Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro II

SEGUNDO LIBRO



Argumento.

En tanto que Lucio Apuleyo andaba muy curioso en la ciudad de Hipata, mirando todos los lugares y cosas de allí, conoció a su tía Birrena, que era una dueña rica y honrada; y declara el edificio y estatuas de su casa, cómo fué con mucha diligencia él avisado que se guardase de la mujer de Milón, porque era gran hechicera; y cómo se enamoró de la moza de casa, con la cual tuvo sus amores; y del gran aparato del convite de Birrena, donde ingiere algunas fábulas graciosas y de placer; y de cómo guardó uno a un nuerto, por lo cual le cortaron las narices y orejas. y después cómo Apuleyo tornó de noche a su posuda, cansado de haber muerto no a tres hombres, más a tres odres.

CAPITULO PRIMERO

Cómo andando Lucio Apuleyo por las calles de la ciudad de Hipata, considerando todas las cosas, por hallar mejor el fin deseado de su intención, se topó con una su tía llamada Birrena, la cual le dió muchos avisos en muchas cosas de que se debía guardar.

Cuando otro día amaneció y el Sol fué salido, yo me levanté con ansia y deseo de saber y conocer las cosas que son raras y maravillosas, pensando cómo estaba en aquella ciudad, que es en medio de Tesalia, adonde por todo el mundo es fama que hay muchos encantamientos de arte mágica; también consideraba aquella fábula de Aristómenes mi compañero, la cual había acontecido en esta ciudad. Y con esto andaba curioso, atónito, escudriñando todas las cosas que oía. Y no había otra cosa en aquella ciudad que, mirándola, yo creyese que era aquello que era; mas parecíame que todas las cosas con encantamientos estaban tornadas en otra figura: las piedras, hallaba que eran endurecidas de hombres; las aves que cantaban, asimismo de hombres convertidas; los árboles, que eran los muros de la ciudad, por semejante eran tornados; las aguas las fuentes, que eran sangre de cuerpos de hombres: pues ya las estatuas e imágenes parecían que andaban por las paredes, y que los bueyes y animales hablaban y decían cosas de presagios o adivinanzas. También me parecía que del cielo y del Sol había de ver alguna señal. Andando así atónito, con un deseo que me atormentaba, no hallando comienzo ni rastro de lo que yo codiciaba, andaba cercando y rodeando todas las cosas que veía; así que andando con este deseo, mirando de puerta en puerta, súbitamente, sin saber por dónde andaba, me hallé en la plaza de Cupido; y he aquí dónde veo venir una dueña bien acompañada de servidores y vestida de oro y piedras preciosas, lo cual mostraba bien que era una mujer honrada; venía a su lado un viejo ya grave en edad, el cual, luego que me miró, dijo:

—Por Dios, éste es Lucio.

Y dióme paz, y llegóse a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy pasico. Y tornóse a mí, diciendo:

—¿Por qué no llegas a tu madre y le hablas?

Yo dije:

—He vergüenza, porque no la conozco.

Y en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los ojos en mí, diciendo:

—¡Oh bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en todo le pareces igualmente como si con un compás te midieran!

De buena estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella, los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro.

Y añadió más, diciendo:

—¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero porque nos criamos juntas, que ambas somos naci das de aquella generación de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas a mi posada.

• 38 A esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la vergüenza, respondí:

—Nunca plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de Milón. Pero lo que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que hubiere de venir a esta ciudad, me vendré a tu casa.

En tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos a casa de Birrena. La cual era muy hermosa: había en ella cuatro órdenes de columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una estatua de la diosa Victoria, tan artificiosamente labrada con sus rostros, alas y plumas, que, aunque las columnas estaban quedas, parecía que se movían y que ellas querían volar. De la otra parte estaba otra estatua de la diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, frente de como entran. Sobre la cual estaba cargada la mitad de aquel edificio.

Era esta diosa muy pulidamente obrada: la vestidura parecía que el aire se la llevaba y que ella se movía y andaba y mostraba majestad honrada en su forma. Alrededor de ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que amenazaban con los ojos: las orejas alzadas, las narices y las bocas abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen de las bocas de piedra.

En lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es que puso los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que van corriendo con gran ímpetu. A las espaldas de esta diosa estaba una piedra muy grande, cavada en manera de cueva: en la cual había esculpidas hierbas de muchas maneras, con sus ás tiles y hojas; pámpanos y parras y otras flores, que resplandecían dentro, en la cueva, con la claridad de la estatua Diana, que era de mármol muy claro y resplandeciente. En el margen debajo de la piedra había manzanas y uvas, que colgaban labradas muy artificiosamente: las cuales el arte, imitadora de la natura, explicó y compuso semejantes a la verdad; pensaras que viniendo el tiempo de las uvas, cuando ellas maduran, que podrás coger de ellas para comer. Y si mirares las fuentesque a los pies de la diosa corren como un arroyo, creyeras que los racimos que cuelgan de las parras son verdaderos, que aun no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de estos árboles y flores estaba la imagen del rey Acteón, cómo estaba mirando a Diana por las espaldas cuando ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba en un ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella Birrena:

—Tuyo es todo esto que ves.

