Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro I
PRIMER LIBRO
Argumento.
CAPITULO PRIMERO
Y yendo a Tesalia sobre cierto negocio, porque también de allí era mi linaje, de parte de mi madre, de aquel noble Plutarco y Sesto, su sobrino, filósofos, de los cuales viene nuestra honra y gloria, después de haber pasado sierras y valles, prados herbosos y campos arados, ya el caballo que me llevaba iba cansado. Y así por esto como por ejercitar las piernas, que llevaba cansadas de venir cabalgando, salté en tierra y comencé a estregar el sudor y frente de mi caballo. Quitéle el freno y tiréle las orejas, y llevélo delante de mí, poco a poco, hasta que fuese bien descansado, haciendo lo que natura suele. Caminando de tal manera, él iba mordiendo por esos prados a una parte y a otra, torciendo la cabeza, y comía lo que podía, en tanto que a dos compañeros que iban un poco delante de mí yo me llegué y me hice tercero, escuchando qué era lo que hablaban. Uno de ellos, con una gran risa, dijo:
—Calla ya; no digas esas palabras tan absurdas y mentirosas.
Como oí esto, deseando saber cosas nuevas, dije:
—Antes, señores, repartid conmigo de lo que vais hablando, no porque yo sea curioso de vuestra habla, mas porque deseo saber todas las cosas, o al menos muchas, y también, como subimos la aspereza de esta cuesta, el hablar nos aliviará del trabajo.
Entonces, aquel que había comenzado a hablar dijo:
—Por cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con arte mágica los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y los aires se mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las hierbas, y que las estrellas se arrancan del cielo, y el día se quita, y la noche se detiene.
Entonces yo, con un poco de más osadía, dije:
—Oye tú, que comenzaste la primera habla, por amor de mí que no te pese ni te enojes de proceder adelante.
Así mismo, dije al otro:
—Tú paréceme que con grueso entendimiento y rudo corazón menosprecias lo que por ventura es verdad. No sabes que muchas cosas piensan los hombres, con sus malas opiniones, ser mentira, porque son nuevamente oídas, o porque nunca fueron vistas, o porque parecen más grandes de lo que se puede pensar, las cuales, si con astucia las mirases y contemplases, no solamente serían claras de hallar, pero muy ligeras de hacer? Pues a mí me aconteció que yendo a Atenas un día, ya tarde, y comiendo con otros, yo, por hacer como ellos, mordí un gran bocado en una quesadilla, a causa de que los convidados se daban prisa en comer. Y como aquél es manjar blanco y pegajoso, atravesóseme en el gallillo, no dejándome resollar, hasta que poco menos quedé muerto; pero con todo mi trabajo llegué a la ciudad, y en el portal grande que llaman Pecile vi con estos ambos ojos a un caballero de estos que hacen juegos de manos que se tragó una espada bien aguda por la punta. Y luego, por un poco de dinero que le daban, tomó una lanza por el hierro y lanzósela por la barriga, de manera que el hierro de la lanza, que entró por la ingle, le salió por la parte del colodrillo a la cabeza, y apareció un niño lindo en el hierro de la lanza, trepando y volteando, de lo cual nos maravillamos cuantos allí estábamos, que no dijeras sino que era el báculo del dios Esculapio, medio cortados los remos, y así ňudoso, con una serpiente volteando encima. Así que tú, que comenzaste a hablar, vuélvemela a contar, que yo sólo te creeré, en lugar de este otro, y además de esto te prometo que en el primer mesón que entremos te convidaré a comer conmigo. Esta será la paga de tu trabajo.
