Al Sr. D. Benito Pérez Galdós, en El Globo.


Mi querido amigo (ya sabe usted que nunca le llamo maestro, porque ni de ser su discípulo me creo digno, ni es cosa averiguada que yo vaya para novelista): ignoro dónde estará usted al recibo de estas cortas líneas, y aun si las recibirá. ¿Ha vuelto usted de Inglaterra? ¿Anda por Dinamarca? ¿Visita a Holanda? ¿Baja por el Rhin? ¿Estudia sobre los vericuetos suizos el esnobismo andante? Nada sé; y pues le debo carta y mil parabienes, para que conste que le escribo, después de terminar la lectura del cuarto tomo de Fortunata y Jacinta, mando la presente a las columnas de El Globo, donde sé que tengo fraternal acogida; y así podré en su día probar, con esta especie de escritura pública, que he cumplido como un caballero, y como esto que llamamos crítico.

Escribe usted la última parte de su novela; la entrega a la imprenta, y diciendo: «ahí queda eso», deja que se publique mientras usted viaja por el extranjero. ¡Bien se ve que es usted el autor de los Episodios y de las Novelas contemporáneas, donde se estudia a los españoles como si se les hubiera parido! Sí, usted quiere mucho a su pueblo; pero aún le conoce más que le quiere, y sabe que por novela de más o de menos, así sea de usted, no nos asustamos. En otra parte, el primer novelista de su tierra, al publicar el último tomo de una obra de gran empeño, no se dedicaría a recorrer países lejanos; se quedaría en casa a saborear el efecto de la impresión primera, a oír las alabanzas y las censuras, a contemplar los homenajes del entusiasmo y los estragos de la envidia. El primer novelista español, que sabe con qué bueyes ara, armado del estoicismo necesario, deja el libro correr, hacer su negocio, y se va a paseo porque sabe que nadie envidia en alta voz, ni nadie se entusiasma con mucho gusto, y que son pocos los que leen, y menos los que entienden lo leído. Sabe Galdós que de su novela, por buena que sea, se hablará poco, y que si coincide su publicación con alguna gracia del general Salamanca, o alguna cuchufleta representada de Romero Robledo, no se hablará nada de su novela. Y se va.

En tanto, allá en Francia no le dejan a Zola terminar su Tierra, y la atención general se le echa encima protestando... pero leyendo. «Pega, pero paga», es decir, pero lee, se dirá Zola, tan contento. La tontería de los cinco naturalistas protestantes ha servido para demostrar que un público inmenso estaba leyendo el folletín de Gil Blas.

A usted, D. Benito, también se le compra aquí más que a otro escritor alguno, como declara noblemente nuestro insigne D. Juan Valera, ídolo de usted y también mío; es más, hay bastantes españoles que leen sus novelas de usted después de comprarla, y muchos más que sin comprarlas las leen. Lo que no hay es periódicos que hablen de ellas tanto como por sí y por su autor merecen. La crítica, si la hay, no tiene perdón de Dios, dejando pasar sin examen detenido, sin discusión, sin el calor de las polémicas literarias, fecundas cuando se sabe lo que se dice, sus libros de usted, que son dignos siempre de crear esa atmósfera literaria que en otros países es la más hermosa y fuerte manifestación del espíritu del pueblo culto. Aquí los críticos, o lo que sean, ya no hablan más que de los libros de algún amigo o recomendado, o de algún enemigo. Ni siquiera los envidiosos se atreven con usted. Ya sé, con pruebas concluyentes, que le importa un rábano (así se dice y bien dicho está) de todo esto; pero no lo siento yo por usted, sino por los demás, por la patria artística.

Y dejo ya estos lugares comunes elegíacos, que merecen más detenido estudio más lúgubres lamentaciones.

Fortunata y Jacinta tiene un gran defecto para España: sus cuatro tomos. Hace días un revistero francés decía que en Italia se lee poco... porque hace casi siempre buen tiempo. Tiene razón, aunque no ha descubierto nada.

