la opinión de algunos ilustres poetas, según los cuales la crítica no sirve para nada, se acercó al Sr. Bofill, y con buenos o malos modos, pero, en fin, con modos de acomodador, le dijo que no le acomodaba que el crítico incomodase al autor y a la Empresa con un juicio crítico representado. Esta conducta, llamémosla así, del acomodador incomodado, no sólo fue apadrinada por la policía -como si dijéramos, por el Poder ejecutivo- si que también, como dice un hablista muy hablador, por la prensa de cierto matiz literario, (matiz de color de rosa). Dijo esa prensa optimista, amiga de toda Empresa asegurada, que el acomodador había obrado como un sabio, y que el periodista no debió manifestar su desagrado, pues los que tienen por suyos los periódicos donde pueden despacharse a su gusto y decidir de los éxitos, buenos o malos, de las comedias, en el teatro deben permanecer impasibles.
Vea el Sr. Bofill lo que tiene él, hacerse de miel, como él se ha hecho tantas veces; que se lo comen los acomodadores, y la policía, y la prensa benévola.
¿Cree mi amigo D. Pedro que los acomodadores no leen? Para mí el tal sujeto sabía de memoria su Bofill, como diría Ladevese, y acostumbrado a verle se pâmer delante de cualquier producto de un ingenio hispano, se diría: «¡Tate! ¿El Sr. Bofill se permite discrepancias? ¿Se atreve a encontrar malo un parto de las musas madrileñas? ¡Esto no se puede tolerar! Si a Bofill no le gustan ya los estrenos, ¿a quién le van a gustar?»
Sí, amigo Bofill; usted era el único crítico de los de mi tiempo, de los no anónimos, de los que tenían su historia, que seguía enterando al público provinciano y al extranjero de lo que sucedía en los teatros de la corte de España; y usted era también el último voto de consideración que seguía votando que sí; que bien, que eso iba perfectamente. Si usted se tuerce, si usted empieza a protestar contra las comedias que se inventan ahora, ¿dónde vamos a parar?
Para nuestros acomodadores y nuestros críticos noticieros que les ayudan en sus tareas y acompañan en su celo por los intereses de las Empresas teatrales, no existe el derecho de silbar. Esos señores no han visto por lo visto, la muy erudita disertación leída hace pocas semanas, ante el Instituto de Francia en pleno, por un académico distinguido: demostraba el tal que los silbidos en el teatro eran de todos los siglos y de casi todos los países.
Hay algunas excepciones, sin embargo. En Persia, por ejemplo, no se silba, amigo Bofill. Así es que, si usted quiere, podemos llamar a esos críticos amigos de Platón, pero más amigos de las Empresas y enemigos de la silba, los Persas.
¡Ah, D. Pedro! Los tiempos son difíciles; si usted persiste en ser descontentadizo, haga lo que yo: retírese a la vida privada, en cuanto crítico de teatros; o, más trágicamente, haga lo que el teatro Español: véngase usted abajo.
La ruina del teatro Español ha servido a muchos para lucir la erudición de Fernández de los Ríos y el arte descriptivo de Zabaleta; pero de todos modos, es evidente que el teatro se cayó... cargado de razón para caerse.
De aquellos polvos vienen estos todos, o, al revés, mejor.
No en balde han pasado por allí tantas generaciones de ripios. Aquellos dramas de Retes, de Herranz, de Cavestany, de Sánchez de Castro, de Catalina, no podían ser inocentes; yo bien lo decía. Cada décima calderoniana de aquel Sánchez de Castro, ese inventor de los visigodos en verso, producía una grieta. Pero el que más daño hizo fue Catalina, ese Catilina del arte dramático, con su Masaniello, aquel que tenía un hijo gemelo, gemelo suyo, vamos, de su misma edad. Recuerdo que en ese drama se presentaba, después de muchos tiros y muchos disparates, un fraile que gritaba: ¡Que va a estallar la mina! ¡Eso no, la mina no! -exclamó el público como un solo Bofill, la noche del estreno. Gracias a esta energía popular no estalló nada más que la silba; pero la mina estaba hecha, sí; el teatro Español viene gimiendo desde entonces... y por eso ahora se derrumba como las torres que fueron desprecio al aire.
El teatro que empezó con obras inmortales, acaba, en pleito sumarísimo, por un interdicto de obra vieja.
Según tengo entendido, el Sr. Novo y Colson, que también puso en él las manos, o los ripios, o lo que fuese, quiere hacer con el teatro de nuestros mayores lo que Augusto con Roma. He leído el proyecto del Sr. Novo, que quiere poner como nuevo el teatro, empresa que no es nueva en él, y opino que el Ayuntamiento de Madrid no debe dejarse arrebatar por la exaltada fantasía del poeta. Aunque la respetabilidad del Sr. Novo es cosa por mí de antiguo reconocida, según consta por escrito, todavía es hoy mayor a mis ojos, porque comprendo que tiene muchísimo dinero. Por lo visto, su Archimillonario era, en parte, una autobiografía, por lo que se refiere a los cuartos. Dios se los conserve. Yo podré pensar lo que quiera de las dotes artísticas del Sr. Novo (como también consta por escrito); pero con sinceridad y seriedad declaro que le juzgo exento de todo mezquino interés al formular sus proposiciones gigantescas. Creo muy en el carácter del autor de La manta del caballo (si no me equivoco), y de Balboa, todo lo grandioso, todo lo... no sé cómo decirlo; en fin, eso de ofrecer mucho dinero y derribar muchas casas, y hacer una porción de Babilonias en la plazuela de Topete, si es que se llama así. (Véase Fernández de los Ríos, como lo han visto los que han cantado A las ruinas del teatro Español.)
Pero por más generosas que sean, que si lo son, las proposiciones del autor del Archimillonario, se me antoja que no se deben aceptar.
Porque... ¡qué sé yo!, pero se me figura que la restauración del teatro no debe venir de manos de Novo y Colson, ni de manos del Sr. Laserna.
Este Sr. Laserna creo que también es autor dramático, pero no de mi tiempo; a este ya no le alcancé yo, o, mejor dicho, no me alcanzó él a mí. Ni me alcanzará probablemente; porque en tratándose de estos autores nuevos, esperanza de nuestra escena, no me alcanza un galgo.