El respondió:
—Pláceme aceptar lo que me dices, y luego proseguiré lo que antes había comenzado; mas primeramente juro por este Sol que ve a Dios que he de contarte cosas que se han hallado y son verdederas, porque vosotros, de adelante, no dudéis, si llegáis a Tesalia, esta ciudad que está aquí cerca, lo que en cada parte de ella se dice por todo el pueblo. Y para que sepáis quién soy y de qué tierra y qué es mi oficio, habéis de saber que yo soy de Egina, y ando por estas provincias de Tesalia, Etolia y Beocia, de acá para allá, buscando mercaderías de queso, miel y semejantes cosas de taberneros; y como oyese decir que en la ciudad de Hipata, la cual es la más principal de Tesalia, hubiese muy buen queso y de buen sabor y provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar todo lo que pudiese; pero con el pie izquierdo entré en la negociación, que no me vino como yo esperaba, porque otro día antes había venido allí un negociador que se llamaba Lobo y lo había comprado todo. Así que yo, fatigado del camino y de la pereza que llevaba, si os place, hacia la tarde fuime al baño, y de improviso hallé en la calle a Sócrates, mi amigo y compañero, que estaba sentado en tierra, medio vestido con un sayuelo roto, tan disforme, flaco y amarillo, que parecía otro: así como uno de aquellos que la triste fortuna trae a pedir por las calles y encrucijadas. Como yo lo vi, aunque era muy familiar mío y bien conocido, pero dudé si lo conocía, y lleguéme cerca de él, diciendo: "¡Oh mi Sócrates! ¿Qué es esto, qué gesto es ése? ¿Qué desventura fué la tuya? En tu casa ya eres llorado y plañido, y a tus hijos han dado tutores los alcaldes; tu mujer, después de hechas tus exequias y haberte llorado, cargada de luto y tristeza, casi ha perdido los ojos; es compelida e importunada por sus parientes a que se case y con nuevo marido alegre la tristeza y daño de su casa, y tú estás aquí, como estatua del diablo, con nuestra injuria y deshonra." El entonces me respondió: "¡Oh Aristómenes! No sabes tú las vueltas y rodeos de la fortuna y sus instables movimientos y alternas variaciones." Y diciendo esto, con su falda rota cubrióse la cara, que, de vergüenza, estaba bermeja, de manera que se descubrió desde el ombligo arriba. Yo no pude sufrir tan miserable vista y triste espectáculo; tomélo por la mano y trabajé con él por que se levantase, y él así, como tenía la cara cubierta, dijo: "Déjame; use la fortuna de su triunfo; siga lo que comenzó y tiene fijo." Yo luego desnudéme una de mis vestiduras y prestamente lo vestí, aunque mejor diría que lo cubrí; hícele ir a lavar al baño, y le di todo lo que fué menester para untarse y limpiar su mucha y enorme suciedad que tenía. Después de bien curado, aunque yo estaba cansado, como mejor pude llevélo al mesón e hícelo sentar a la mesa y comer a su placer; amansélo con el beber, alegrélo con el hablar, de manera que ya estaba inclinado a hablar en cosas de juegos y placer para burlar y jugar, como hombre decidor, cuando de lo íntimo de su corazón dió un mortal suspiro y con la mano derecha dióse un gran golpe en su cara, diciendo:
—Oh mezquino de mí, que en que anduve siguiendo el arte de la esgrima, que mucho me placía, caí en estas miserias; porque, como tú muy bien sabes, después de la mucha ganancia que hube en Macedonia, partiéndome de allí, que había diez meses que ganaba dineros, torné rico y con mucho dinero; y un poco antes que llegase a la ciudad de Larisa, pensando hacer allí alguna cosa de mi oficio, pasé por un valle muy grande, sin camino, lleno de montes y descendidas y subidas. En este walle caí en ladrones, que me cercarón y robaron cuanto traía; yo escapé robado, y así, medio muerto, víneme a posar en casa de una tabernera vieja, llamada Meroe, algo sabida y parlera, a la cual conté las causas de mi camino y robo y la gana y ansia que tenía de tornar a mi casa; contándole yo mis penas con mucha tatiga y miseria, ella comenzóme a tratar humanamente y dióme de cenar muy bien y de balde. Así que, movida o alterada de amor, metióme en su cámara y cama; yo, mezquino, luego como llegué a ella una vez contraje tanta enfermedad y vejez, que por huir de allí todo cuanto tenía le di, hasta las vestiduras que los buenos ladrones me dejaron con que me cubriese, y aun algunas cosillas que había ganado cargando sacos cuando estaba bueno. Así que aquella buena mujer y mi mala fortuna me trajo a este gesto que poco antes me viste.
Yo respondí:
—Por cierto, tú eres merecedor de cualquier xtremo, mal que te viniese, aunque hubiese algo que pudiese decir último de los extremos, pues que una mala mujer y un vicio carnal tan sucio antepusiste a tu casa, mujer e hijos.