Soy menos partidario que mi amigo Pompeyo Gener de buscar en causas étnicas y climatológicas el fundamento de casi todo; pero reconozco que el sol es un enemigo de la literatura y un protector de la política y de los toros. Salir a la calle a hablar mal del Gobierno o a ver matar a Frascuelo, es más fácil y más agradable, y hasta más higiénico, valga la verdad, que quedarse en casa leyendo, en mala postura probablemente, con respiración difícil y en un ambiente impuro. En España, la mayor parte del pueblo no tiene más habitación bien ventilada... que la calle. En fin, somos unos filósofos peripatéticos, sin filosofía. Aristóteles meditaba paseando; nosotros paseamos sin meditar: esa es la única diferencia entre esta España y aquella Grecia.

Pues bien: los cuatro tomos de Fortunata tienen ya un defecto en ser cuatro. Si los críticos se dignaran hablar del libro, vería usted cómo eso era lo primero que decían. O nos trae usted el cielo de Londres, o escribe menos largo; o quita usted sol, o quita tomos. Nuestra querida amiga, por ambos admirada, doña Emilia Pardo Bazán, ha entendido mejor que usted a nuestros amados compatriotas; también tiene que hablarles largo y tendido...; pero se pone al sol a contárselo; se sale con la literatura a la puerta de la calle. Ahí la tiene usted, en Orense, a la hora en que escribo, haciéndose oír de un pueblo entero un artículo de la más escogida crítica; ahí la tiene usted, obligando con su habilidad y con su elocuencia al telégrafo a convertirse en cátedra de literatura; hoy, gracias a doña Emilia, sabe España entera que el P. Feijóo fue un grande hombre, lo cual prueba que existió, que era lo que muchos ignoraban antes. Hace pocas semanas todos los celtas y celtíberos de la Península (y los bereberes, amigo Gener), estábamos en ascuas hasta saber lo que había dicho Salamanca; hoy sabemos algo mejor: lo que dijo Feijóo. Hace medio año apenas, nuestra amiga quiso comunicar a España su entusiasmo por la literatura rusa, y comenzó por enterarnos de lo que había sobre el particular. Sí, y por España entera corrieron los tres tomitos de La revolución y la novela en Rusia; yo los he visto en el bufete de un abogado, sobre el mostrador de un comerciante. ¿Por qué esta difusión de la luz oriental?

Porque doña Emilia comenzó por leer ella su libro en el Ateneo, como quien dice, en la Puerta del Sol. Dios se lo pague, dirá usted; pero no todos tenemos los mismos ánimos. Corriente; pero replico yo: si usted no está dispuesto a leer sus novelas en público, o a dejar que se las lean Grilo o Cañete (grandes lectores que leen haciendo pucheros y haciendo música, que es una bendición), si usted no pasa por eso, recoja velas, recoja lomos, trabaje por ser breve, aunque se haga oscuro. U otra cosa. En vez de escribir, pinte usted en lienzos muy grandes, aunque sean muy malos; lleve usted a la Exposición sus creaciones, y no tema cansar a la crítica. Verá usted salir críticas a docenas por esos periódicos, Ilustraciones inclusive, filosofando a todo trapo con motivo de sus cuadros de usted, malos y todo. Se ha notado eso, y perdone usted la digresión; nuestros censores ordinarios, que ante libros de mucha miga, llenos de ideas, no tienen nada que decir, en cuanto llega una Exposición de pinturas se convierten en Sénecas y Platones, y aquello es discurrir, y meditar, y hacer consideraciones sobre la pequeñez de las cosas humanas, todo, en fin, lo que no sea tratar de pintura como exige la técnica difícil del arte. En cuanto hay Exposición, sobran motivos para recordar que somos una raza de teólogos. Ahora, tratándose de novelas que debieran dar mucho que pensar, el que más dice de esos críticos, dice... que las figuras están bien o mal dibujadas, que aquel D. Fulano se sale del cuadro, que se abusa de las medias tintas, etc., etc. ¡Vaya usted a entenderse con estos señores! No se puede.

