Mezclilla: 12
VII
editarAl autor de las Flores del mal se le quiere hacer responsable, en gran parte, de los extravíos de los famosos simbolistas que hacen en la actualidad algún ruido desde París; pero semejante acusación es de todo punto infundada, como puede ver el que se tome el trabajo de mirar de cerca lo que pretenden y hacen los simbolistas, que llegan al absurdo grotesco a las primeras de cambio. Ningún hombre de gran talento, de vigorosa originalidad verdadera, puede ser cómplice de semejantes extravagancias, donde lo que más se luce es una aptitud singular para la incoherencia lógica, que viene a ser la manía fija. El simbolismo ha llegado, en poder de algunos de sus más ardientes defensores, a lo mismo que llegó entre nosotros el famoso Estrada, el del Pistón y los Pentacrósticos, y adonde llegó Passanante en Italia, y adonde acaso llegue también el Sr. Carulla si insiste en disolver el universo en pareados de arte menor y mayor. El simbolismo pertenece por muchos de sus aspectos a la categoría de las obras que estudia Lombroso en los casos teratológicos que ofrece la grafomanía como campo de observación. Si esto puede parecer exagerado respecto de algunos partidarios de la nueva escuela, no lo es ni siquiera en apariencia tocante a muchos de ellos. El simbolismo no es la exageración de la poesía de Baudelaire, como pretende algún crítico francés: es sencillamente, y sin más que dejar a salvo el talento de algún simbolista que no se sabe por qué capricho insiste en serlo, una payasada tétrica, que inquieta, que marea, producto, de algunos ingenios mediocres y de muchos nulos. Estos últimos no sólo están en mayoría en tal secta, sino que dan el tono a la retórica nueva y le hacen tomar un aspecto de charada, logogrifo y laberinto poético, que denuncia desde luego el arte del matoide de pluma. En otro artículo, independiente de estos, pienso hablar del simbolismo para decir de él lo poco bueno que se puede decir y lo mucho malo que merece, y por eso no insisto ahora en demostrar mi ruda censura. Pero importa desde luego hacer constar que sólo espíritus muy limitados, que confunden la originalidad con el prurito ridículo y grotesco de la novedad llamativa y tintamarresque, pueden sostener que es responsable de las paradojas e hipérboles, sofismas y disparates de ciertos jóvenes, la extraña personalidad literaria que revelan las Flores del mal, digna de ser entendida por quien no atiende a lo nuevo y original por absurdo y atrevido, pero tampoco lo desprecia por su novedad y atrevimiento mismos, ya se sabe que en nuestros tiempos multitud de autores aspiran a llamar la atención por medio de rarezas y esfuerzos y dislocaciones, como los míseros titiriteros que, ante una competencia desconsoladora, se entregan a la desesperación del salto mortal y del equilibrio imposible, y llegan a inventar modos inauditos para colgar la vida de un cabello, y acaban por cortar el cabello. Los literatos que buscan a toda costa el buen éxito, hacen eso, ya se sabe; pero la gracia de la crítica consiste en distinguir entre el pobre diablo que busca un pedazo de pan dando dos vueltas por los aires y el escritor verdadero que obedece, al marchar por camino desusado, a su temperamento extraordinario y de caracteres singulares, no a las sugestiones del hambre o de la vanagloria... En Baudelaire se puede leer entre líneas toda una metafísica; por lo menos hay allí un poeta que ve y siente a su modo los fundamentales principios de la realidad en cuanto importa a nuestra vida: hace pensar en cosas grandes, nos conmueve profundamente y nos lleva a las regiones de los ensueños graves y a los dominios de esa idealidad que está por encima de las diferencias de idealismos y realismos, que es necesario ambiente de todo espíritu que no esté adormecido por el vicio más bajo o la ignorancia más grosera. Después de leer las Flores del mal, cualquier hombre de regular sentido y de buena fe declara que ha estado comunicando poéticamente con un espíritu elevado, con una conciencia de las escogidas.
Se ven los defectos del pensador, del artista; se reconoce que no es desapasionado; que no tiene la abnegación estética entre los dones de su ingenio; que mira el mundo a través del egoísmo; se nota, en la manera de exornar las visiones poéticas, cierta monotonía que nace del riguroso sistema de producir siempre, en breves poesías plásticas, cuadros y más cuadros, ya psicológicos, ya naturales, ya compuestos; se echa de menos algo de lo que nos dan con exceso poetas anteriores, en que la poesía degenera en discurso, y la corriente rítmica se desborda y llega a causar otra monotonía: la de las pampas inundadas; se advierte que no pulsa muchas cuerdas el autor de tantos y tantos modelos de corrección y exactitud, de concisión y facilidad graciosa; pero a pesar de tales defectos, y aun de otros, subsiste siempre la idea de que se ha tenido enfrente aun de dichos pocos semejantes que tenían algo de nuevo por contarnos y que sabían decirlo de una manera agradable, original y propia.
