Así como del poeta de Recanati se dijo con razón que, a pesar de ser su musa la muerte, no estaban sus versos llenos de esqueletos ni del aparato terrorífico, pero vulgar, de los cementerios, se puede decir de Baudelaire que, aun admitiendo que sea el poeta satánico por excelencia, no huelen mucho sus Flores del mal a azufre, ni la imagen del diablo y los paisajes infernales abundan en sus cuadros breves, sobrios y vigorosos. Débese esto a que es el tal satanismo más psicológico, que físico. Aunque, a fuer de buen poeta y de poeta: moderno, influido por el orientalismo reciente que transforma la metafísica en paisajes, Baudelaire piensa y canta pintando, pronto se ve que no se trata de un parnasiano más, a pesar de la admiración y el respeto que Gautier le merece; y no es difícil descubrir en estas poesías cortas y de apariencia plástica el predominio del elemento psicológico. En estos poemas que las más veces, no se llaman sonetos sólo por un escrúpulo de técnica, poemas que en tres, cuatro o pocas más, estrofas consisten casi siempre, no se ve el arte del esmalte que con delicado amore cultivaba el autor de Espirita; ni siquiera esa clásica ligereza y gracia epicúrea de los Estados latinos de Leconte de Lisle; Baudelaire, puede decirse, siempre escribe para el alma, y para el alma espiritual, distinta del cuerpo y hasta separada de la materia por sublimes misteriosos abismos. No trabaja el camafeo por el camafeo; puede decirse que son sus versos medallas de metales preciosos que conmemoran momentos solemnes del corazón o de la conciencia del poeta. Se parece a los poetas de su tiempo, y su país por los primores del estilo poético que tiende a la forma escultural; pero no se le puede colocar entre las almas serenas y las que por tales quieren pasar, que prescinden del fondo moral de la vida y sólo quieren que sirva para la poesía el bello aparecer, la transparente representación sin sustancia. Yo hay una sola poesía propiamente horaciana en toda la colección, ni siquiera cuando canta el vino; bien se puede decir que el vino de Baudelaire es triste; por lo menos demasiado filosófico para verdaderos bebedores... El alma del vino se llama la primera poesía que a este asunto se dedica, y puede decirse que es socialista y teológica, pues más que en las aficiones de Horacio hace pensar en las excelencias del vino... según el Evangelio. Así, dice:


 Car j'éprouve une joie immense quand je tombe
 Dans le gosier d'un homme usé par ses travaux
 .......


 En toi je tomberai, végétale ambroisie,
 Grain precieux jeté par l'eternal Semeur,
 Pour que de notre amour naisse la poesie
 Qui jaillira vers Dieu comme une rare fleur!...


El vino místico, si valiera hablar así, es la nota constante de Baudelaire; la belleza física, el placer extremado, hasta el dolor y la extravagancia, la orgía diabólica con dejos espirituales, con mementos que se repiten como ritornellos de canción; algo como la escena de la venganza de Lucrecia, según Víctor Hugo; el cántico de las bacanales con un épodo del Dies iræ...

Aunque Baudelaire al definir, describiéndola, la Belleza dice:


 Je trône dans l'azur comme un sphinx incompris;
 J'unis un cœur de neige á la blancheur des cignes;
 Te hais le muovement qui deplace les ligues ;
 Et jamais je ne pleure et jamais je ne ris,


no hay que tomarle por uno de esos impasibles que aborrecen en el movimiento la revelación de la fuerza y la sustancia; Baudelaire es romántico en el alto sentido que da a la palabra Richter en su Introducción a la Estética; es poeta de movimiento, del claire de lune moral, del drama interior, de la indecible vaguedad en que necesariamente quedan los interesantes de la profunda vida psíquica. Sin embargo, no se olvidaba de lo dicho en el artículo anterior respecto de las ideas de nuestro autor acerca de la diferencia entre la poesía y la pasión y la verdad; recordando lo entonces copiado de las opiniones de Baudelaire, se resuelve la aparente antinomia, y al mismo tiempo se limita en lo justo este concepto general del espíritu del poeta. Sí: en las poesías de Baudelaire hay cierta serenidad, casi casi impasibilidad formal, que se debe a la creencia del autor tocante a la naturaleza del arte... y además a sus opiniones y experiencia respecto del procedimiento técnico. Dice:


Je hais le mouvement qui deplace les lignes;


pero esto no habla con el alma de la poesía misma, se refiere a lo exterior, a la composición poética, quiere decir que se refiere a lo que se llamaba antes la tendencia escultórica, el ritmo inmóvil, al que le basta el espacio, que no necesita combinarse con el tiempo, que encuentra en la variedad sucesiva una especie de abdicación, de flaqueza. Pero esto reza con la forma de la poesía, no llega el alma del arte, que está fuera del alcance de tales categorías; el espíritu finito, inmóvil no significa nada, no puede ser, como no aspire a cualquier especie de panteísmo o nirvanismo, completamente antipático al genio de Baudelaire.