No temo que usted se impaciente con tantas digresiones, porque, por grande que sea su modestia, para saber que Fortunata es un buen libro, no necesita que yo se lo diga. ¿Cómo ha de necesitarlo? Usted no es tonto, y que la novela es admirable, salta a la vista.

Lo que yo no puedo adivinar a ciencia cierta es la clase de defectos -además de ese de los cuatro tomos que le pondrán, si se deciden a hablar de ella, los críticos idealistas, que todavía tienen uniforme, ni los errores de dogma y de disciplina que descubrirán los naturalistas juramentados. ¿Fortunata es real, o ideal? ¿Hay o no hay Fortunatas? ¡Vaya usted a saber! Yo creo que los Juan Pablo del café del Gallo y de otros cafés, van a opinar que no hay tales Fortunatas, y que eso no es copiar del natural, ni ese modo de tener por el naturalismo. En cuanto a los Ponce que conozco, críticos de regalo, como los periódicos de anuncios, opinarán todos que usted ahoga la acción en la multitud de los pormenores, y que echa a perder las situaciones dramáticas con su lenguaje ordinario y con su estilo demasiado llano y tranquilo. He oído decir que sobra casi todo el primer tomo y gran parte del segundo, y no poco del tercero, y mucho del cuarto.

Usted mismo, D. Benito, que es demasiado benévolo con los Ponces, como su Ballester; usted mismo dice que la novela es pesada, que el primer tomo no debe de gustar... No sabe usted lo que se dice (ahí tiene usted por qué no le llamo maestro; porque me pongo yo a darle lecciones). El primer tomo es primoroso; la apología del mantón de Manila, de lo más original y elocuente: hay allí mezcla del recóndito gusto artístico delicado y tierno de los Goncourt con la forma de un Calderón en prosa... y sobre todo mucho de puro Galdós, el Goya, un poco serondo, de las letras. Esa China que tanto ha dado que decir y que cantar al cosmopolitismo literario modernos y que aun hoy inspira versos a Emilio Blemont, narraciones preciosas a Pedro Loti y novelas graciosas y delicadas a Eca de Queiroz, nos la presenta usted en relación con nuestro comercio de la calle de Postas y de Carretas, y no puede ser más picante y humorístico el efecto, sin dejar de ser reales los datos en que se funda. Tales contrastes sólo sabe encontrarlos un artista; y buscarlos en la realidad sólo sabe un gran naturalista, en el sentido serio y significativo de la palabra, que no ha de pasar, porque es algo más que una moda. En la historia y relación de parentescos, especie de selva oscura de linajes, algo pudo cortarse, pero tampoco mucho, porque el argumento e índole general de la novela no lo consienten, y porque la ilusión de realidad y el mérito del estudio social exigían todo ese trabajo, o poco menos.

Y lo que es en lo demás del primer tomo, ¿qué puede sobrar? ¿Tal vez algunos mimos algo transportados de Santa Cruz y de Jacinta?

Sea, por no discutir. Pero en lo demás, no se me toque, Ido del Sagrado es inviolable, y ni una letra de cuantas a él atañen se puede suprimir. ¿Dónde habrá cosa más graciosa que su borrachera carnal? ¿Qué escena ha pintado usted mismo, D. Benito, que haga reír tan de corazón como aquella en que Santa Cruz da de limosna una chuleta a D. José Ido? Como con una de las salidas de D. Quijote reí yo al llegar adonde dice:

-Observo una cosa, querido D. José.

-¿Qué?

-Que no masca usted lo que come.

-¡Oh! ¿Le interesa a usted que masque...?

