Memorias Íntimas, Capítulo XIV - Conspiraciones y diversiones

​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo XIV - Conspiraciones y diversiones
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

XIV


O'Donell pasa al campo nuestro —Registros domiciliarios y persecuciones.—Montpensier. — Los salones de la época.— Barbarita Riquelme.— Los duques de Hijar.—«El joven telemaco» representado en el palacio de la condesa del Montijo.—Los cronistas de salones.—Conversación íntima con O'Donell.—Bailes y soirées.—Maria Buschental.—Carolina Coronado.—Rivero, estafado.


Al terminar la última conferencia quedamos en los comienzos de aquel período que medió entre el sangriento día de 22 de Junio del 66 y la Revolución. La caída de O'Donell después de haber sofocado aquella insurrección y después de haber vertido tanta sangre por servir los deseos de la Corona, fué para aquel general un desengaño tan grande que juró vengarse; de defensor leal de aquella monarquía se convirtió en enemigo mortal, y con todos los suyos se pasó al campo nuestro. Quiero decir que la Unión liberal de partido de orden se convirtió en partido revolucionario y se fundió con los conspiradores más anti-dinásticos. Notad que siempre ha sucedido lo mismo y permitidme esta digresión que acaso es de actualidad. Siempre han vencido todos los rebeldes en España por la colaboración de los que no lo son sino por fuerza de las circunstancias. El partido progresista, fuerte, poderoso, con grandes raíces en la opinión, no llegó a los hechos de fuerza ni a la Revolución hasta que se procuró el concurso de los demócratas. Demócratas y progresistas juntos no llegaron hasta la Revolución sino el día en que la Unión liberal se les unió; pasaron días, sucedieron cosas que pertenecen al historiador y no al conferenciante, y cuando se quiso hacer la restauración, los borbónicos más exaltados no la lograron sino con el concurso de generales y hombres civiles de partidos que no estaban en la conspiración borbónica. Y Madrid, el Madrid íntimo, ese que sólo pueden apreciar los que han vivido siempre en él, tomó otro aspecto. Los periódicos liberales y demócratas enmudecieron. A cada momento había registros domiciliarios, ciudadanos desterrados, cuerdas, aquellas terribles cuerdas que veíamos pasar a deshora de la noche. Narváez y Martori usaron los antiguos procedimientos de persecución. Vivían las cadenas. No se olvidaba ni un instante la sangre derramada por el rencor de arriba. O'Donell comenzaba a ser el alma de la conspiración esperando llegar a un acuerdo con Prim, cuando murió. Sucedióle inmediatamente Serrano como jefe del partido unionista y como conspirador de alto bordo. Comenzóse a hablar de Montpensier como demagogo. ¡Montpensier era de los nuestros! Vino a Madrid con su esposa la Infanta y le hicimos una ovación callada. Le desterraron a poco. Fué ya enemigo declarado de su augusta cuñada; fué un personaje destinado a vivir como nadie, es decir, ayudando a la revolución y sin que ésta le amara. No gustaba. Está su familia muy viva y muy en alto, y los sucesos muy recientes y no puedo hablar de Montpensier más que de paso, y como ya se murió, repetir la española frase: «¡Dios le haya perdonado!». Ya cuando se publiquen estas Memorias hablaré de él despacio porque le conocí y traté; por hoy no es esto del caso.