Y diciendo esto, mandó a todos los que allí estaban que se apartasen, que me quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, dijo:

—¡Oh Lucio!, hijo mío amado, por esta diosa que tengo mucha ansia y miedo por ti y como a cosa mía deseo proveerte y remediarte. Guárdate y guárdate fuertemente de las malas artes y peores halagos de aquella Panfilia mujer de ese tu huésped Milón: cuanto a lo primero, ella es gran mágica y maestra de cuantas hechiceras se pueden creer, que con cogollos de árboles y pedrezuelas y otras semejantes cosillas, con ciertas palabras hace que esta luz del día se torne en tinieblas muy obscuras y del todo se confunda la mar con la tierra. Y si ve algún gentilhombre que tenga buena disposición, luego se enamora de su gentileza y pone sobre él los ojos y el corazón: comiénzale a hacer regalos, de manera que le enlaza el ánima y el cuerpo que no puede desasirse. Y después que está harta de ellos, si no hacen lo que ella quiere, tórnalos en un punto piedras y bestias o cualquier otro animal que ella quiere; otros, mata del todo; y esto te digo temblando, porque te guardes que ella ame fuertemente, y tú como eres mozo y gentil hombre, agradarle has.

Esto me decía Birrena, con harta congoja y pena. Yo, cuando oí el nombre de la Magia, como estaba deseoso de la saber, tanto me escondí de la cautela o arte de Panfilia, que antes yo mismo me ofrecí de mi propia gana a su disciplina y magisterio, queriendo en un salto lanzarme en el profundo de aquella ciencia. Así que con la más prie sa que pude, alterado de lo que me había dicho, despedíme de mi tía, soltándome de su mano como de una cadena y diciendo:

—Señora, con vuestra merced, yo me voy corriendo a la posada de Milón.

CAPITULO II

Cómo despedido Lucio Apuleyo de Birrena, su tía, se vino para la posada de su huésped Milón, donde, llegado, halló a Fotis la moza de casa, que guisaba de comer. Y enamorándose el uno del otro, concertaron de juntarse a dormir.

Yendo por la calle como un hombre sin seso, digo entre mí: "Ea, Lucio, vela bien y está contigo; ahora tienes en la mano lo que hasta aquí deseabas; ahora satisfarás a tu luengo deseo de cosas maravillosas. Aparta de ti todo miedo: júntate cerca, porque puedas prestamente alcanzar lo que buscas; pero mira bien que te apartes y excuses de no hacer vileza con la mujer de tu huésped Milón, ni de ensuciar su cama y honra. Con todo eso, bien puedes requerir de amores a Fotis, su criada, que parece ser bonica, agudilla y alegre. Aun bien te debes recordar, cuando anoche, te ibas a dormir, cómo ella te acompañó, mostrándote la cama y cubriéndote la ropa, después de acostado, y te besó en la cabeza, partiéndose de allí, contra su voluntad, según se le mostró en su gesto; finalmente, que cuando se iba ella volvía la cara atrás y se detenía, lo cual es buena señal, y así sea adelante. De manera que no será malo que esta Fotis sea requerida de amores." Yendo yo disputando entre mí estas cosas, llegué a la casa de Milón, y como dicen, yo por mis pies confirmé la sentencia de lo que había pensado. Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que eran entrambos idos fuera, sino a mi muy amada Fotis, que aparejaba de comer para sus señores pasteles y cazuelas: lo cual olía tan bien, que ya me parecía que lo estaba comiendo, tan sabroso era. Ella estaba vestida de blanco, su camisa limpia, y una facha blanca linda ceñida por debajo del pecho; y con sus manos blancas y muy lindas estaba haciendo las cajas de los pasteles redondas; y como traía la masa alrededor, también ella se movía, sacudiéndose toda, tan apaciblemente, que yo, con lo que veía, estaba maravillado, mirando en hito, como maravillado de su lind lo mejor y más cortésmente que yo pude, le dije:

—Señora Fotis, con tanta gracia aparejas este manjar, que yo creo que es el más dulce y sabroso que puede ser. Cierto será dichoso y muy bienaventurado aquel que tú dejaras tocarte a lo menos con el dedo.

Ella, como era discreta moza y decidora, díjome:

—Anda, mezquino, apártate de aquí; vete de la cocina, no te llegues al fuego; porque si un poco de fuego te toca, arderás de dentro, que nadie podrá apagarlo sino yo, que sé muy bien mecer la olla y la cama.

