VI editar

La idea del diablo trae consigo su contraria, la idea de Dios. Es, ni más ni menos, la famosa fórmula de Fitche: menos A (-A) supone A. Sin embargo, hay que distinguir: el demonio, el verdadero, quiero decir, el ángel rebelde, el tentador, no es, en rigor, contrario a Dios, no es una negación coordinada, sino subordinada; ni la negación satánica es negación de ser, sino de ser de un modo determinado (de ser bien), ni la tradición ni el dogma suponen en Luzbel caído un dios malo, sino una potestad angélica rebelde, un elemento finito: en suma, para el creyente, el mal es inferior al bien; Dios el bien, lo es todo, y el mal no, no es más que un límite.

Por lo cual a los que siguen la idea bíblica no se les puede acusar de nihilismo metafísico, ni tampoco de verdadero pesimismo, a pesar de todas las amarguras de Salomón y de toda la triste experiencia de la Imitación de Cristo. Considerando esta subordinación del mal, el más famoso y elocuente filósofo cristiano llegó a la teoría heterodoxa del fin del mal, de la absolución del diablo. La Iglesia ha tomado otro camino; y sin hacer infinito y absoluto al demonio, dio al mal en la eternidad de las penas, en la eternidad del infierno y de la rebelión diabólica, un carácter extraño, misterioso, que hace que se den, en cierto modo, la mano (sobre todo por lo que toca a los sentimientos que nacen de una creencia) el cristianismo vulgar y el maniqueísmo. Es claro que esa eternidad no es la eternidad rigurosamente hablando en buena metafísica; no es superior al tiempo, sino la perpetuidad del tiempo mismo, el tiempo sin fin, pero no sin principio. El mal, comenzó, pero no acabará: no acabará, porque no acabarán ni el diablo ni el infierno.

Sean o no contradictorios la metafísica necesaria del monoteísmo y el dogma del infierno con todas sus premisas y consecuencias, lo cierto es que, con lógica o sin ella, pensadores y poetas que apoyan sus ideas y sus sentimientos en tales doctrinas y tradiciones están menos lejos del maniqueísmo de lo que ellos suelen figurarse. San Agustín, que había sido maniqueo, atribuye su conversión a la ley de Cristo, a una intervención directa de lo divino; pero mirado, el fenómeno humanamente, cabe pensar que el antiguo maniqueo no estaba tan mal preparado como podía parecer, para este cambio. En muchos puntos del dogma, de la tradición de la moral cristiana (llamo así aquí a la doctrina históricamente tenida por derivación natural de la enseñanza y ejemplo de Jesús, en las varias sectas), se puede ver que al mal, al poder del infierno se le da un valor casi infinito, si se puede hablar así; ni más ni menos que en algunas de las doctrinas que admiten la principal idea del maniqueísmo, los dos principios superiores y en lucha del bien y del mal, aquel acaba por vencer a este, ya sea definitivamente o para renovarse la guerra. La contradicción del espíritu y del cuerpo, la necesidad de la Redención, las tentaciones del desierto y cien y cien derivaciones doctrinales y morales e históricas del cristianismo histórico, crean esa especie de dualismo, que trasciende al fin a la misma metafísica, y que hace considerar con horror el panteísmo a la Iglesia que, sin embargo, cuenta entre sus santos a San Pablo y San Anselmo, y a Fenelón entre sus lumbreras. La separación entre Dios y el mundo, la diferencia esencial entre finito e infinito, el dualismo, en fin, que es inherente al monoteísmo, según es generalmente admitido, da a la negación diabólica, con mito o sin él, como elemento simbólico o histórico o puramente metafísico, como quiera, un valor que el mal no puede tener en la idea propiamente monista, unitaria, en que infinito y finito no están separados, sino meramente distinguidos.

Nadie extrañe estas reflexiones un tanto metafísicas tratándose de penetrar el verdadero fondo de la idea poética de Baudelaire; en el comentario de tal poeta, menos que en caso alguno, deben parecer impertinentes tales excursiones. Todo lo dicho importa para aplicarlo a las Flores del mal. Por de pronto, se ve que no se trata de un poeta propiamente ateo, es decir, de un poeta desligado de la cuestión de las cuestiones, de la preocupación magna de la vida racional; no se trata de uno de esos cantores de lo relativo, que hacen con las ideas primeras y los sentimientos fundamentales lo que cierto positivismo con la metafísica; dejarlas en el tintero. No, no es un poeta de los que podrían llamarse agnósticos, no empieza por lo limitado, por lo contingente; no es de los que saben descansar en el aire, apoyando la planta con entera confianza en las vanas apariencias de los fenómenos como tales, sin atención a lo que sea su esencia; por lo que decía al principio de este artículo, la inspiración satánica de las Flores del mal supone la realidad afirmada, el reconocimiento y la conciencia estética de lo infinito y de lo absoluto; sin esto no habría derecho para llamar diablo al diablo, ni mal al mal, ni se les podría atribuir a las tinieblas todo su horror, que nace de la conciencia de la luz. Es claro que Baudelaire no es poeta teosófico, ni místico, ni siquiera teológico, por más que la forma literaria de sus versos, el material, estético, por decirlo así, se refiere a veces directamente a determinadas creencias y tradiciones religiosas históricas y bien conocidas: la metafísica positiva de las Flores del mal, más bien se ve por oposición.