Sócrates, entonces, poniendo el dedo en la boca y como atónito mirando en derredor, a ver si era lugar seguro para hablar, dijo:
—Calla, calla; no digas mal contra esta mujer, que es maga; por ventura, no recibas algún daño por tu lengua, A lo cual yo respondí:
—¿Cómo dices tú que esta tabernera es tan poderosa y reina? ¿Qué mujer es?
El dijo:
—Es muy astuta hechicera, que puede bajar los cielos, hacer temblar la tierra, cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar diablos, conjurar muertos, resistir a los dioses, obscurecer las estrellas, alumbrar los infiernos.
Cuando yo le oí decir estas cosas, dije:
—Ruégote, por Dios, que no hablemos más en materia tan alta; bajémonos en cosas COmunes.
Sócrates dijo:
—¿Quieres oír alguna cosa o muchas de las suyas? Ella sabe tanto, que hacer que dos enamorados se quieran bien y se amen muy fuertemente, no solamente de aquí, de los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y antípodas, es, en comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca importancia. Oye ahora lo que en presencia de muchos osó hacer a un enamorado suyo porque tuvo que hacer con otra mujer: con una sola palabra suya lo convirtió en un animal que se llama castor, el cual tiene esta propiedad: que temiendo de ser tomado por los cazadores, cortase su natura por que lo dejen; y porque otro tanto le aconteciese a aquel su amigo, le tornó en aquella bestia. Así mismo, a otro su vecino tabernero, y por ello enemigo, convirtió en rana; y ahora el viejo mezquino andaba nadando en la tinaja del vino, y, lanzándose debajo las heces, canta cuando vienen a su casa los que continuaban a comprarlo. También a otro procurador de sus casas, porque abogó contra ella, lo transformó en un carnero, y así, hecho carnero, procura ahora las causas y pleitos; esta misma, porque la mujer de un su enamorado le dijo cierta injuria por donaire, la cerró de tal manera que quedó preñada, y así con la carga de su preñez anda, que nunca más pudo parir; y todos cuentan el tiempo de su preñez, que son ya ocho años que a la mezquina crece el vientre como preñez de elefante. La cual, como a muchos dañase, fué tanta la ira que el pueblo tomó contra ella, que acordaron de apedrearla otro día y vengarse de ella; pero con sus encantamientos ella supo lo que estaba acordado. Y como aquella Medea que con la tregua de un día que alcanzó del rey Creón, toda su casa y su hija con el mismo rey quemó en vivas llamas, así ésta, con sus imprecaciones infernales, que dentro en un sepulcro hizo y procuró, según que la beoda me contó, todos los vecinos de la ciudad encerró en sus casas con la fuerza de sus encantamientos, que en dos días no pudieron romper las cerraduras, ni abrir las puertas, ni horadar las paredes, hasta que unos a otros se amonestaron y juraron de no tocarla ni hacerle mal alguno, antes, de darle toda ayuda y favor saludable contra quien algo de mal le pensase hacer. De esta manera ella amansada, absolvió y desligó toda la ciudad; pero al autor de este escándalo, con su casa como estaba cerrada y con las paredes y el suelo y sus cimientos, a media noche lo traspasó y llevó a otra ciudad, cien millas de allí, que estaba asentada en una sierra muy áspera donde no había agua; y porque en la ciudad no había lugar donde pudiese asentar la casa, por la mucha vecindad de ella, asentóla ante la puerta de la ciudad y partióse luego.
Cuando yo le oí esto, dijele:
—Por cierto, mi Sócrates, tú me dices cosas muy maravillosas y no menos crueles; sin duda no me has dado pequeño cuidado y miedo; lanzado me has, no solamente escrúpulo, más una lanza. Por ventura, esta vieja, usando de su encantamiento, no haya conocido nuestras palabras y pláticas; por tanto, vámonos pronto a dormir; pues aunque hayamos quebrantado un poco el sueño de la noche, ante el día, huyamos de aquí cuanto más lejos podremos.
