III editar

Pedro Sánchez, la mejor novela, por lo menos la más novela de Pereda, en muchos respectos, probó gloriosamente que su autor, aunque fuese nuestro primer poeta naturalista, en prosa y todo, aunque fuese nuestro mejor pintor de paisajes, y el La-Bruyère de las provincias del Norte, podía, además, aspirar a renovar sus laureles venciendo en otros empeños. Se le aconsejó muchas veces, yo entre muchos, que ahondara más en las almas, que no siempre pintase lo especial de Santander, sino lo más general, y, sobre todo, lo más profundo de lo humano. El salir de la montaña, más quería decir salir de la novela de costumbres exteriores, si se puede decir así, de descripción local, en que predomina el elemento plástico, muy a nuestro sabor, pero en que faltan muchas otras cosas, que el gran novelista moderno debe tener y que Pereda puede ofrecernos; más quería decir esto, lo de salir de Santander que el empeño de un cambio geográfico en el lugar de la acción. Esto último era casi indiferente, aunque es claro que ciertos asuntos exigían también cambio de aires, ¿Ha caído Pereda por su viaje de La Montálvez? Algunos han dicho que sí en los periódicos; otros, menos atrevidos, lo dicen por ahí verbalmente y sin firma.

Yo pienso, y digo con toda franqueza lo que pienso: que La Montálvez tiene muchos defectos de relumbrón; y llamo así, y nótelo el autor si esto lee, a los que descubrirá fácilmente cualquier lector, menos diré, cualquier crítico gratuito de gacetilla; a los que sabría evitar o sortear cualquier experta medianía francesa (las españolas ni eso saben), de esas que han aprendido a estudiar el medio en que colocan la acción y describen perfectamente tinteros, cortinas, bibelotes, sietemesinos y tertulias vespertinas o sean matinées serondas (five o' clock, que dicen los clásicos), cacharros, menús y asuntos de crónica escandalosa. El Sr. Pereda sabe poco de estas materias; no ha vivido, o ha vivido poco tiempo, en lugar a propósito para estudiarlas, y como pasa como sobre ascuas por ellas, y como muchos entienden que la novela moderna ha de describir siempre todo lo que hay alrededor de quien habla, y, sobre todo, como Pereda nos tiene acostumbrados a sus maravillosos escenarios, de aquí sin duda que sea la decepción principal de los que se quejan, lo poco original, lo poco gráfico, la poco fuerte, claro y real de la parte descriptiva de La Montálvez, salvas algunas excepciones, como el banquete en que muere el padre de la protagonista, y algunas otras escenas. Yo opino que aun en este punto de las descripciones habría algo que decir en defensa del autor; pero concedo (recurso lógico y retórico que ya aconseja Quintiliano), me guardo mis argumentos y sigo enumerando los defectos, por cuya realidad no hemos de reñir.

También se nota (y en esto sí que no cabe gran defensa) que no siempre los personajes hablan como deben; que al lado de diálogos vivos, naturales y oportunos, hay polémicas, disertaciones e interrogatorios en que falta oportunidad, claro oscuro y la verosimilitud indispensable. Lo peor de estos diálogos suele ser el lenguaje y el estilo. Pereda, que tan bien hace hablar a sus aldeanos, marineros, hidalgos montañeses, indianos, jándalos, etc., etc., suele tropezar con la frialdad seudocastiza cuando mueve los labios de damas y caballeros de cultivada inteligencia, como lo prueban las conversaciones en que interviene cierta señorita de la novela De tal palo tal astilla, y muchas de La Montálvez, singularmente la que tienen al principio de la novela las tres amigas, Sagrario, Leticia y Verónica; aquellos prolegómenos mundanos, en mi opinión, ni son necesarios, ni están presentados en un diálogo digno de Pereda. Dos causas contribuyen, según barrunto, a que el autor de Sotileza no haga siempre maravillas en el diálogo de cierta clase de personajes.