Más puede decirse, esta especie de selección del mal que en tantos poetas modernos, se encuentra, en un respecto o en otro, nace, en general, de que los más de ellos, sépanlo o no, están impregnados de ese mismo dualismo, algunos a pesar de las apariencias panteísticas de sus poesías, apariencias que son una imitación externa del orientalismo. Podría haber hombres desesperados, tristes hasta la muerte, misántropos; pero no habría poetas pesimistas si el mal no fuera materia política, si no pudiera atribuírsele cierta sustantividad que es exigida para que haya objeto de gran poesía, verdadera belleza; y esta sustantividad y como dignidad estética del mal, sólo cabe en civilizaciones y creencias en que predomina el dualismo, en que el monoteísmo tiene esas que, por lo menos, parecen confusiones, cuando no contradicciones; en que al mal se le reconocen derechos de beligerante, categoría metafísica casi igual al bien, igual en muchas cosas; grandeza suficiente como contraste, hasta el punto que la mayor parte de los panegíricos cristianos, históricos, teológicos y poéticos se fundan principalmente en la comparación del dolor sufrido, del mal superado, de cuya magnitud se hace nacer la sublimidad, del esfuerzo triunfante y de la victoria. En la estética derivada de estas ideas más o menos directa o voluntariamente, han descubierto autores insignes el sublime de la mala voluntad, negado por otros, si más ortodoxos formalmente, menos inspirados en el profundo sentido de ese dualismo cuyas consecuencias estéticas confirman la tal doctrina del mal sublime. Entre los poetas modernos ha sido y sigue siendo muy frecuente cantar a Caín, y algunos poetizan su rebeldía y hasta le dan el mejor papel en la contienda, ya haciéndole digno de profunda compasión, ya dando relieve poéticos la energía de su voluntad, como hace, v. gr., Leconte de Lisle. Nada de esto cabría ni en símbolos ni en poesía directamente metafísica y moral si el mal no fuese una especie de potencia superior, a lo maniqueo; si el mal sólo fuese un límite, una sombra, un menos tanto, nada positivo en suma. Tanta poesía pesimista y sobre todo esta que en forma paradójica dice cantar y adorar el mal por el mal, sólo cabe en condiciones religiosas y poéticas en que el mal es un ángel, caído sí, pero ángel al cabo, y ángel que, según el modo de entender muchos la justicia y la idea de Dios, está siendo víctima de una injusticia eterna, o por lo menos es el vencido en una lucha desigual infinitamente. Sería un contrasentido el poeta blasfemo, el poeta satánico allí donde no hubiese una especie de maniqueísmo estético originado en doctrinas, aunque monoteístas, dualistas y, repito, si no contradictorias, confusas.

Es claro que para Baudelaire es el diablo símbolo, y nada más; pero en el fondo la cuestión es la misma que si creyera en su valor real, histórico; no habrá demonio ni infierno; pero hay un mal prepotente, con cualidades divinas; ubicuo, eterno, que lo llena todo, que se extiende por el infinito espacio y desciende a ocupar el fondo más recóndito de las almas; llamándose, allí donde están las raíces de la vida consciente, remordimiento. Esto cree Baudelaire y esto siente (al menos el Baudelaire poeta, el sujeto supuesto, artístico, de sus poesías) y de aquí nace la seriedad de las Flores del mal, su valor, más real y profundo. Todo lo demás podrá ser apariencia, amaneramiento si se quiere, coquetería de poeta, recurso de retórico, habilidad de sofista; pero queda de fondo sólido, como vigor poético de que se nutre toda la vegetación de tantas flores artísticas, esa amargura del mal, poderoso, inevitable, triunfante; y después de haber visto esto en Baudelaire, sería absurdo calificarle de frívolo poseur o confundirle con los poetas indiferentistas, que aman la realidad por la apariencia, la vida por las formas, y que respecto de la sustancia de las cosas han llegado a una serenidad de apatía absoluta, o a la desesperación aniquiladora que da aquel resultado y pide y canta el poeta del Midi, roi des étés, que busca, como va indicado, en el sol, centro de la vida, la nada de la conciencia, a fuerza de olas de calor que aplasten el pensamiento.

No: Baudelaire no sólo es metafísico, no sólo se muestra preocupado con los intereses de la vida, sino que es nervioso, siente con viveza los dolores reales y no lo oculta, ni niega la importancia del dolor, y por la importancia, a realidad de consecuencia implícita la importancia, la realidad de su contrario, de la dicha y de su fundamento real, el bien. Baudelaire asusta, entristece, horroriza si se quiere, pero no inspira la desesperación nihilista de tantos y tantos poetas modernos que, por uno u otro camino, llegan a esa región de la estética que llamaba antes el agnosticismo poético, donde podrá haber a veces una ráfaga de íntima dulcísima ternura, que refresque un punto el alma ahogada de sed, pero donde lo constante es el tormento inefable de una conciencia que fisiológicamente no busca su muerte y que se afana por entrar en la nada a fuerza de reconcentrarse en sí misma.

Para el que quiera vivir y crea en la realidad, son menos horribles las Flores del mal con todas sus trágicas apariencias, que esa venenosa flor de loto, transplantada de Oriente, en cuyo cáliz se respira el amor de una nada imposible.