Se vivía, como digo, en plena persecución, la paz reinaba en Varsovia, la guardia civil hacía el servicio de las calles que hoy hacen los guardias de orden público, la vigilancia nocturna era excesiva, se veía venir una nube negra, muy negra. Y al mismo tiempo, los que nada tenían que temer, se divertían; hubo en aquellos dos años grande animación en los salones madrileños. Una cubana rica y fastuosa a quien en el gran mundo se llamaba Barbarita Riquelme por ser la esposa del general del mismo apellido, recibía en grande, estaba en moda. Los Duques de Hijar rendían culto a las letras y al arte escénico y en su casa se representaban comedias antiguas y modernas al fin de una de las cuales como ya he contado en otra ocasión, mi vecino de mesa Don Carlos Marfori me prendió a las pocas horas en mi propia casa. En Carabanchel, en la propiedad de la Condesa del Montijo, se representó con gran aparato de trajes, decoraciones y coristas de la grandeza, El joven telémaco, que yo ensayé y que fué hablado y cantado por el Conde de Romrée, el Conde de la Nava del Tajo y Elena Prendergast. ¡Y en el coro qué mujeres! Las suripantas ilustres eran magníficas y los trajes y alhajas dieron lugar a grandes descripciones a los cronistas de salones de la época que eran Don Ramón de Navarrete y Don Francisco de Paula Madrazo a quien se le llamaba en el gran mundo Madrazito, aunque ya tenía entonces sesenta y pico de años. Había verdadera rivalidad en esto de recibir y dar fiestas suntuosas. Aquella noche en el Palacio de Carabanchel se desplegó un lujo extraordinario. La gran cena que la Condesa del Montijo dió después de la representación con las aristocráticas artistas y las treinta señoritas vestidas a la griega, parecía banquete de los buenos tiempos de Grecia.

Y en aquella noche, el general O'Donell me llevó a un rincón del salón de fumar y me propuso entrar, como él decía, en la legalidad y hacer por consiguiente, mi carrera. Le había conocido meses antes, por mediación de su ayudante D. Leopoldo Valderrábano que era amigo mío. Como le atacaba tanto en el Gil Blas, el general, que era tolerante y tenía el sistema de atraerse a la gente, quiso conocer al redactor que respondía de todo lo que en aquel periódico se escribía, pues yo entonces firmaba por todo lo no firmado según exigía la ley. Habíamos hablado dos ó tres veces en varias casas particulares, pero de cosas sin importancia. La noche aquella la conversación tomó otro giro. Intentó llevarme al campo unionista y sacarme del campo democrático pero ignoraba que yo estaba al corriente de los nuevos rumbos que él seguía.—Mi general, le dije, ¿para que quiere usted que yo vaya a su campo si usted va a venir al mío? Mucho le sorprendió la pregunta y noté que le desconcertó, pero siguió aconsejándome que pasara al lado suyo, al partido monárquico.—¡Pero si ha de hacerse una revolución, no habrá monarquía! exclamé con la buena fe del principiante.—¡Habrá otra! dijo. Entonces adiviné de lo que se trataba y comencé ¡incauto de mí! a sondear su pensamiento y a hablarle con tal intimidad que me cortó los vuelos enseguida.

—Es usted demasiado joven y nuestras relaciones muy recientes para que hablemos de ciertas cosas; pero conste que he querido aconsejarle bien y que para un cambio radical de instituciones en España todavía faltan muchos años.

No podía yo imaginar entonces que los hombres que nos habían educado en ideas revolucionarias, nos obligarían a ser monárquicos al día siguiente de la caída de un trono secular. O'Donell me lo dió a entender y yo no lo entendí.

Las tertulias ó salones no aristocráticos, pero muy entonados y a la moda, también abundaban. Había bailes y soirées en casa de Casañas, en la calle de San Agustín; en casa de D.a Paz Maríategui; en casa de Alvarez, D. Fermín Alvarez, hombre de mundo y músico muy distinguido, autor de varias canciones a las que yo puse la letra, entre ellas aquella de Los ojos negros, cuya copla que empieza:

Para jardines Granada he visto luego en colecciones de cantos populares, atribuida al pueblo, y yo digo en este caso parodiando al gran Rey, ¡que el pueblo soy yo!

En aquellas soirées brillaba mucho una señorita llamada Carmela Güell, que cantaba muy bien y ha muerto há poco dejando en inconsolable viudez a un consocio nuestro. Agustina Lanuza, que luego casó con el novelista Puerta Vizcaíno. Era indispensable, se la quería mucho, cantaba con muchísimo gusto. Julia Espinque era una de las grandes bellezas de entonces y que ha inspirado a un poeta inmortal sus más hermosos versos. Era extraordinariamente hermosa y cantaba muy bien, porque era de familia de artistas.

