Así se llama el último libro de Pereda, y debe el título al apellido de una gran dama, protagonista de la novela. Laméntanse muchos críticos y no pocos lectores, críticos orales, del prurito que aqueja a los novelistas modernos de manejar constantemente el lodo y el cieno de las más bajas miserias sociales, como si las estatuas del arte novelesco no pudieran ser amasadas con mejor pasta, con barro más noble; y les echan en cara que siempre o casi siempre escogen sus personajes y el lugar de la acción en medio del arroyo, entre las últimas capas sociales (así suele llamarse, por terrible antífrasis, a las clases que no tienen capa generalmente). ¿Qué ha de resultar de aquí? Que como esas capas no tienen educación, ni han ido al Instituto, están plagadas de concupiscencia y chorrean lujuria, y, por consiguiente, los libros que las retratan chorrean lo mismo. Está bien; pero es el caso que cuando el novelista moderno, que se precia de decir lo que siente y de pintar lo que ve, deja las cloacas de la miseria urbana y sale al campo... se encuentra con lo mismo; ejemplo de ello: La Tierra, de Zola. Y si vuelve a la ciudad, y huyendo, por idealismo, de los proletarios mal olientes sube a la clase media... se encuentra, con pequeñas diferencias, semejante espectáculo. Ejemplo de esto: Pot-Bouille, del Zola. Y si sube más, y penetra en los salones del que llamamos por acá gran mundo, y en Francia el mundo por antonomasia, el arte moderno no tropieza con menos libidinoso cuadro; así, dos de las más recientes novelas, Mensonges, de Paul Bourget, en Francia, y La Montálvez, en España, tratan análogo asunto: la vida de una señora de la más alta y mejor forrada capa social; y sin embargo, y a pesar de ser ambos autores, Pereda y Bourget, serenos, prudentes, justos, comedidos, incapaces de mentir y aun de exagerar, los dos, con igual valentía, declaran horrores respecto de las costumbres que retratan y de las interioridades que refieren. ¿Qué es esto? ¿Será que tenía razón cierto famoso presbítero, amigo mío, hoy amigo del Papa, que me decía: «Los resortes del pícaro mundo son la vanidad y la lujuria»?

Lo que yo creo es que los enemigos de ver en las novelas cosas feas y tristes, muchos pecados y bajezas y lascivia a discreción, lo que deben hacer para lograr su intento, para no dejar en la literatura amena o ligera (que de ambos modos se califica) más que el regocijo y las sonajas que pide el muy discreto Castro y Serrano en el prólogo de sus Historias vulgares; lo que deben hacer es atacar el mal en la raíz, y negar en redondo la legitimidad del arte realista, del arte que copia la vida tal como la encuentra. Todo lo demás son paños calientes, transacciones deshonrosas para los buenos idealistas, y patentes de corso para el desenfreno pornográfico de los que parece que se deleitan en retratar las miserias del mundo, o se debe mentir, o no. Si no se debe mentir, no se debe escribir; porque si se escribe y no se miente, no hay más remedio que pintar al hombre como un animal eminentemente vicioso, tal vez lujurioso. Esto no es pesimismo, es historia natural; por lo menos no es pesimismo absoluto..., que es el único pesimismo posible.

Consentir que sea la novela reflejo de la sociedad en que vivimos, y después quejarse de que nuestros autores realistas son tristes y desengañados, y de que sus obras hacen pensar en las mismas profundas lacerias de que hablan, por ejemplo, Salomón, Job, Kempis; esto, digo, es contradecirse, es quitar con una mano lo que se da con la otra. Si ha de exigirse que toda literatura sea de pura diversión, regocijada, como decimos los castizos, consuelo de los afligidos, rosa mística y torre de marfil, entonces no se permita escribir novelas más que a Octavio Feuillet o al Cherbuliez que haga sus veces, y recreémonos cuanto quepa en la contemplación de lo bello, lo bueno, y lo verdadero, representados, v. gr., por aquella señorita de La Muerta, enamorada de la política Luis XIV, de la literatura Luis XIV, del mobiliario Luis XIV, de la religión Luis XIV, y, en fin, de todo lo que sea Luis XIV, en cuyo tiempo vive ella en espíritu.

Los escritores sinceros, esos que tan mal le parecen ahora a M. Brunétière, coinciden en encontrar el mundo muy atrasado en punto a buenas intenciones y a lo que llamaba Frontaura, en El Cascabel, el decoro debido. Es absurdo pensar que hay tacto de codos en esto de pintar tantos cuadros casi negros, y que se entiendan por señas escritores como Tolstoï en Rusia, Zola en Francia y Pereda en España, tres señores que ni se tratan, ni probablemente se estiman.

Viniendo al nuestro, que ya es hora: ¿quién se atreverá a acusar al autor de Sotileza y de El sabor de la Tierruca, de afectación, de partido tomado, como decía el otro, de pesimismo fingido, de decadentismo moral y religioso? En fortaleza de ánimo, frescura y nitidez de ideas morales, sinceridad religiosa, sencillez de formas literarias, tiene caudales Pereda suficientes para regenerar toda una raza; decir que Pereda puede estar influido por el naturalismo pesimista francés, es demostrar que no se sabe quién es el novelista santanderino. Si la literatura moderna con sus angustias, tristezas y alambicamientos es una peste (yo no lo creo), bien puede asegurarse que Pereda vive en un lazareto. Todo en él es original, espontáneo; si algo lee de rusos y franceses, no le llega muy adentro; y, en fin, no cabe conocerle y suponerle influido por escritores extraños. Pues bien: La Montálvez es, en el fondo, tan fiel espejo de miserias humanas como lo son La Curée o Ana Karenine.