Diciendo esto, miróme y rióse. Pero yo no me partí de allí hasta que tenté y conocí toda la lindeza de su persona; y dejadas aparte todas las otras particularidades, yo me enamoré tanto de sus cabellos, que en público nunca partía los ojos de ellos por más los gozar después en secreto. Así que conocí y tuve por cierto juicio y razón que la cabeza y cabellos es la principal parte de la hermosura de las mujeres, por dos razones: o porque es la primera cosa que nos ocurre a los ojos y se nos demuestra, o porque lo que la vestidura y ropas de colores adorna en los otros miembros y los alegra, esto hace en la cabeza el resplandor natural de los cabellos. Y muchas vece acontece que algunas por mostrar su gracia y hermosura a quien bien quieren, se quitan todas las vestiduras y la camisa, preciándose muy mucho más de la lindeza de sus personas que no del color de los brocados y sedas. Y aunque sea cosa de no decir, ni nunca hubiese tan mal ejemplo, si trasquilasen a una mujer que fuese la más hermosa y acabada en perfección del mundo, aunque fuese venida del cielo y criada en el mar, y aunque fuese la diosa Venus acompañada de sus ninfas y graciosas con su Cupido y toda la compaña que le sigue, con su arreo de cinta de cadenas y olores de cinamomo y bálsamo, si viniere calva y sin cabellos, no podrá placer a nadie, ni tampoco a su marido Vulcano. ¿Qué color se puede igualar ni agradar tanto como el lustre natural de los cabellos, que contra el resplandor del Sol relumbra y varía el color en diversas gracias? Ahora, de una parte, resplandece como oro, de la otra de color mellada; ahora parece verde obscuro imitando a las plumas y fleco del cuello de las palomas o al cuervo que le luce el color negro. Mayormente, cuando ellas se peinan y hacen la partidura con ungüento arábigo, después que juntan sus cabellos y los trenzan en las espaldas, si las ven sus amadores, míranse en ellas como en un espejo; especialmente si los cabellos, siendo muchos y espesos, están sueltos y tendidos por las espaldas. Finalmente, tanta es la gracia de los cabellos, que aunque una mujer esté vestida de seda y oro y piedras preciosas, y tenga todo el atavío y joyas que quisiere, si no mostrare sus cabellos, no puede estar bien adornada ni ataviada; pero en mi señora Fotis, no el atavío de su persona, mas estando revuelta como estaba, le daba muy mucha gracia. Ella tenía muchos cabellos espesos que le llegaban bajo la cintura con una redecilla de oro, ligados con un nudo cerca del principio. De manera que yo no me pude sufrir más; inclinéme y toméla por cerca del nudo de los cabellos y suavemente la comencé a besar. Ella volvió la cabeza, y mirándome astuta con el rabillo del ojo, me dijo:

—Oye tú, escolar, dulce y amargo gusto tomas: pues guárdate, que con mucho sabor de la miel, no ganes continua amargura de hiel.

Yo le dije:

—¿Qué es esto, mi bien y mi señora? Aparejado estoy, que por ser recreado solamente con un beso, sufriré que me ases en ese fuego. Y diciendo esto, abracéla reciamente y comencéla a besar; ya que ella estaba encendida en la igualdad del amor conmigo, ya que yo le conocía que con su boca y lengua olorosa ocurría a mi deseo y que también quería ella como yo, díjele:

—¡Oh señora mía!, yo muero, y más cierto puedo decir que soy muerto, si no has merced de mí.

A esto ella, besándome, respondió:

—Está de buen ánimo, que yo te amo tanto como tú a mí; y no se dilatará mucho nuestro placer, que a prima noche yo seré contigo en tu cámara: anda, vete de aquí y apareja, que toda esta noche entiendo pelear contigo.

Así que con estas palabras y burletas nos partimos por entonces. Después, ya casi era mediodía, Birrena me envió un presente de media docena de gallinas y un lechón y un barril de vino añejo fino. Yo llamé a mi Fotis y díjele:

—Ves aquí, señora, el dios del amor e instrumento de nuestro placer, que viene sin llamarlo, de su propia gana; bebámoslo, sin que gota quede, porque nos quite la vergüenza y nos incite la fuerza de nuestra alegría, que ésta es la vitualla o provisión que ha menester el navío de Venus: conviene a saber, que, en la noche sin sueño, abunde en el candil aceite y vino en la copa.

Todo lo otro del día que restaba, gastamos en el baño, y después en la cena; porque a ruego del bueno de Milón, mi huésped, yo me senté a cenar a su pequeña y muy breve mesilla, guardándome cuanto podía de la vista de Pánfila, su mujer; porque recordándome del aviso de Birrena, con temor me parecía que, mirando en su cara miraba en la boca del infierno; pero miraba muchas veces a mi amada Fotis, que andaba sirviendo a la mesa, y en ésta recreaba mi ánimo. En esto, como vino la noche y encendieron candelas, la mujer de Milón dijo:

—¡Cuán grande agua hará mañana!