CAPITULO II
Aun no había acabado de decir esto, cuando Sócrates, así por el beber, del que no había acostumbrado, como por la luenga fatiga que había padecido, ya dormía altamente y roncaba. Yo entonces cerré la puerta de la cámara y echéle la aldaba, y echéme sobre una camilla que estaba cerca de los quicios de la puerta. Así que, primeramente, del miedo que tenía, velé un poco; después, casi a media noche, comenzáronseme a cerrar los ojos: mi fe, si os place, ya dormía; y súbitamente, con mayor ímpetu y ruido que ladrones vienen, las puertas se abrieron, y para decir verdad, quebradas y arrancadas de los quicios cayeron por tierra. Mi camilla en que estaba, como era pequeña y cojo el banco de un pie y podrido de los otros, con la violencia y fuerza del ímpetu cayó en tierra; yo caí debajo en el suelo, y como la cama se volvió, tomóme debajo y cubrióme. Entonces yo sentí algunos afectos, que, naturalmente, me venían en contrario de lo que quería. Que, como acontece muchas veces que, con placer, salen lágrimas, así en aquel gran miedo que tenía no podía sufrir la risa, porque estaba de hombre hecho tortuga. Estando así echado en tierra, así cubierto con la cama, volví los ojos por ver qué cosa era aquélla, y vi dos mujeres viejas: la una traía un candil ardiendo; la otra, un puñal y una esponja, y con esto paráronse en derredor de Sócrates, que dormía muy bien. La que traía el puñal dijo a la otra:
—Hermana Panthia, éste es el gran enamorado Endimión; éste es mi Ganimedes, que días y noches burló de mi juventud. Este es, que no solamente, pospuestos mis amores, me difama y deshonra, sino que ahora quería huir y que yo quede desamparada y llorando perpetuamente mi soledad, como hizo Calipso, cuando Ulises la dejó y se fué.
Diciendo esto, señalóme con la mano y dijo a la Panthia:
—Y también este buen consejero Aristómenes, que era el autor de esta huída, aun él cercano está de la muerte; echado en tierra yace debajo de la cama; todo esto bien lo ha mirado, pues no crea que ha de pasar sin pena por las injurias que me dijo: yo le haré que tarde, y aun luego y ahora, que se arrepienta de lo que dijo contra mí poco antes, y de la curiosidad de ahora.
Yo, mezquino, como entendí estas palabras, cubríme de un sudor frío, y comenzóme a temblar todo el cuerpo y sacudir en tanta manera, que la camilla saltaba temblando encima de mis espaldas.
La buena de la Panthia dijo entonces:
—Pues, hermana, ¿por qué a éste no despedazamos primero, o ligado pies y manos le cortamos su natura?
A esto respondió Meroe, que así se llamaba la tabernera, lo cual yo conocí de ella más por su gesto de vino que por la conseja que me había dicho Sócrates:
—Antes me parece que debe vivir éste, porque siquiera entierre el cuerpo de este cuitado.
Y tomó la cabeza de Sócrates, y volviéndola a la otra parte, por la parte siniestra de la garganta, le lanzó el puñal hasta los cabos, y como la sangre comenzó a salir, llegó allí un barquino, en la que recibió toda, de manera que una gota nunca pareció. Todo vi yo con estos mis ojos, y aun creo que porque no hubiese diferencia del espiritual sacrificio que hacen a los dioses, lanzó la mano derecha por aquella degolladura hasta las entrañas la buena Meroe, y sacó el corazón de mi triste compañero. El cual, como tenía cortado el gaznate, no pudo dar voz ni solamente un gemido. Panthia tomó la esponja que traía y metióla en la boca de la llaga, diciendo:
—Tú, esponja, nacida en la mar, guarda que no pases por ningún río.