La primera y principal es que, así como pocos autores de novelas han llegado a transformarse con tanta fuerza e ilusión de verdad en las figuras que han creado como este Pereda, cuando se trata de caracteres, clases, tipos y temperamentos por él estudiados y penetrados en larguísimo trato y experiencia, así también hay pocos escritores (de los de primera clase hablo) que abandonen tanto a las contingencias de la pluma no inspirada los hombres y las cosas con que no congenian, que no han comprendido y medido bien, o que le son antipáticos. Sí; respecto de ciertas gentes, cuya vida él no conoce bien o no quiere conocer, Pereda se parece algo a su doña Ramona, la Esfinge (la mejor figura tal vez de este libro; por lo menos, la pintada con más verdad, más pureza y mejores tonos); su Esfinge aborrece el gran mundo, a las damas encopetadas y pecadoras, y aborrece sin conocer, exagerando el pecado, la perversión, con una injusticia que tiene su grandeza y su disculpa. Pereda, se ve en todo el libro, casi hace alarde de no conocer de cerca el mundo en que coloca la principal parte de la acción; desprecia a muchos de sus personajes, y como no los ama, no los siente bien; no se transforma en ellos, y les hace hablar... como quiere la retórica, es decir, de la peor manera para que hablen como deben.

Y aquí entra la segunda causa del defecto a que me venía refiriendo. No es el autor de Sotileza hombre que se avenga a ninguna servidumbre, ni siquiera a la académica; pero si es muy respetuoso, demasiado, de toda clase de autoridades, tradicionales, y entre otras cosas, respeta, cuando escribe en frío, lo que se llama todavía lenguaje y estilo castizo, clásico, de pura cepa castellana, etc., etc. Y él, que escribe con divina frescura y naturalidad cuando ama lo que escribe, en los momentos de aridez, en los que el mover la pluma es un oficio, se acuerda del período rotundo, de los giros de elegancia y falsa familiaridad que no sé por qué se llaman cervantinos, y, en suma, se parece a los prólogos de Guerra y Orbe y a los discursos académicos de nuestros mejores hablistas... y ya no es Pereda, ni cosa que lo valga. Y cuando esta manera de escribir cae sobre un diálogo de personajes que no deben hablar así, que son casi todos, denota mucho más la frialdad y falta de naturalidad y vida del endiablado lenguaje correcto, castellano rancio, «que recuerda el de los Luises, los Saavedra, los Solís, etc., etc.». Lo mismo que digo de esta clase de diálogos que abundan en La Montálvez, lo digo también de gran parte de los Apuntes de Verónica; pierden mucha fuerza, quitan calor y verdad al libro, porque, sean buenos o malos, ese lenguaje y ese estilo no pueden ser los de mujer semejante.

Como se ve, sólo un malvado, de puro mala intención que tenga, podrá decir que escribo una defensa de La Montálvez, que atenúo sus defectos y hago resaltar sus bellezas. No, y mil veces no. Admiro a Pereda; soy de los que opinan que al ingenio demostrado cien veces, y que llega a cierta jerarquía, se le deben más respeto y consideración que al escritor inútil, a quien conviene desengañar cuanto antes; pero no soy de los que piensan que el respeto y la consideración consisten en adular y encontrar en todo maravillas. He hablado, y seguiré hablando mucho todavía, de los defectos que a La Montálvez se le atribuyen, y algunos de los cuales creo que tiene; pero es claro que, terminada esta tarea, que no llamaré ingrata, me juzgaré con derecho para referirme a lo que creo valor positivo y muy grande de esta novela; la cual, en mi opinión, y usando el tecnicismo de cierta crítica moderna, tiene menos fuerza que Pedro Sánchez y Sotileza, pero es más sugestiva, o por lo menos tanto.

Y ¡cosa triste!, la facilidad y claridad relativa con que podré y pude discurrir acerca de los defectos de La Montálvez, es probable, casi seguro, que se truequen en oscuridad y vaguedad irremediables, para muchos lectores, cuando se trate de procurar ver y sentir la dulcísima belleza que, como una luz mística, brilla alumbrando en muchos pasajes del libro; el cual, además, tiene un sanísimo aroma, que es al alma lo que es al sentido el olor de ricas manzanas de mi tierra puestas a madurar entre puñados de heno.