El marido le preguntó que cómo sabía ella aquéllo. Respondió que la lumbre se lo decía. Entonces Milón rióse de lo que ella decía, y burlando de ella, dijo:

—Por cierto, la gran sibila profeta mantenemos en este candil, que todos los negocios del cielo y lo que el Sol ha de hacer se ven en el candelero.

Yo entremetíme a hablar en sus razones, diciendo:

—Pues sabed que éste es el principal experimento de esta adivinación, y no os maravilléis, porque como quiera que éste es un poquito de fuego encendido por manos de hombres, pero recordándose de aquel fuego mayor que está en el cielo, como de su principio y padre, sabe lo que ha de hacer en el cielo, y así nos lo dice acá y anuncia por este presagio o adivinanza. Yo vi en Corinto, antes que de allá partiese, un sabio, que allí es venido, que toda la ciudad se espanta de sus respuestas maravillosas que da a lo que le preguntan, y por un cuarto que le dan dice el secreto de la ventura y el hado que ha de venir a quien quiera; qué día es bueno para hacer casamientos o cuál será bueno para fundar una fortaleza, que sea muy perpetua, o cuál será más provechoso para mercaderes, o cuál más afamado para mejor poder caminar, o cuál más oportuno para el navegar. Finalmente, a mí me dijo cuándo quería partirme para esta tierra, preguntándole cómo me sucedería en este viaje, muy muchas y varias cosas: ora que tendría prosperidad asaz grande, ora que sería de mí una muy grande historia y fábula increíble, y que había de escribir libros.

A esto Milón, riéndose, dijo:

—¿Qué señas tiene ese hombre o cómo se llama?

Yo dijele que era hombre de buena estatura y entre rojo y negrillo, que se llamaba Diófanes. Entonces Milón dijo:

—Ese es y no otro, porque aquí en esta ciudad hablaba muchas cosas semejantes a esas que dices, por donde él ganó no poco, sino muy muchos dineros, y alcanzó muy grandes mercedes y dádivas; después él, mezquino, cayó en manos de la fortuna severa y cruel, que estando un día cercado de gente, diciéndoles a cada uno su ventura, un negociante que se llamaba Cerdón llegóse a él por preguntarle si era aquel día provechoso para caminar, porque él quería ir a cierto negocio; él, como le dijo que era muy bueno, ya que el zapatero abría la bolsa y sacaba los dineros, y aun tenía contados cien maravedís para darle un galardón de la adivinación que le había hecho, he aquí súbitamente un mancebo de los principales de la ciudad le tomó de la falda por detrás, y como aquel sabió volvió la cabeza, abrazólo y besólo. El sabio, como lo vió,, hízolo sentar cerca de sí, y atónito de la repentina vista de aquel su amigo, no recordándose del negocio que tenía entre manos, dijo al mancebo:

—¡Oh deseado de muchos tiempos! ¿Cuándo eres venido?

Respondió él:

—Si os place, ayer tarde; pero tú, hermano, dime también cómo te aconteció cuando navegaste de la isla de Eubea. ¿Cómo te fué por mar y por tierra?

A esto respondió aquel Diófanes, sabio muy señalado, que estaba privado de su memoria y fuera de sí:

—Nuestros enemigos y adversarios caían en tanta ira de los dioses y tan gran destierro, que fué más que el de Ulises. Porque la nave en que veníamos fué quebrada con las ondas y tempestades de la mar y perdido el gobernalle, y el piloto apenas llegó con nosotros a la ribera de la mar, y allí se hundió, donde perdido cuanto traíamos, nadando escapamos. Después, salidos de este peligro, todo lo que de allí sacamos y lo que nos habían dado, así los que no nos conocían, por mancilla que habían de nosotros, como lo que los amigos por su liberalidad, todo nos lo robaron los ladrones, a los cuales, resistiendo por defender lo nuestro, delante de estos ojos, mataron a un hermano mío que había nombre Arignoto.

Estando hablando estas cosas, aquel sabio enojado y triste, Cerdón, el negociante, tomó sus dineros, que había sacado para pagarle su adivinanza y huyó entre la gente; finalmente, Diófanes, tornado en sí, sintió la culpa de su necedad, mayormente que vió que todos los que estábamos alrededor nos reíamos de él, pues que conocía el hado de los otros y no el de su hacienda.

—Pero tú, señor Lucio, ¿crees que aquel sabio dijo verdad a ti sólo más que a otro? Dios te dé buenaventura y que hagas buen viaje.

Milón tardaba tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me deshacía todo y me enojaba conmigo mismo, que de mi gana había dado causa de poner a Milón en oportunidad de contar fábulas: por lo cual yo había perdido de gozar buena parte de la noche de placer que esperaba. Finalmente, tragada la vergüenza, dije a Milón:

—Allá se lo haya Diófanes, pase su fortuna, y si quiere torne otra vez a dar a la mar y a la tierra lo que despojare y robare a los pueblos; pero como aun estoy fatigado del camino de ayer, dáme licencia que me vaya temprano a dormir.