Todo lo que se refiere a la casa de alquiler donde vive el Pituso, pertenece al gran arte de observación y descripción, y es a la literatura española lo que aquella otra casa de alquiler de L'Assommoir a la literatura francesa. La diferencia está, en que el cuadro de Zola es más triste y más fuerte, el de usted más pintoresco y gracioso; pero ambos de grandísimo efecto.

Vea usted lo que son las discrepancias. A mí me parece que en el segundo tomo es donde se hubiera podido (no cortar, que eso es salvajismo), pero sí echar fuera un poco de lastre retórico y descriptivo al pintar la casa y la vida de doña Lupe y familia. Papitos, especie de Miñón en prosa, tiene muchísima gracia, es original y está hablando...; pero en los incidentes domésticos que le incumben se podía haber ido más de prisa, así como en otros pasajes, y, sobre todo, en las miradas retrospectivas, como las llamaba Pérez Escrich, a quien yo debo tan puras y vigorosas emociones. No puedo ir señalando aquí una por una las escenas, narraciones y descripciones de interés secundario, en que se debió, en mi opinión, abreviar, no suprimir. Y advierto que aun esto lo concedo, considerando aquello de que cuatro tomos son muchos en España. Por lo demás, sobrar, lo que se llama sobrar, no sobra nada, y todo contribuye (y en esto hay que fijarse) a que sea más interesante la ilusión de realidad -suprema aspiración del arte imitativo- de ese pedazo de vida que usted acaba de dar a la estampa. Pensando en esto, casi estoy arrepentido de haber dicho que se podía haber aligerado la obra. No las tengo todas conmigo. Mire usted, acaso no; acaso no había nada que quitar, o muy poco. Por otra parte, ¿qué hombre que se precie de amar la belleza se atreve a decir que en un libro sobran episodios que, a más de no ser impertinentes, son hermosísimos?

Todo lo que pasa en las Micaelas, convento de Arrepentidas, es un primor de penetración y verdad, de una novedad absoluta en las letras españolas; y sin embargo, todo eso que ocupa muchas páginas, pudo haberse dicho en pocas palabras, por el sistema del lápiz rojo. No, D. Benito; yo no quiero cargar con la responsabilidad de decir que en libro tan excelente, tan pensado, tan ameno, profundo y nuevo, sobran varias cosas. Me acuerdo, y siento escalofríos, de la aventura de Máximo de Camp, el gran amigo de Flaubert, a quien aconsejaba suprimir en Madame Bovary muchos de los episodios mejores. Y volviendo a las Micaelas, no sé por qué se me figura que usted nunca estuvo de interno en un colegio de esos; pues aun suponiéndole gran pecador, como de fijo le supondrá Cañete, en cuanto es usted naturalista, y llevando la hipótesis hasta figurármelo arrepentido, aun en tal caso, hubiera usted ingresado en un convento de idealistas varones, pero no en uno de señoritas. No, usted no ha podido estar nunca en las Arrepentidas. Entonces, ¿cómo conoce usted aquello tan bien, en lo que debe de ser esencialmente, y en tantos y tan gráficos pormenores? ¿Ha vivido usted con alguna monja? ¡Qué atrocidad! De fijo no. ¿Qué milagro hay aquí? El mismo que en la mayor parte de las obras de Balzac; el milagro de la adivinación artística. Un gran poeta que pone todas sus potencias en ver lo que no hay, llega a sublimes imposibles, bellísimos, y es idealista. Un gran poeta que por la índole de su genio (no por seguir una escuela) pone todos sus esfuerzos de inspirado en ver lo que hay, llega a descubrir el mundo verosímil que ha pintado Balzac y que le ha hecho inmortal; y es realista. Esto no lo ven algunos naturalistas de corral, amigo D. Benito. Estos naturalistas me recuerdan a mí cierta especie de arenga o lección que, por casualidad, le oí hace pocos días al reputado profesor de la Academia de Arquitectura, D. Francisco Jareño, el cual decía: «Señores; el arquitecto, además de ser hombre de ciencia, es artista; no es como el ingeniero o el boticario», etc., etc. Estoy casi seguro de que el Sr. Jareño, respetabilísimo y sabio profesor, cree de buena fe que todos, o los más de los arquitectos, son artistas. Artistas como estas promociones de arquitectos son los novelistas que no comprenden, ni comprenderán, nunca, que no se escriben verdaderas novelas a fuerza de discreción, de documentos y de estar cargados de razón contra los idealistas.