Esto dicho, ambas juntamente vinieron a mí y quitáronme la cama de encima, y puestas en cuclillas meáronme la cara, tanto que me remojaron bien con su orina sucia. Y entonces saliéronse por la puerta fuera, y luego las puertas se torraron a su primer estado, cerradas como estaban; los quicios tornaron a su lugar, los postes se enderezaron, la aldaba se atravesó y cerró como antes. Yo, como estaba echado en tierra, sin ánimo, desnudo y frío y remojado de orines, como si entonces hubiera nacido del vientre de mi madre, o casi medio muerto, que yo mismo resucitaba a mí, o como si hubiera huído de la horca, dije:
—¿Qué será de mí cuando éste se hallare a la mañana degollado? ¿Quién podrá creer que yo digo cosas verosímiles, pareciendo, en efecto, las verdaderas? Porque luego me dirán: "Si tú, hombre tan grande, no podías resistir a una mujer, a lo menos dieras voces, llamaras socorro. ¿Cômo en presencia de tus ojos degollaban un hombre y tú callabas? ¿Por qué, si eran ladrones, no mataban a ti también, como a él? A lo menos, su crueldad no te debiera de perdonar ni dejar para que pudieses descubrir el homicidio; así que, pues escapaste de la muerte, torna a ella." Considerando yo estas cosas muchas veces, y replicándolas entre mi, ibase la noche y venía el día. Así que me pareció buen consejo irme antes del alba furtivamente y tomar mi camino, aunque temblando. Así que tomé mis alforjas y mi capa y comencé de abrir la puerta de la cámara con la llave; y aquellas puertas buenas y muy fieles que esa noche de su propia gana se abrieron, a mala vez y con mucho trabajo pude abrir, teniendo la llave y dándole treinta vueltas. Después que salí de la cámara fuime a la puerta del me n, y dije al portero:
—Oye tú, ¿dónde estás? Abreme la puerta del mesón, que quiero caminar de mañana.
El portero, que estaba acostado en tierra cerca de la puerta, díjome casi soñoliento:
—¿Cómo te quieres partir a esta hora, que aun es de noche? No sabes que andan ladrones por los caminos? Por ventura, si tú, culpado de algún crimen que tú mismo sabes, deseas morir, nosotros no tenemos cabezas de calabazas que queramos morir por ti.
Yo dije:
—No hay mucho de aquí al día, cuanto más que a hombre pobre ¿qué pueden robar los ladrones? ¿No sabes tú, necio, que a hombre desnudo diez valientes hombres no le pueden despojar?
A esto él, embelleñado y medio dormido, dió una vuelta sobre el otro lado, diciendo:
—¿Y qué sé yo ahora si dejas degollado aquel tu compañero con quien dormiste anoche y te vas huyendo?
En aquella hora que le of aquello, me pareció abrirse la tierra y que vi el profundo del infierno y el cancerbero hambriento por tragarme. Recordábaseme que aquella buena de Meroe no me había perdonado y dejado de degollar por misericordia, sino por crueldad, por guardarme para la horca. Así que tornéme a la cámara y deliberaba entre mí del linaje de la muerte, con ruido y alboroto, que me habían de dar. Y como en la cámara no me daba la fortuna otra arma ni cuchillo, salvo solamente mi camilla, díjele:
—¡Oh mi lecho muy amado, que has conmigo padecido tantas penas y fatigas, tú eres sabedor y juez de lo que esta noche se hizo! Tú solo eres el que yo podría citar en este homicidio por testigo de mi inocencia. Ruégote que si tengo de morir me des algún socorro. Y diciendo esto, desaté una soguilla con que estaba tejido y echéla de un madero que estaba sobre una ventana de la parte de dentro, y di un nudo en el otro cabo de la cuerda, y subido encima de la cama, ensalzado para la muerte, atéme el lazo al pescuezo; y como di con el un pie para derribar la cama, porque con el peso del cuerpo la soga apretase la garganta y me ahogase súbitamente, la cuerda, que era vieja y podrida, se rompió, y yo, como caí de lo alto, di sobre Sócrates, que estaba allí echado cerca de mí. Y luego, en ese momento, entró el portero dando voces:
—¿Dónde estás tú, que a media noche con gran prisa te querías partir y ahora te estás en la cama?
A esto no sé si o con la caída que yo di, o por las voces y baraúnda del portero, Sócrates se levantó primero que yo diciendo:
—No sin causa los huéspedes aborrecen y dicen mal de estos mesoneros; ved ahora a este necio importuno, cómo entró de rondón en la cámara: creo que por hurtar alguna cosa; con sus voces y clamores el borracho me despertó de mi buen sueño. Entonces, cuando yo vi esto, salgo muy alegre, lleno de gozo no esperado, diciendo:
—¡Oh!, fiel portero, ves aquí mi compañero, mi padre y mi hermano, el cual tú anoche, estando borracho, decías y me acusabas que yo había muerto.