No cabe duda: el movimiento que él hace odiar a la belleza, es el formal, el del material artístico; quiere decir que la poesía ha de expresarse, siendo a su gusto; en determinado espacio, con sencillez, sin complicaciones retóricas que hagan de la estrofa discurso, del estro elocuencia; sin furor pimpleo, sin arrebato lírico, sin desorden pindárico, sin complejidad romántica (aquí ya lo romántico es otra cosa; se trata del romanticismo formal de las razas septentrionales).

En Baudelaire no hay, porque su poética las rechaza, las amplificaciones y paráfrasis de Víctor Hugo, los largos discursos líricos de Lamartine ni aun el abandono perezoso y dulce de Musset, que deja al capricho de la musa las proporciones de sus cantos. Baudelaire todo lo tiene dispuesto en número, peso y medida de antemano, y cuando la obra no resulta por completo conforme al ante proyecto, no queda satisfecho de ella.

Como el cuadro ha de ser pequeño, el dibujo sencillo, las líneas armoniosas, serenas y de expresión muy intensa, pues con pocos trazos tiene que representar mucha idea, es claro que el arte de la composición es para tal poeta cosa importantísima, muy difícil; no se deja al azar nada, no vale cambiar de postura, saltar de un asunto a otro, recurrir al arrebato lírico para acabar de fijar la imagen que no salió completa en su primera expresión; y por todo esto hay que trabajar el verso como un material precioso que no puede desperdiciarse en tentativas y aproximaciones. De aquí el estilo de Baudelaire, que le acerca, en parte, a los verdaderos parnasianos; pero nada de esto trasciende de la forma, y así como podría decirse que la mayor parte de los poetas franceses modernos son una especie de escuela jónica poética, de Baudelaire se puede asegurar que, respecto de la esencia de su poesía, es metafísico, idealista. Por no hacer esta distinción indispensable entre el estilo y el pensamiento de nuestro autor, algunos críticos le colocan entre los realistas; así, por ejemplo el marqués de Custine, creyendo contradecir las ideas y la escuela de Baudelaire, escribe: «Ya ve usted, caballero, que no soy realista» a lo que contesta el poeta en una nota: «Ni yo tampoco».

Baudelaire ha hecho en la lírica algo de lo que Flaubert emprendió en la novela, sólo que dentro de los límites que el género le señalaba, es a saber: comunicar a la obra la especial corrección que nace de la impasibilidad del autor, impasibilidad que en la novela puede llegar y llega a cierta impersonalidad... relativa, pero que en la lírica no puede pasar de determinada serenidad y como abnegación que permite al poeta separar el elemento artístico, el valor genérico y desinteresado, del puramente individual y apasionado que, según Baudelaire (entiéndase), es ajeno a la poesía verdadera. Pero, como se ve, también esta serenidad, esta inmovilidad de la belleza artística se refiere al poema, que es la forma de la poesía, no a las ideas, y sentimientos del poeta. Todavía estamos aquí en el elemento expresivo, no en el sustancial de la poesía. En el alma de los versos de Baudelaire no encontraremos la filosofía indiana de Leconte de Lisle; no encontraremos la adoración del Midi, roi des étés, la idolatría de la siesta ecuatorial en que la maza de fuego del mediodía aniquila el pensamiento, la fuerza de moverse, hasta el querer vivir; en este punto Baudelaire, a quien tanto se ha acusado de sacrificarlo todo a la novedad, a la originalidad, es bien poco nuevo, es uno de tantos poetas cristianos -en el lato sentido que la palabra tiene aplicada al arte como lo entiende nuestro poeta-, preocupados con la lucha del alma y del cuerpo, de Dios y del diablo. Esta falta de novedad -que no es por cierto un defecto- la ha notado a su modo M. Brunétière, al decir, creyendo descubrir algo, que, después de todo, lo que abunda en el fondo de las Flores del mal son los grandes lugares comunes de la filosofía y de la moral, las ideas generales, etc., etc. M. Brunétière echa en cara a Baudelaire lo mismo que él y otros desdeñan en Víctor Hugo: las ideas generales, y es que estos críticos que truenan un día y otro contra el decadentismo y los outrancistas son los menos fuertes, los de estómago más averiado, los más incapaces de elevarse a las grandes ideas, sencillas o complicadas, entre las cuales ignoran ellos que está el saber tolerar y comprender penetrar las decadencias, los sutilismos nerviosos. Así, Víctor Hugo, el poeta de una pieza; el poeta profeta, el de las ideas generales supo comprender y admirar a los Goncourt, el colmo de lo complicado y deliquescente.

Tan poco nueva y tan poco retorcida y alambicada es en lo esencial la poesía de las Flores del mal, que si hubiéramos de resumir en dos palabras, más gráficas que exactas, la índole de este poeta, podríamos decir:

Baudelaire es casi maniqueo.

Explíquese por qué y cómo.