No sólo bueno, sino absolutamente necesario, es ser observador, gran observador, para escribir novelas por el estilo realista; pero llega un punto en que no cabe la observación inmediata, directa, conforme a las reglas ordinarias de la lógica, y entonces hace falta que lo que llamamos genio (y será lo que Dios quiera) arrime el hombro y eche el resto. En la mayor parte del arte psicológico, cuando no se trata del puramente subjetivo y, todo lo más, del experimental, que llaman muchos subjetivo también, es indispensable prescindir, si se quiere ahondar, de la observación inmediata. ¿Quién sabe hacerlo? El que sepa. Galdós sabe. Aquella madre de las Micaelas; Marcela, que apenas hace más que pasar por el escenario, es un dechado de adivinación, una figura de muchísima fuerza, de un relieve extraordinario, uno de esos personajes aparentemente secundarios que sólo se ven en los grandes maestros de la literatura.

Pero no quiero hablar de personajes, porque entonces esta carta sería interminable. Sin salir de las Micaelas, diría que así como Fortunata es la heroína de todo el libro, Mauricia es la protagonista de todo el episodio del convento. ¡Qué Mauricia! ¡Qué estatua! Cuando usted la hace salir de aquel retiro llamando púas a las monjas, con una bota en una mano, corrida y silbada por los pilletes, llega usted adonde han llegado pocos escritores realistas de los de buena ley; y hace pensar en que es cierto que existe ese singular genio español en cuya franqueza, desenfado y justa conciencia de la realidad, hay mundos de gracia y gallardía, salud espiritual, lozanía del alma, que de puro hermosa enternece. Esa y otras muchas situaciones de su libro, en que el idealismo más legítimo y puro se ve de repente puesto a prueba en el crisol de la más cruda realidad, a la luz del medio día, al aire libre, recuerdan tantos y tantos pasajes de Cervantes de igual índole, y hablan en secreto del misterioso como subterráneo parentesco de dos ingenios, el uno soberano de soberanos, el otro príncipe reinante. Así, v. gr., cuando Sancho se levanta molido, después de haber pasado sobre su cuerpo los súbditos de la ínsula, como le hablen del gran vencimiento alcanzado por él, exclama: «El enemigo que yo hubiere vencido, quiero que me le claven en la frente...» y desde entonces se cura, y vuelve a la realidad de la vida y sus miserias, y emprende aquel viaje sublime en que va vertiendo la más castiza, sana y cristiana filosofía que a pensador español se le ha ocurrido. De esta casta de filosofía, aunque con las variaciones propias del tiempo, hay mucha en usted siempre, sobre todo entre líneas, y acaso en esta última novela más que en todas las anteriores.

Pero se dirá usted: ¿adónde va a parar esta criatura con este desorden y estas digresiones sin fin, merced a las cuales aún no ha dicho nada en sustancia, ni tomado el hilo por donde debía, ni sacado a plaza los méritos de Fortunata, de Maxi (el gran Maxi) ni los de Guillermina (la hembra de que estoy más orgulloso en este mundo de mi fantasía, después de la Pitusa, se entiende), ni los de doña Lupe, ni los del endevido Pepe Izquierdo, modelo de modelos, ni los de Estupiñá, ni los de tantos y tantos amigos ilustres?

La verdad es D. Benito, que yo en esta carta no me proponía examinar, como se dice, su novela de usted, tan larga y que pide tiempo. Eso he de hacerlo en otra parte, donde suelo escribir largo, y no quiero decir dónde es, porque a los lectores de El Globo no les suene esto a reclamo, que siempre es cosa fea.