Y diciendo yo esto, abrazaba y besaba a Sócrates. El, como olió los orines sucios con que aquellas brujas o diablos me habían remojado, comenzó a rufar diciendo:
—Quítate allá, que hiedes como una letrina.
Y preguntóme blandamente qué era la causa de este hedor tan grande. Yo comencé a fingir otras palabras de burlas, como al tiempo conve nía por mudarle su intención y echéle la mano diciendo:
—¿Por qué no nos vamos y no tomamos nuestro camino de mañana?
Y luego tomé mis alforjas, y pagada la posada, comenzamos nuestra vía. Habíamos andado algún tanto, cuando ya el Sol alumbraba toda la tierra; y todavía yo iba muy curiosamente mirando a mi compañero la garganta, por aquella parte que le había visto meter el puñal, y decía entre mí:
"Cierto; anoche yo estaba tan lleno de vino, que soñé cosas maravillosas. He aquí Sócrates, vivo, sano y entero: ¿Dónde está la herida? ¿Dónde está la esponja? Cuanto más una herida tan honda y tan fresca." Y díjele:
—No sin causa los buenos médicos dicen que los que mucho cenan y beben sueñan crueles y graves cosas: así me ha a mí acontecido, que anoche, como me desordené en el beber, soñé crueles y espantables cosas, que aun me parecía que estaba rociado y ensuciado con sangre de hombre.
A esto él, viéndome, dijo:
—Antes me parece que estás rociado, no con sangre, mas con meados.
Pero también soñaba yo que me degollaban, y aun que me dolió esta garganta, y que me arrancaban el corazón, y aun ahora no puedo resollar; y las piernas me tiemblan, y los pies andan titubeando; querría comer alguna cosa para esforzarme.
Yo entonces díjele:
—Pues he aquí el almuerzo.
Y luego quité mis alforjas del hombro y saqué pan y queso y díjelo diciendo:
—Sentémonos aquí, cerca de este plátano.
Y sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le miraba de cómo comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo que parecía muerto. En tal manera se le había turbado el color de la vida, que pensando en aquellas furias o brujas de la noche pasada, el bocado de pan que había mordido, aunque harto pequeño, se me atravesó en el gallillo, que no podía ir abajo ni tornar arriba, y también me crecía el miedo, porque ninguno pasaba por el camino. ¿Quién podría creer que de dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del otro? Pero Sócrates, de que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque se había comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un río man samente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o vidrio. Yo le dije:
—Anda, hártate de aquella agua tan hermosa.
El se levantó y fué por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las rodillas y echóse de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con mucho trabajo le tiré arriba. Después que, según el tiempo y lugar, lloré al triste de micompañero, yo lo cubrí en la arena del río para siempre, y con grande miedo por esas sierras fuera de camino fuí cuanto pude. Y casi como yo mismo me culpase de la muerte de aquel mi compañero, dejada mi tierra y mi casa, tomando voluntario destierro, me casé de nuevo en Etiopía, donde ahora moro y soy vecino.
De esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su compañero, que luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo, dijo:
—No hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como esta mentira.
Y volvióse hacia mí, diciendo:
—Tú, hombre de bien, según tu presencia y hábito lo muestran, ¿crees esta conseja?
Yo le respondí:
—Cierto no pienso que hay cosa imposible en cualquier manera que los hados lo determinaren: así pueden venir a los hombres todas las cosas. Porque muchas veces acaece a mí y a ti y a todos los hombres venir cosas maravillosas y que nunca acontecieron, que si las contáis a personas rústicas no son creídas. Mas por Dios, a éste yo le creo y le doy muchas gracias que, con la suavidad de su graciosa conseja, nos hizo olvidar el trabajo, y sin fatiga y enojo anduvimos nuestro áspero camino. Del cual beneficio también creo que se alegra mi caballo, porque sin trabajo suyo he venido hasta la puerta de esta ciudad, cabalgando no encima de él, mas de mis orejas.
Aquí fué el fin de nuestro común hablar y de nuestro camino, porque ambos mis compañeros tomaron a la mano izquierda hacia unas aldeas.