Y diciendo esto, fuime de allí y entréme en mi cámara, adonde yo hallé bien aparejado de cenar.

CAPITULO III

Que trata cómo levantado Lucio Apuleyo de la mísera mesa de Milón, apesarado con los cuentos y pronósticos del candil, se fué a su cámara, adonde halló aparejado muy cumplidamente de cenar,y después de haber cenado se gozaron en uno, por toda la noche, su amada Fotis y él.

Fuera de la puerta de la cámara estaba en el suelo hecha una cama para los mozos, creo por que no oyesen lo que entre nosotros pasaba. Cerca de mi cama estaba una mesa pequeña con muy muchas cosas de comer y sus copas llenas de vino temp'ado, con su agua; demás de esto había allí un vaso lleno de vino, que tenía la boca muy ancha, aparejado para beber. Lo cual todo era buena antecena para la batalla de amores. Luego, como yo fuí acostado, he aquí dónde viene mi Fotis, que ya dejaba acostada a su señora, con una guirnalda de rosas y otras deshojadas en el seno, y como llegó, fuéme a besar, y después de echar aquellas rosas encima, tomó una taza y templó el vino con agua caliente y dióme que bebiese, y antes que lo acabase de beber, arrebató la taza y aquello que quedaba conmenzólo a beber, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera bebimos otra vez hasta la tercera. Después que ya estaba harto de beber, y no solamente con el deseo, pero también con el cuerpo aparejado a la batalla, dije, enardecido, a Fotis, enseñándole las muestras de mi impaciencia:

—Ten compasión de mí, y acuéstate pronto; ya tú ves cuánta pena me has dado; porque estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido, después que la primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fué causa que mi arco se extendiese tanto, que si no lo aflojas tengo miedo que con el mucho tesón la cuerda se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi voluntad, suelta tus cabellos y así me abrazarás.

No tardó ella, que, nadando había alzado la mesa prestamente, con todas aquellas cosas que en ella estaban, y, desnudada de todas sus vestiduras, hasta la camisa, y los cabellos sueltos, que parecía la diosa Venus cuando sale del mar, blanca y hermosa, sin vello ni otra fealdad, poniéndose la mano delante de sus vergüenzas, antes haciendo sombra que cubriéndose, dijo:

—Ahora haz lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida, ni te volveré las espaldas. Si eres hombre, acomete resuelto y mata muriendo, que hoy la lucha es sin cuartel.

Y diciendo esto, acostóse, donde cansamos, velando hasta la mañana, recreando nuestra fatiga con el beber de rato en rato, y de esta manera pasamos algunas otras noches.

CAPITULO IV

Cómo Birrena convidó a cenar a su sobrino Lucio Apuleyo y él lo aceptó; descríbese el aparato de la cena y cuéntanse donosos acontecimientos entre los convidados.

Después aconteció que un día Birrena me rogó muy ahincadamente que fuese una noche a cenar con ella. Yo me excusé cuanto pude y al cabo hube de hacer lo que mandaba; pero cumplíame tomar licencia de mi amiga Fotis, y de su acuerdo tomar consejo como de un oráculo: la cual, como quiera que no quisiera me apartara de ella tanto como una uña; pero, en fin, hubo de dar licencia breve a la milicia de amores, alegremente, diciendo:

—Oye tú, señor, cata que tornes del convite temprano, porque hay bandos aquí de los principales, que en cada parte hallarás hombres muertos; y el gobernador no puede remediar esta ciudad de tanto mal, y a ti, así por ser rico, como también ser tenido en poco, por ser extraño, te puede venir algún peligro.

Yo le respondí:

—No tengas tú, señora, cuidado ni pena de esto; porque demás de yo no preferir a mis placeres el convite de casa ajena, con mi presta vuelta te quitaré de este miedo, y aun también no voy sin compañía, que mi espada llevo debajo de mí, que es ayuda de mi salud.

Con esto me despedí y fuí a la cena, donde hallamos otros convidados, que, como aquélla era dueña principal y flor de la ciudad, el convite era bien acompañado y suntuoso. Allí había las mesas ricas de cedro y de marfil cubiertas con paños de brocado; muchas copas y tazas de diversas formas, pero todas de muy gran precio; las uras eran de vidrio, artificiosamente labrado, otias de cristal pintado, otras de plata y de oro resplandeciente, otras de ámbar, maravillosamente cavado, y todas adornadas de piedras preciosas, que ponían gana de beber; finalmente, que todo lo que parece que no puede er allí lo había; los pajes y servidores de la mesa eran muchos y muy bien ataviados; los manjares eran en abundancia y muy discretamente administrados; los pajes, en cabello y vestidos hermosamente, traían aquellas copas hechas de piedras pre ciosas con viño añejo, muy fino y mucho.

