Memorias Íntimas, Capítulo XV - Ayala
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Uno de los amigos de mi mayor intimidad por aquella época, fué Adelardo López de Ayala. Esta amistad nació de la no menos íntima que yo tenía con su inseparable Arrieta, que había escrito la música de dos ó tres zarzuelas mías y que como dije en la conferencia anterior, era uno de aquellos fieles amigos de mi casa y de mi santa madre.
Ayala y yo no comprendimos pronto, las almas se entendieron, y como ya desde el 67 comenzó a ser, a pesar de sus antecedentes monárquicos, el revolucionario más activo y menos respetuoso, fuimos muy de acuerdo y pensamos lo mismo.
La figura de este célebre poeta, autor dramático y después hombre de Estado, es de las que más deben interesar a las generaciones que no le han conocido.
Era Adelardo López de Ayala un hombre fuerte, vigoroso, de hermosa presencia; la cabeza a la antigua española, como la de los personajes que retrataba Pantoja, y recordando aquellos españoles de hace dos ó tres siglos, melenas y bigotes de caballero español tradicional, enérgico en la palabra y en los hechos, muy poeta y muy enamorado.
Vino de Extremadura a la corte, y no fué de los que comienzan con obras menudas a darse a conocer. Conservador por educación y por convicción, abogado notable, fué uno de los redactores de aquel Padre Cobos que tanto ruido hizo; y al ser encausado este periódico, Ayala hizo de él tan brillante defensa que su nombre se hizo tan popular en el foro como en el teatro. Y en aquel año del 67 se le admiraba mucho. Había obtenido antes en el teatro con su Tanto por ciento uno de los éxitos más grandes de este siglo en la escena española.
La noche del estreno; Hartzenbusch, de pie y dirigiéndose al público, gritó: «¡Señores, Calderón ha resucitado!» Y habiéndose estrenado la obra a fin de temporada, hubo que prolongar ésta y hacer la comedia durante todo el verano; el horrible calor no impidió al público llenar la sala del Español en los meses más duros, lo cual prueba que para las comedias buenas no hay dificultades.
Hacía entonces alarde de sus fuerzas hercúleas. Por una apuesta, allá en su pueblo, en una temporada de descanso, mató un burro de un puñetazo en la cabeza.
Una noche en que cuatro actrices salían del Español en un landeau, hizo salir el coche corriendo, y cogiéndole por detrás con ambos puños agarrados a la barra trasera, le paró é hizo retroceder a los caballos. Con esto y un valor a toda prueba, no había quien se le atreviera.
La fuerza le atraía, y más de una noche me obligó a leer con él en un libro viejo las hazañas de su paisano García de Paredes, a quien se llamó en lo antiguo el Sansón de Extremadura. Calderón era su ídolo, y en honor de la verdad, su estilo se parecía mucho al del gran dramaturgo. Rodeado de Arrieta, Avilés, Moreno Nieto, Dacarrete, algún otro y yo, pasábamos agradables noches en su modesto cuarto de la calle da la Libertad, y no nos podíamos figurar, aunque sabíamos que había entrado en la conspiración, que había de ser principal personaje de ella.
Noches íntimas en las que aquel gran poeta solía leernos ó recitarnos fragmentos de algo, porque era trabajador desordenado, aunque tenía fama de perezoso. Y en una de aquellas noches escribió, mientras Arrieta preparaba con su habitual maestría de gourmet, una deliciosa ensalada, uno de los mejores sonetos. Éste salió entero, porque lo escribió para cierta linda persona ausente, una de tantas como andaban locas por él, y es sin duda alguna, una de las más bellas cosas que se han escrito en lengua castellana en nuestros tiempos.
Píntase en este soneto el amor ausente de esta encantadora manera; y aunque está incluido en la colección de sus obras, y muchos de los presentes lo conocen, es para mí grato recuerdo por haberlo visto escribir, y dice así:
La piedra imán recibe de una estrella el influjo en que busca su gobierno la nave audaz; y en éxtasis eterno contempla enamorada su luz bella.
Siente en su espalda el mar la blanda huella de la luna gentil, y amante tierno suspira y gime, o con furor interno en cien montañas a la par se estrella.
Ama una flor al luminar del dia:
dispersas y apartadas, sus amores
se comunican las flexibles palmas.
¿Por qué ausente no escuchas la voz mía?
¿Por qué sienten mejor el mar, las flores,
y hasta las mismas piedras, que las almas?
¿Quién imaginara que el poeta de estas delicadezas había de ser el que redactara poco tiempo después el manifiesto de Alcolea y a caballo iría del campo de Serrano al de Novaliches a intimar la rendición al general defensor de la monarquía? ¿Quién pensara que había de ser uno de los primeros ministros de la revolución? En aquella época Adelardo escribía versos amorosos y seguía con interés y divirtiéndose de buena fe aquello que los tontos llamaron la creación del género bufo. A él le divertía y se reía con nosotros de los artículos en serio que escribían muchos colegas en los periódicos contra espectáculo tan inofensivo. Y para ampararlo, en cierto modo, arregló un pasillo de Calderón, titulado El dragoncillo, Arrieta le puso dos ó tres números de música y se representó en el teatro Arderius más de cien noches.
—A ver si viendo que también Calderón ha hecho bufonadas—decía Ayala,—no se toma en serio ni se combate esto que no tiene nada de particular ni hace perjuicio a nada.
En el verano del 68 nos dijo que se iba a su país, y en realidad fué a precipitar el movimiento revolucionario. Dió gran impulso a todo aquello. Buscó un barco y un capitán, el capitán Lagier, para traer a los generales desterrados desde Canarias a Cádiz, se puso de acuerdo con Montpensier, redactó el célebre manifiesto de la España con honra y el poeta se convirtió en hombre político de gran talla. ¡No, no hay que creer que los poetas no sirven para estas cosas, porque cuando menos se piensa sacan las uñas!