CAPITULO III
Yo entréme en el primer mesón que hallé y pregunté a una vieja tabernera:
—¿Es ésta la ciudad de Hipata?
Dijo que sí. Preguntéle:
—¿Conoces a uno de los principales de esta ciudad, que se llama Milón?
La vieja se rió, diciendo:
—Por cierto, así se dice aquí, que este Milón sea de los principales que viven fuera de los muros y de toda la ciudad.
Yo dije:
—¡Madre buena, dejemos ahora la burla y dime dónde está y en qué casa mora!
Ella respondió:
—¿Ves aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad y a la parte de dentro están frente de una calleja sin salida? Allí mora este Milón, bien harto de dineros y muy gran rico, pero muy mayor avariento y de baja condición; hombre infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo dar a usura sobre buenas prendas de oro, de plata, metido en una casilla pequeña, y siempre atento al polvo del dinero: allí mora con su mujer, compañera de su tristeza y avaricia, que no tiene en su casa persona, salvo una mozuela, que aun tan avariento es que anda vestido como un pobre, que pide por Dios.
Cuando yo oí estas cosas, reíme entre mí, diciendo:
"Por cierto, liberalmente lo hizo conmigo, y me aconsejó mi amigo Demeas, que me enderezó a tal hombre como éste, en cuya casa no tendré miedo de humo ni de olor de la cocina."
Como esto dije, yendo un poco adelante, llegué a la puerta de Milón, a la cual, como estaba muy bien cerrada, comencé a llamar y tocar. En esto salió una moza, que me dijo:
—Oye tú, que tan reciamente llamas a nuestra puerta, ¿qué prenda traes para que te presten sobre ella dineros? ¿No sabes tú que no hemos de recibir prenda sino de oro o de plata?
Yo dije:
—Mejor lo haga Dios. Respóndeme si está en casa tu señor.
Ella dijo:
—Sí está; mas díme qué es lo que quieres.
Yo respondí:
—Tráigole cartas de Corinto de su amigo Demeas.
Ella díjome:
—Pues en tanto que se lo digo espérame aquí.
Y diciendo esto, cerró muy bien su puerta y entróse dentro. Dende a poco tornó a salir, y abierta la puerta, dijome que entrase. Yo entré, y hallé a Milón sentado a una mesilla pequeña, que aquel tiempo comenzaba a cenar. La mujer estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi nada que comer.
El me dijo:
—Esta es tu posada.
Yo le di muchas gracias y luego le di las cartas de Demeas, las cuales por él leídas, dijo:
—Yo quiero bien y tengo en merced a mi amigo Demeas, que tan honrado huésped envió a mi casa.
Y diciendo esto, mandó levantar a su mujer y que yo me posase en su lugar. Yo, con alguna vergüenza, deteníame, y él tomóme por la falda, diciendo:
—Siéntate aquí, que, por miedo de ladrones, no tenemos otra silla, ni alhajas, las que nos conviene.
Yo sentéme. El me dijo:
—Según muestras en tu presencia y cortesía, bien pareces ser de noble linaje, y así lo conocerá luego quien te viere; pero, además de esto, mi amigo Demeas así lo dice por sus cartas; por tanto, te ruego que no menosprecies la brevedad o angostura de mi casa, que está aparejada por lo que mandares, y ves allí aquella cámara, que es razonable, en que puedes estar a tu placer. Porque, cierto, tu presencia hará mayor la casa y tú serás alabado de no menospreciar mi pequeña posada. Además de esto, imitarás a las virtudes de tu padre Teseo, que nunca se menospreció de posar en una casilla de aquella buena vieja Hecales.
Entonces llamó a la moza y díjole:
—Fotis, toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo en aquella cámara; y saca presto de la despensa aceite para untarse y un paño para limpiarlo, y lleva a mi huésped a este baño más cercano, porque él viene harto fatigado del malo y largo camino.
Cuando yo oí estas cosas, conociendo las costumbres y miseria de Milón, y queriendo tomar amistad con él, díjele:
—No es menester nada de estas cosas, que dondequiera las hallamos en el camino; pero yo preguntaré por el baño. Lo que más principalmente ahora he menester es que, para mi caballo, que me ha traído muy bien hasta aquí, me compres tú, señora Fotis, heno y cebada; ves aquí los dineros.