En cambio, en tantos y tantos mediocres como poetas y se presentan con ciertas sorpresas de lenguaje y tal o cual sofisma estético más o menos recalentado, en vano buscamos una sustancia que revele al hombre notable, al pensador original, fuerte, o al alma que ha pasado por sentimientos de vigor extraordinario o de una ternura excepcional y comunicativa: muchachos y más muchachos, más o menos listos, todos llenos de esas ventajas que la vida refinada de ciertos centros facilita a cualquiera, inventan novedades vulgares, pasmos de un día, materia para el hastío del siguiente; y eso es todo.
Así como Zola no es responsable de las menudencias insulsas, o soeces, o groseras, que nos han contado tantos y tantos prosistas modernísimos franceses y españoles, Baudelaire no es tampoco responsable de las caricaturas que con intención o sin ella se han hecho de su manera y de la índole de su ingenio.
Hoy no cabe hacerle ascos por sus atrevimientos, pues en este punto multitud de escritores en verso y en prosa le han dejado atrás; sus admiradores tampoco deben recomendarle por las excelencias de sus paradojas de idea y de expresión, pues también en esto le han puesto algunos el pie delante: hoy Baudelaire sigue siendo digno de ser leído, porque su nota característica llega al corazón y embelesa el sentido, como los otros grandes autores que nunca fueron admirados por sorprendentes, extraños y excéntricos. Cuando una medianía discurre alguna diablura inaudita, otra medianía más diabólica viene a hacerle pasar a la categoría de un alma de Dios anticuada, merced al descubrimiento de alguna otra zapateta artística. Esto sucede hoy con simbolistas, decadentes, instrumentistas, prerrafaelistas, esteticistas, deliquescentes, etc., etc.: la extravagancia borra la extravagancia. Pero a Baudelaire no hay que colocarle entre esa clase de inventores: hay que penetrar en su obra prescindiendo de ciertos reclamos de la crítica amiga, de los pasajes subrayados por sectarios y enemigos; hay que ver en él aquel dolor cierto de un alma educada en un espiritualismo cristiano y metida en un cuerpo que es un pólipo de sensualidad: alma trabajada por la duda, y en la que hay especiales aptitudes (y como tendencias morbosas) para el alambicamiento ergotista, para el entusiasmo ideológico: tormento oculto de muchas almas sinceras y muy seriamente preocupadas con las grandes incógnitas de la vida.
Diré, en fin, por vía de resumen: Baudelaire no es tanto como han querido algunos, pero es mucho más de lo que dice Brunétière. No es el primer simbolista, sino un poeta original cuyo temperamento produjo una poesía nerviosa, vibrada, lacónica, plástica, pero no alucinada, ni materialista, ni indiferente. En la forma, lo que parece característico es la aspiración a lo correcto, sencillo; la línea pura en breve espacio: todo lo contrario del desorden pindárico y de la elocuencia lírica. En el alma de esta poesía de las Flores del mal, lo que resalta es el contraste de un espíritu cristiano, por lo menos idealista, con un sensualismo apasionado, sutil y un tanto enfermizo, que vive entre metafísicas, por decirlo así, y que representa todo lo contrario de la pacífica voluptuosidad poética de Horacio, dentro de la sensualidad misma. La agudeza nerviosa de sentido y de entendimiento de Baudelaire habrá podido ser incentivo y sugestión para que apareciesen las alucinaciones simbolistas; pero no hay que confundirlas Flores del mal con las flores de trapo que algunos nos quieren hacer tomar por el colmo del arte de los jardines poéticos. La distinción importa dejarla consignada, no tanto por lo que haya de malsano, retorcido, forzado y decadente en el simbolismo, cuanto por evitar la confusión de clases. Una cosa es el talento de un poeta muy notable, y otra cosa la habilidad de las medianías, que deben más de la mitad del valor de sus ocurrencias al medio en que viven, a la atmósfera literaria de París, que produce casi sin necesidad de aprender, como en germinación espontánea, prosas y versos alambicados, quinta esencia de la fiebre intelectual; algo que es en la vida del arte como es a los perfumes acumulados en un almacén el olor que resulta de la mezcla de todos ellos; algo que a la larga molesta, da náuseas y es incompatible con el apetito de manjares sanos y fuertes.