Ya hablaremos de Fortunata, esa dama de las camelias de la Cava de San Miguel; ya hablaremos de Maximiliano Rubín, cuya figura parece fundada en aquella observación que Shakspeare puso en boca de Falstaff: «Estos jóvenes pálidos que no beben vino, acaban por casarse con una prostituta». Por cierto que le llama usted redentor, y al verlo de pronto, me asusté porque entre mis temerarios ensayos de novela tengo uno en proyecto que se llama así: El Redentor. Pero el mío es un redentor político; crucificado también, eso sí, como todos. ¿Cambiaré el título, a esta quisicosa de mi flaco ingenio? Creo que no. ¿Para qué? Siempre se distinguirá su redentor del mío, en ser Maxi una creación como sólo sabe crearlas la sal cervantina de usted. También hablaremos mucho de Guillermina, a quien me atreví a llamar santa realista, y nos ocuparán muchos renglones La de los pavos y su presunto galán D. Evaristo, cuya decrepitud entre gatos pinta usted con tan magistrales rasgos. (Y dispense Quiroga la palabra.) A Santa Cruz, al pícaro que tiene la culpa de todo, le deja usted en la sombra, y puede decirse que sólo se le conoce por cantidades negativas; pero así y todo está clavado. Sin embargo, como no todo ha de ser lo mejor, le diré, por hablar de todo, que ni Jacinta ni su marido me parecen los personajes más acabados y perfectos.

Tiene usted derecho, como le tiene cualquiera que esto lea, para decir que no hay en mí pizca de formalidad, y que no se escriben tantos pliegos acerca de un libro para acabar prometiendo hablar de él en otra parte. Esto se parece a las reformas de Sagasta, que siempre van quedando para la legislatura siguiente. (Y ahora recuerdo, usted es ministerial... bueno, pues usted dispense).

Pero es el caso que yo no me encuentro con fuerzas para borrar nada de lo escrito, y lo que falta, que es casi todo, no cabe aquí. No hemos entrado en materia, como quien dice. Pues ya no entramos. Sirva esta de anuncio, que es lo que principalmente me proponía. Conste que Fortunata y Jacinta es una de las mejores obras de usted; que la crítica debió hablar de ella tanto y más, mejor dicho, que de otras hermanas suyas, admiración de propios y extraños; y conste, por último, que yo pienso dedicar al asunto la atención que merece.

¿Es o no importante materia de actualidad literaria una novela de usted? Lo es. Pues entonces, ¿por qué no hablan de ella los que deben hablar? Yo siento mucho que doña Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, no nos diga públicamente su parecer. También desearía oír, o leer, el de Armando Palacio, que hace mal, muy mal en dejar ociosas sus armas de crítico. De críticos sabios tenemos una regular cosecha; pero críticos de actualidad, de gusto delicado y de juicio imparcial; críticos que, sin alardes de erudición, sean profundamente artistas, tenemos muy pocos, y Palacio, que es de estos, debiera darnos luces y ejemplo, en vez de aprobar o desaprobar en silencio. Picón también, siempre discreto, noble, nervioso, enamorado de veras del arte, debiera darnos su opinión; así como están en el caso de dar la suya Fernanflor, Cavia, Luis Alfonso, Ortega Munilla, Orlando, etc.; y no quiero decir nada de los discretos redactores que de vez en cuando me dejan aquí sitio, que diariamente ellos ocupan con mejor derecho que este pobre gacetillero retirado.

Y adiós, D. Benito. Un abrazo de enhorabuena.

Al cerrar esta, nuestro común amigo, el joven escritor montañés Quintanilla, que tanto promete, me dice que está usted en Santander, de vuelta. No importa, a Madrid va ya la carta; al abrazo le encargo que se separe de ella en Palencia y vaya a buscarle a usted a la patria de Pereda y Menéndez Pelayo.