Esto hecho y puesta toda mi ropa en aquella cámara, yendo yo al baño, acordé primero de proveer de alguna cosa para comer; y fuime a la plaza de Cupido, adonde vi abundancia de pescados, y preguntando el precio, no quise tomar de lo caro, que valía cien maravedís, y compré otro por veinte maravedís, Al tiempo que yo salía con mi pescado, viene tras de mí Pithias, que fué mi compañero cuando estudiábamos en Atenas. El cual había días que no me había visto, y como me conoció, vínose a mí con mucho amor y abrazóme, dándome paz amorosamente, y dijo:
—¡Oh mi Lucio!, mucho tiempo ha que no te he visto por Dios que después que nos partimos de nuestro maestro Clytias, nunca más nos vimos; mas ¿qué es ahora la causa de tu venida?
Yo dije:
—Mañana lo sabrás; pero, ¿qué es esto? Yo he mucho placer en verte con vara de justicia y acompañado de gente de pie. Según tu hábito, oficio debes de tener en la ciudad.
El me dijo:
—Tengo cargo del pan y soy almotacén; por eso, si quieres comprar algo de comer, yo te podré aprovechar.
Yo no quise, porque ya tenía comprado el pescado necesario para mi comer; pero él, como vic la espuerta del pescado, tomóla y en un llano sacudióla, y vistos los peces, dijo:
—¿Y cuánto te costó esta basura?
Yo respondí:
—Apenas lo pude sacar del que lo vendió por veinte maravedís.
Lo cual, como él oyó, tomóme por la falda y tornóme otra vez a la plaza de Cupido y preguntóme:
—¿De cuál de éstas compraste esta nada?
Yo mostré un vejezuelo que estaba sentado en un rincón; el cual, con voces ásperas como a su oficio convenía, comenzó a maltratar al viejo, diciendo:
—Ya, ya, vosotros ni perdonáis a nuestros amigos ni a los huéspedes que aquí vienen, porque vendéis el pescado podrido por tan grandes precios y hacéis con vuestra carestía que una ciudad como ésta, que es la flor de Tesalia, se torne en un desierto y soledad; pero no lo haréis sin pena, a lo menos en tanto que yo tuviere este cargo: yo mostraré en qué manera se deben castigar los malos.
Y arrebató la espuerta, y derramada por tierra, hizo a un su oficial que saltase encima y lo rehollase bien con los pies. Así que mi amigo Pithias, contento con este castigo, dijo que me fuese, diciendo:
—Lucio, bien me basta la injuria que hice a este vejezuelo.
Esto hecho y enfadado y malcontento voime al baño, sin cena y sin dineros, por el buen consejo de aquel discreto de Pithias mi compañero; así que después de lavado tornéme a la posada de Milón y entréme en mi cámara; y luego vino Fo tis y díjome:
—Ruégote, señor, que vayas allá.
Yo, conociendo la miseria de Milón, excuséme blandamente, diciendo que la fatiga del camino más necesidad tenía de sueño que no de comer.
Como él oyó esto, vino a mí y tomóme por la mano, para llevarme, y porque me tardaba y honestamente me excusaba, díjome:
—Cierto no iré de aquí si no vas conmigo, lo cual juro.
Yo, viendo su porfía, aunque contra mi voluntad, me hubo de llevar a aquella su mesilla, donde me hizo sentar y luego me preguntó:
—¿Cómo está mi amigo Demeas? ¿Cómo están su mujer y hijos y criados?
Yo contéle de todo lo que me preguntaba. Asimismo me preguntó ahincadamente la causa de mi camino, la cual, después que muy bien le relaté, empezóme a preguntar de la tierra y del estado de la ciudad, y de los principales de ella, y quién era el gobernador; así que, después que me sintió estar fatigado de tan luengo camino y de tanto hablar y que me dormía, que no acertaba en lo que decía, tartamudeando en las palabras, medio dichas, finalmente concedió que me fuese a dormir. Plugo a Dios que ya escapé del convite hambriento y de la plática del viejo rancioso y parlero, más hambriento de sueño que harto del manjar. Habiendo cenado con solas sus parlas, entréme en la cámara y echéme a dormir.