Ya traídas a la mesa velas encendidas, comenzó a crecer el hablar entre los convidados y el burlar y reír y motejar unos de otros. Entonces Birrena me preguntó, diciendo:

—¿Cómo te va en esta nuestra tierra? Que cierto, a cuanto yo puedo saber, en templos y baños y otros edificios precedemos a todas las otras ciudades. Además de esto, somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha libertad y seguridad; hay grandes negociaciones y mercaderías, cuando vienen mercaderes romanos; tanta seguridad y reposo para los extranjeros como tendrían en su casa. Basta decir que somos el retiro y reposo de placeres para todos los de otras provincias que aquí vienen.

A esto yo respondí:

—Por cierto, señora, dices verdad, que yo nunca me hallé más libre en parte ninguna como aquí. Pero cierto, tengo miedo de las inevitables y ciegas obscuridades del arte mágica, que he oído decir que aquí aun los muertos no están seguros en sus sepulcros; porque de allí sacan y buscan ciertas partes de sus cuerpos y cortaduras de uñas para hacer mal a los vivos, y que las viejas hechiceras, en el momento que alguno muere, en tanto que le aparejan las exequias, con gran celeridad previenen su sepultura para tomar alguna cosa de su cuerpo.

Diciendo yo esto, respondió otro que allí estaba:

—Antes digo que aquí tampoco perdonan a los vivos, y aun no sé quién padeció lo semejante, que tiene la cara cortada, disforme y fea por todas partes.

Como aquel dijo estas palabras, comenzaron todos a dar grandes risas, volviendo las caras y mirando a uno que estaba sentado al canto de la mesa; el cual, confuso y turbado de la burla que los otros hacían de él, comenzó a reñir entre sí, y como se quiso levantar para irse, díjole Birrena:

—Antes te ruego, mi Theleforon, que no te vayas; siéntate un poco y por cortesía, que nos cuentes aquella historia que te aconteció, porque este mi hijo Lucio goce de oír tu graciosa fábula.

El respondió:

—Señora, tú me ruegas, como noble y virtuosa; pero no es de sufrir la soberbia y necedad de algunos hombres.

De esta manera Thele foron enojado, Birrena con mucha instancia le rogaba y juraba por su vida que, aunque fuese contra su voluntad, se lo contase y dijese. Así que él hizo lo que ella mandaba, y cogidos los manteles sobre la mesa, puso el codo encima, y con la mano derecha, a manera de los que predica señalando con los dos dedos, los otros dos cerrados y el pulgar un poco alzado, comenzó y dijo:

—Siendo yo huérfano de padre y madre partí de Mileto para ir a ver una fiesta olimpia, y como of decir la gran fama de esta provincia, deseaba verla. Así que, andada y vista por mí toda Tesalia, llegué a la ciudad de Larisa, con mal agüero de aves negras, y andando, mirando todas las cosas de allí, ya que se me enflaquecía la bolsa, comencé a buscar remedio de mi pobreza, y andando así veo en medio de la plaza un viejo alto de cuerpo encima de una piedra, que, a altas voces, decía:

—Si alguno quisiere guardar un muerto, véngase conmigo en el precio.

Yo pregunté a uno de los que pasaban:

—¿Qué cosa es ésta? ¿Suelen aquí huir los muertos?

Respondióme aquél:

—Calla, que bien parece que eres mozo y extranjero, y por eso no sabes que estás en medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras cortan con los dientes las narices y orejas de los muertos, en cada parte, porque con esto hacen sus artes y encantamientos.

Yo le dije entonces:

—Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos?

El me respondió:

—Primeramente, toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte, ni solamente volver los ojos, porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que ellas quieren, en volviendo la cara, luego se meten y esconden, que, aunque fuesen los ojos del Sol y de la justicia, los engañarían; que una vez se tornan aves y otra vez perros y ratones, y luego se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus malditos encantamientos oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera que no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio y placer, inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más de cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, oh!, y lo que principalmente se me olvidaba: si alguno de estos que guardan no restituye el cuerpo entero, a la mañana, todo lo que le fué cortado o disminuído es obligado y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara.

Oído esto, esforcéme lo mejor que pude, y luego lleguéme al que pregonaba, diciendo:

—Deja ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dices. Dime qué salario me has de dar.

El dijo:

—Te darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata que este cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo bien de estas malas arpias.

Yo dije entonces:

—¿Qué me estáis ahí contando, necedades y mentiras? No ves que soy hombre de hierro, que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y más lleno de ojos estoy que Argos.

Casi yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual tenía cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entróme en un palacio obscuro y mostróme una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo:

—Este viene obligado para guardar fielmente a tu marido.

Ella, como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía luto, estaba hermosa, y mirándome dijo:

—Mira bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has tomado a cargo.

Yo le dije:

—No cures, señora: mándame aparejar la colación.

Lo cual le plugo, y luego se levantó y metióme en una camarilla, donde estaba el difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos siete testigos; alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y demostrando todas las cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los que estaban presentes, lo cual un escribano asentaba en su registro, ella decía de esta manera:

—Veis aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por testimonio lo que digo.