Y había un profesor de canto que se llamaba el maestro Modorati, tan indispensable en todas partes como el elegante de marras a quien hoy llamamos D. Rafael y era entonces Rafaelito Huertas, alma de los salones, inevitable en todas las casas grandes y chicas, dirigiendo todos los cotillones, toreando muy bien en las becerradas, tan lindo y compuesto como lo es todavía hoy a pesar de los años. La señora de Buschental tenía un salón esencialmente político y en él se conspiró y se hicieron grandes trabajos para la Revolución. De amiga, lo que se llama amiga, de Isabel II se convirtió en revolucionaria ferviente y su casa y su palco platea del proscenio del teatro Real eran focos de conspiración. Intimó con Prim y estuvo en constante correspondencia con él. Muñiz, Monteverde, López Domínguez, eran sus fieles amigos y colaboradores en los trabajos que bajo cuerda se hacían. Carolina Coronado, casada con el representante de los Estados Unidos, era de las señoras que recibían más gente ilustrada. Poetiza notable, mujer de gran talento, y muy liberal, también reunía en torno suyo a los hombres políticos revolucionarios. Al día siguiente del 22 de Junio y durante mucho tiempo tuvo escondidos en su casa, cobijados bajo el pabellón americano, a Castelar y a Rivero. ¡Cómo cambian los tiempos! Entonces la bandera de los Estados Unidos servía para proteger a Ios españoles ilustres que llenaban sus salones; hoy hay que guardarla con la policía, y nadie se arrima a ella.

Los periódicos arrastraban una vida muy precaria. Tuvieron que enmudecer desde el 66; apenas si se podía publicar en ellos más que cosas literarias y aun en ellas veía alusiones el fiscal de imprenta que llegó a ser el inquisidor general del pensamiento. El Gil Blas pasó de político a literario.

La Discusión pasaba de mano en mano. En los últimos tiempos en que la tuvo D. Nicolás pasábamos apuros. La Democracia, de Castelarr apesar de los recursos que allegaba Carrascón y otros correligionarios tampoco podía vivir. Se deseaba con esto más y más el día de liquidarlo todo.

Y apropósito de esto recuerdo el suceso que luego se ha contado como cosa graciosa y que cuando ocurrió fué muy triste. Rivero no podía hacer frente a las obligaciones de su periódico, estábamos todos atrasados. Una mañana, en que estaba enfermo, me llamó y me dió una carta para D. Pascual Madoz, escrita en la cama. Dile a Morales que la lleve enseguida, D. Pascual le dará treinta mil reales y todos nos arreglaremos. Corriendo bajé a dar el recado y el hombre partió como un rayo.

Pasó una hora, pasaron dos, pasaron tres, y el hombre tan esperado no venía. Don Nicolás me llamaba a cada media hora.—¿No ha venido ese hombre?—No, señor.—¿Le habrá ocurrido algo?—¡Quién sabe! Y pasó toda la tarde y toda la noche y no volvió.

Rivero se puso peor de la impaciencia. Su ama de llaves, Doña Dolores, estaba afligidísima. Viendo que eran las doce de la noche y que nuestro deseado sujeto no volvía nos echamos a buscarlo por Madrid dos ó tres redactores. ¡Nada! Ni en las inspecciones ni en ninguna parte dimos con él.

Al día siguiente, a las doce de la mañana, le vi entrar en la redacción, pálido, ojeroso, sucio, con el pelo lacio y caído. .. ¡Parecía un náufrago!

—¿Pero hombre, qué le ha pasado a usted?

En cuanto me contó lo ocurrido y me rogó que fuese yo a contárselo a Don Nicolás, me negué en absoluto.

—Cuénteselo usted mismo.
— Me va a matar.
—Es muy probable.
—Yo no me atrevo.
—¡Arriba!

Le hice subir a empujones.

—Don Nicolás, ahí está ese.

Rivero se sentó en la cama y con las manos sobre la sábana le esperó con mirada ansiosa.

Entra y le dice:

—¡Don Nicolás, máteme usted!