¡Cuán diferente criterio filosófico y literario guían a Zola, a Tolstoï y a Pereda! ¡Cuánto se separan al pensar en el fundamento de la realidad, en las leyes naturales, en el ideal humano..., y cómo coinciden, los tres francos, los tres nobles, los tres fuertes, los tres rudos (sobre todo Zola y Pereda), al mostrarnos la verdad verdadera de la vida cortesana, de la mujer que brilla en el gran mundo!

Acabo de citar juntos los nombres de Pereda y Tolstoï; y aunque esto sea una digresión, quiero notar las íntimas analogías que hay en el alma y en el arte de ambos autores junto a tantos y tantos elementos y circunstancias que los distinguen y aun separan. El que haya visto a Pereda en el campo y le haya acompañado en excursiones por su país, o por otro parecido, no me negará que, en aquel cariño fuerte, sano, como pudoroso, a lo que llamamos por antonomasia la naturaleza, se ve algo semejante a lo que Tolstoï nos pinta, sin duda retratándose, en su famoso y muy simpático personaje Levine, el señor ruso que en la ciudad se asfixia y que encuentra una voluptuosidad sublime en pasarse un día de sol a sol segando como un gañán en los frescos prados, confundido con los humildes aldeanos de sus propios dominios. Hay en Pereda una graciosa y, entendiéndole bien, muy simpática aversión a la capital ruidosa donde la vida tiene que ser, a poco que nos dejemos dominar por el medio ambiente, precipitada, superficial, insignificante, teatral y artificiosa; y esa misma ojeriza se ve en el Levine de Tolstoï, que, como Pereda, tiende a la paz del campo, no para entregarse a la poesía bucólica, a un lirismo ocioso, ni para vegetar pensando como Rousseau, sino para saborear los jugos de la vida aldeana en actividad útil y seria, también poética, pero sin remilgos de églogas ni filosofías panteísticas, sino con un amor casto, profundo, ruboroso, poco hablador, casi diría reconcentrado y huraño, pero muy fuerte, muy sincero, muy arraigado.

Este modo de querer a la madre naturaleza, como la llama Emilia Pardo Bazán, no pueden comprenderlo aquellos que van al campo en calidad de turistas, los snobs, ni los que recurren a él para curar los pulmones o tomar leche de burras, o buscarse electores, recoger notas para libros, cuadros, etc.; sólo pueden comprenderlo los que, como Levine (léase Tolstoï) y Pereda son, en cierto modo, aldeanos sin dejar de ser artistas, y han llegado a penetrar la belleza útil y dulce de la tierra, viviendo pegados a ella años y años, interesados de veras en esta manera de vida, llena el alma de emociones y recuerdos antiguos de esa leyenda rítmica de las estaciones, siempre igual y siempre nueva. El espíritu poético naturalista de Pereda y de Levine se acerca más a las Geórgicas que al del Jocelyn de Lamartine, por ejemplo; la esencia de su encanto está compuesta de purísima, íntima idealidad, y de elementos utilitarios, como la hermosura del arte arquitectónico y de la oratoria; Levine y Pereda huyen, por lo común, de divagaciones contemplativas, y dan cuerpo a su inspiración poética con asuntos útiles, de provecho, de la vida agrícola... y con una tendencia moral, sana y sencilla. Levine (Tolstoï) es un moralista, y Pereda es otro moralista. Y entiéndase que el moralista no necesita ser indispensablemente pesado, machacón, inoportuno.

Mucho más pudiera decir de las semejanzas que creo haber descubierto entre el escritor ruso y el escritor montañés, y acaso algún día, hablando del carácter de Pereda con detenimiento, exponga más analogías, detalles y reflexiones; pero aquí hoy no cabe parar la atención más tiempo en ello.

A quien se parece tanto el poeta de Tipos y paisajes es al personaje Levine, que es, en parte, retrato del autor, el cual ya había pintado sus propias facciones, en aquel famoso Pedro Besukof, de Guerra y paz; pero el conde Tolstoï es, o fue por mucho tiempo, además de un Levine y un príncipe Pedro, un príncipe Andrés (de Guerra y paz) y algo también de un Wronski (de Ana Karenine); es decir, fue el hombre de la corte, el gran artista, que es también magnate, héroe de los salones, práctico de los mares del gran mundo.

Por eso, al lado de la Rusia campestre, y del mujik, y de Levine, nos enseña con no menor maestría la Rusia de Petersburgo y de Moscou, de los palacios y de los clubs aristocráticos. Pereda no tiene dentro de sí este doble hombre, este príncipe ruso que brilla en la corte a pesar de ser campesino. Pereda, repito, se parece a Tolstoï en lo que este tiene de su Levine. ¿Cómo hubiera escrito Levine una novela en que se pintara la vida de la gran capital que tanto le aburre? Probablemente como Pereda ha escrito La Montálvez, con el mismo vigor candoroso en el fondo, con las mismas grandes cualidades y con los mismos defectos, muchos de ellos no sólo disculpables, sino hasta graciosamente significativos del carácter, del autor, menos flexible que noble, varonil, serio, tierno y profundamente religioso.


Referencias

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