Y como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partióse de allí. Yo díjele:

—Señora, mandad que me provean de todo lo necesario.

Ella respondió:

—¿Qué es lo que has menester?

Yo le dije:

—Un candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro y agua con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra.

Ella, moviendo la cabeza, dijo:

—Anda vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la cual ha tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste aquí a comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar donde estás?

Diciendo esto, miró a una moza y díjole:

—Mirrena, trae presto un candil y aceite, y, encerrado este guarda en la cámara, vete luego.

Yo quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los ojos y armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así que ya anochecía. Después, la noche comenzada, ya era bien alta y hora de acostar, ya que dormían y callaban todos, a mí me vino un miedo muy grande; y con esto entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó los ojos en mí fuertemente, de manera que yo me turbé y enojé porque un animal tan pequeño tuviese tanta audacia de así mirar, y díjele:

—¡Oh bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con los ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que te puedo hacer? ¿Por qué no te vas?

En esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada que me vino un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del abismo, de tal manera, que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que estábamos echados fuese más muerto. Estando así, sin ánima, y habiendo menester otro que me guardase, casi que no estaba allí donde estaba, el canto de los gallos quebrantó las treguas de la noche; finalmente, que yo desperté, y asombrado de un gran pavor corrí presto al muertotraída una lumbre descubríle la cara y come cé con diligencia a mirar todas las cosas de su persona, y hallé que todo estaba sano y entero. En esto entra la mezquinilla de su mujer, llorando y mostrando mucha pena, y entraron con ella los testigos que el día antes había traído. Ella se lanzó sobre el cuerpo muchas veces, besándolo, y con una lumbre en la mano reconociendo y mirándolo todo, y vuelta la cabeza, llamó a un su mayordomo y mandóle que pagase luego al buen guardián su premio, el cual luego me fué dado, diciendo:

—Mancebo, toma lo tuyo, y muchas gracias te damos, que por cierto por este tu buen servicio te tendremos como uno de los amigos y familiares de la casa.

A esto, yo, que no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis ducados resplandecientes, y como atónito, pasándolos de una mano a otra, dije:

—Antes, señora, me has de tener como uno de tus servidores, y cuando de mí te quieras servir, con confianza lo puedes mandar.

Aun no había yo acabado de hablar esto, cuando salen tras mí todos los mozos de casa con armas y palos: el uno me daba de puñadas en la cara; otros, porradas en las espaldas; otros me rompían los costados a coces y me tiraban de los cabellos, me rasgaban los vestidos: hasta que yo fuí maltratado y despedazado de la manera que lo fué aquel mancebo Adonis; y así me lanzaron de casa y me fuí a una plaza cerca de allí. Y estando tomando algún descanso, recordéme que merecía y era digno de aquellos azotes y mucho más por la descortesía de mi hablar. En esto, he aquí que asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual, según la costumbre de aquella tierra, especialmente siendo uno de los principales, lo llevaban públicamente por la plaza con gran pompa de su entierro. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y mesándose sus canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando grandes voces entre sollozos y lloros, diciendo:

—Por la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la república, que socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y severidad tan gran traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer: porque ésta, y no otro alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo, hijo de mi hermana, por complacer a su adúltero y por robarle su hacienda.

De esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos. Cuando el vulgo oyó aquellas palabras, indignáronse contra la mujer, por ser el hecho verosímil y creíble el crimen, y comienzan a dar voces que traigan fuego para quemarla; otros piden piedras y que la entreguen a los muchachos, que la apedreen. Ella, con palabras bien compuestas y antes pensadas, para excusarse juraba cuanto podía por todos los dioses y negaba tan gran traición. El viejo dijo entonces:

—Pues que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina Providencia para que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio, principal profeta, el cual se comprometió conmigo por cierto precio a hacer salir de los infiernos el espíritu de este difunto y animar este cuerpo después del paso de la muerte.

Y como el viejo esto dijo, llamó allí en medio de todos a un mancebo vestido de lienzo blanco y calzados unos alpargates y la cabeza casi rapada, al cual besaba la mano muchas veces, hincándose de rodillas delante de él y diciendo:

—¡Oh sacerdote! Ten piedad de mí, por las estrellas del cielo y por los dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche, por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las golondrinas al crecimiento de este río cerca del castillo de Copto, y por los secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis, que desea este mi sobrino vivir brevemente, y a los ojos que ya son para siempre cerrados dales una poca de lumbre; no te ruego yo esto para negar a la tierra lo que es suyo; mas para solaz de nuestra venganza, te pido un poco espacio de vida. El profeta, de esta manera aplacado, tomó una cierta hierba y de ella puso tres ramos en la boca del muerto y otro en el pecho; y vuelto hacia Oriente, donde es el crecimiento del Sol, comenzó entre sí a rezar, y con aquel aparato venerable convirtió a sí a todos los que allí estaban por ver un tan grande milagro. Yo metíme en medio de la gente y detrás del túmulo, subíme encima de una piedra que estaba un poco alta, desde donde con mucha diligencia miraba todo lo que allí pasaba, Comenzó el muerto poco a poco a vivir: ya el pecho se le alzaba, ya las venas palpitaban, ya el cuerpo, que estaba lleno de espíritu, se levantó y comenzó a hablar, diciendo:

—¿Por qué ahora me has hecho tornar a vivir un momento de vida, después de haber bebido del río Leteo y haber ya nadado por el lago Estigio? Déjame, por Dios, déjame, y permite que me esté en mi reposo.

