II editar

La Montálvez es, ante todo, una valentía moral, más diré, cristiana. El que quiera hacer justicia al autor y saborear las mieles más delicadas de este libro, necesita estar muy experimental en el arte difícil de las buenas intenciones. El que por emulación, que bien puede ser vehemente acicate, aunque sea ridícula por lo disparatada, o por envidia, o por prurito pedantesco de crítica, prescinda de considerar, ante todo, la obra en conjunto, en su relación a las demás producciones del autor, en lo que representa el nuevo libro para la historia artística de Pereda, en lo que significa en el estado actual de nuestra novela; el que prescinda de todo esto y prefiera aplicar a La Montálvez los cánones de tal o cual dogmatismo disciplinario de estética, sin pensar en lo más recóndito, en el perfume delicado que guarda el libro en las entrañas de su idea como un tesoro, ese podrá señalar uno y otro defecto, que brillan y se ven de lejos, defectos que cualquier crítico de ocasión distingue fácilmente pero no podrá el tal decir que ha comprendido La Montálvez y sentido toda su belleza.

Los principales lunares, como se dice, saltan a la vista; se pueden recitar de corrido, en pocas palabras, en escueta y cruda enumeración; lo que hace olvidar tales defectos, lo que rescata el libro, como debería poder decirse en castellano; lo que nos conmueve profundamente y sugiere mil ideas grandes, austeras, y habla a las energías más nobles y sanas del alma, eso no se explica tan pronto, ni todos pueden entenderlo, y menos sentirlo. Por lo cual creo que generalmente ha de gustar La Montálvez menos que otras hermanas suyas; y hasta he de permitirme enajenándome de paso cien voluntades pensar que algunos entusiastas incondicionales de todo lo que produce el ingenio probado, entusiastas tan generosos y simpáticos como imprudentes y peligrosos, no han de ser esta vez tan sinceros en sus alabanzas como en otras ocasiones.

Hoy en el público, gracias al progreso, hay una gran masa de bachilleres (graduados o no) repartidos por las huestes de los meros lectores y por las poco menos numerosas de la prensa, ya madrileña, ya provinciana; el lector, que admira y siente quand-même, va desapareciendo; el pío lector ya no es pío, es un pensador a su manera, ha leído... y casi siempre ¡ha escrito!, ¡juzga con frialdad y lee con las de Caín! No quiere comulgar con ruedas de molino.

A cada autor favorito se le tiene una cuenta abierta. Todo libro nuevo trae consigo una cotización. Los lectores se preguntan: ¿Ha leído usted la última obra de Fulano? Y según los casos: ¿Cumple lo que prometía? ¿Se ha agotado? (El gran placer de muchos: que se agote un autor.) ¿Sube? ¿Baja? ¿Es una caída? ¿Sirve para quitasol y paraguas, o no es más que manguito o abanico? etc., etc.

Pereda, como cada cual, tiene su cuenta abierta. La curiosidad fría y la envidia maliciosa quieren saber si el ilustre escritor montañés puede salir de su provincia, si sabe escribir de cosas que no sucedan en Santander. Y aunque la misma pregunta parece desde luego absurda, más absurda -si en esto caben grados- parecerá la contestación que ya ha dado algún... periodista. «No, se ha dicho; Pereda no debe salir de su pueblo, debe volverse a Santander» ¡Así estamos!, a Pereda, a una gloria de España, reconocida por toda Europa y toda América, le dice el anónimo del cuarto estado: «¡Métase usted en su pueblo!» Pero, en fin, hagamos lo que el pretor: no nos cuidemos de mínimis.