Como esta voz fué oída del cuerpo, el profeta se enojó algún tanto y díjole:

—¿Por qué no manifiestas al pueblo todas las cosas y declaras los secretos de tu muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamientos puedo llamar las furias infernales que te atormenten los miembros cansados?

Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí comenzó a hablar al pueblo de esta manera:

—Yo fuí muerto por las artes de mi nueva mujer, y matome con veneno que me dió de beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi cama y casa al adúltero.

Entonces la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo sacrílego altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo, cuando esto oyó, alteróse en diversas opiniones; unos decían que aquella pésima mujer viva la debían enterrar con el cuerpo del marido; otros, que no era de dar fe a la mentira del cuerpo muerto; pero estas alteraciones atajó el habla del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo:

—Yo os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y manifestaré lo que otro ninguno sabe.

Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo:

—Porque a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que deseaban cortarne las narices y Grejas, por la cual causa muchas veces se habían tornado en otras figuras, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echarcn un gran sueño, y estando él como enterrado en este profundo sueño, las hechiceras comenzaron a llamar mi nombre, y como mis miembros estaban fríos y sin calor, no pudiendo así presto esforzarse para el servicio del arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque con el sueño casi muerto, y llamábase como yo, levantóse a su nombre, sin saber que lo llamaban; de manera que él, de su propia voluntad, andando en forma de ánima de muerto, aunque las puertas de la cámara estaban con diligencia cerradas, por un agujero, cortadas primero las narices, después las orejas, recibió por mí el destrozo y carnicería que para mí se aparejaba. Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí con mucha destreza cera formada a manera de orejas cortadas, y otra nariz semejante a la suya; y ahora está aquí el mezquino, gozo so, que alcanzó y fué pagado del salario que ganó no por su industria y trabajo, sino por la pérdida y lesión de sus narices y orejas.

Como esto dijo, yo, espantado, luego me eché mano de las narices y trájelas en la mano; agarré las orejas y cayéronseme. Cuando vieron esto los que estaban alrededor comenzaron todos a señalarme con los dedos, haciendo gesto con las cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, cayendo a sus pies como mejor pude, me escapé de allíy nunca después volví a mi tierra, por estar así lisiado, para que burlasen de mí. Así, que con dos cabellos de una parte y otra encubro la falta de las orejas. Y con este plañizuelo que traigo puesto en la cara, la fealdad y lesión de las narices.

Cuando Theleforon acabó de contar su historia, los que estaban a la mesa, ya alegres del vino, comenzaron otra vez a dar grandes risotadas; y en tanto que bebían lo acostumbrado, díjome Birrena de esta manera:

—Mañana se hace en esta ciudad, desde que se fundó, una fiesta muy solemne, la cual nosotros solos y no en otra parte festejamos con mucho placer y gritos de alegría al santísimo dios de la risa. Esta fiesta será más alegre y graciosa por tu presencia, y pluguiese a Dios que de tus propias gracias alguna cosa alegre inventases con que sacrifiquemos y honremos a tan gran dios como éste.

Yo entonces le dije:

—Muy bien, señora; hacerse ha como mandas, y por Dios que querría hallar alguna mate ria con que este gran dios fuese honrado.

Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba alegre, levantéme luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando los pasos, me fuí para casa, y llegando a la primera plaza un aire recio nos apagó el hacha que nos guiaba; de manera que, según la obscuridad de la noche, tropezando en las piedras, con mucha fatiga, llegamos a la posada. Como llegamos junto a la puerta, yo vi tres hombres, valientes de cuerpo y fuerzas, que estaban combatiendo en las puertas de casa. Y aunque nos veían, no se espantaban ni apartaban siquiera un poquillo; antes, mucho más y más echaban sus fuerzas, a menudo porfiando quebrar las puertas; de manera que no sin causa a mí me parecieron ladrones y muy crueles. Cuando esto vi, eché mano a mi espada, que para cosas semejantes yo traía conmigo, y sin más tardanza salté en medio de ellos, y como a cada uno hallaba luchando con las puertas, dile de estocadas, hasta tanto que ante mis pies, con las grandes heridas que les había dado, cayeron muertos. Andando en esta batalla, el ruido despertó a Fotis y abrióme las puertas; yo, fatigado y lleno de sudor, lancéme en casa, y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al Gerión, acostéme luego a dormir.