Desde el temporal del 80, que casi le cuesta la pérdida de todas las vacas, don Juan Valverde no había tenido más que una ambición: la de poder llegar de algún modo a alambrar sus dos suertes de estancia. Pero para cercar legua y media de campo, o sean doscientas cuadras lineales, calculaba que un alambrado medio decente le vendría a costar como quince mil pesos, y juntarse con esta cantidad le parecía tan imposible como impedir que le invadieran el campo mientras estuviera abierto las haciendas de los vecinos.

¡Estas invasiones! ¡Quién pudiera librarse de una vez de semejante fastidio! Se lo pasaba renegando. Un día era la manada de su vecino y compadre don Anacleto que, en un descuido, venía a aprovechar el agua de las bebederas de su jagüel; otro, eran las lecheras de un puestero de «La María» que llegaban hasta la quinta de la estancia y se le metían en el maizal. A cada rato, y por todos lados, había mixturas de majadas con los linderos; era imposible reservar un retazo de campo para cualquier necesidad, pues no faltaba alguna punta de hacienda ajena que se lo viniera a desflorar. Sin contar que, a más de tener que echar del campo las haciendas de los vecinos, también tenía que vigilar de cerca la propia para que no se fueran algunos animales a otros rodeos, donde no siempre se podían volver a encontrar.

Trabajo ingrato, por lo demás, cuyo resultado era cansar caballos, sin poder llegar a tener otra cosa que novillos para invernada apenas, y nunca para matadero. ¡Claro!, animales siempre repuntados y corridos, que nunca pueden comer a su gusto y descansados, ni pueden aprovechar el pasto que es de ellos.

¡Cuándo podría alambrar su campo don Juan Valverde!

Sucedió que hubo, seguiditos, dos años de pura prosperidad: una parición de las vacas como no se había visto desde mucho tiempo; otro tanto, en los mismos dos años en las majadas, lográndose sin esfuerzo casi todos los corderos; con unos pastizales que daba gusto y donde engordaron a más no poder novillos y capones; y a más de esto, alza general en los frutos, la lana por las nubes, los cueros a buenos precios y los animales gordos muy buscados.

-Don Juan Valverde se encontró con una buena cantidad disponible, y aunque no le alcanzara del todo, pensó que bastaba, siquiera, para empezar.

Para aprender a nadar, no hay como tirarse al agua; y solicitó del Banco de la Provincia lo que le faltaba. Se lo dieron sin mayor dificultad, y aunque poco le gustara empeñarse así, no vaciló en realizar el sueño dorado de toda su vida de estanciero: alambrar su campo. ¡Alambrar!, ¡al fin! Poder tener seguros, en el campo de su propiedad, sus animales; poderlos tener seguros y solos, sin mantener gratuitamente los de los vecinos; poder recorrer su campo por todos lados sin encontrar más gente ni más hacienda que la de la estancia; no tener, una o dos veces por día, que repuntar de las orillas al centro todas las vacas para que no se extravíen, con gran daño, por supuesto, de su quietud y de su engorde.

¡Con qué alegría se entregó don Juan a la ardua tarea de calcular lo que necesitaba de material para el alambrado! En su vida había hecho tantas operaciones de aritmética, pero fue con gusto que las hizo a pesar de lo trabajoso, y cuando hubo fijado definitivamente el número de postes y de varillas, de torniquetes y de rollos de alambre que necesitaba y también las tranqueras y su sitio, hizo revisar sus cálculos por don Juan Antonio el pulpero, y se fue para la capital a comprar todo, sin mezquinar y sin mirar atrás.

No hay duda que va a ser duro pagar tanta plata; que habrá que privarse de muchas cosas y no perder ocasión de vender animales gordos o cueros o cualquier otra cosa con que se puedan hacer pesos. Habrá momentos difíciles y dolores de cabeza; habrá que hacer esfuerzos hasta entonces desconocidos para aumentar el producto de la estancia; quizá haya, si viene malo el año, que vender alguna majada o alguna punta de vacas al corte; pero no importa, don Juan a todo está dispuesto para quitarse de encima, ya de una vez, esa perpetua inquietud del campo abierto, tan abierto para las invasiones e infiltraciones de afuera, como para los inesperados deslices y las misteriosas desapariciones de hacienda.

Ya trató también con el alambrador, un vasco conocido y de confianza que trabaja bien, ligero y a precios acomodados. Los postes han llegado; están ya repartidos en los puestos de la orilla del campo, donde forman torres espesas y bajas que momentáneamente modifican el paisaje, haciendo de cada puesto, cuando lo miran de lejos, como un castillo medioeval.

Empiezan a plantar los postes: una hilera larga de ellos ya corta justamente un camino que cruza el campo, una de las cosas que más rabia le da a don Juan Valverde; y todos los días viene de un galopito a ver alargarse la línea de los centinelas de madera que van colocando los peones. Todavía no tienen armas; todavía pasan entre ellos los carros, las volantas, los arreos y los jinetes; pero la sonrisa burlona con que antes seguían éstos su camino, cuando veían al dueño del campo, todo colorado de furor, ha cambiado de sitio y vaga ahora, no siempre muy discreta, en los labios de don Juan.

Ya no castiga, apurado, como antes, y, refunfuñando, el caballo, para correr a los animales del vecino, cuando le vienen a comer el pasto; hasta los deja, casi con fruición, refregarse las paletas contra los postes, pensando, con una sonrisa, en la cara que, mañana o pasado, pondrán ellos y los transeúntes, al ver que ya no se pasa por acá, que los alambres están estirados y que basta esta red liviana para atajar y dejar campo afuera todo lo que, durante tantos años, le ha causado tantos disgustos.

En poco tiempo más, ya quedó cercado todo el campo, colocadas las tranqueras, y don Juan pasa ahora largos momentos de regocijo, tomando mate en uno de sus puestos, cercano al camino suprimido, estudiando de rabo de ojo las fisonomías de los que llegan allí y rabian, a su vez, al encontrarse con el alambrado nuevo que les cierra el paso y los obliga a dar una vuelta de todos los diablos.

Ahora también, en todas partes, como no está nada recargado el campo, y hasta en las mismas orillas, puede comprobar don Juan que el pasto crece como nunca lo ha podido hacer, por las entradas de los vecinos. Sus vacas comen con toda tranquilidad, desflorando donde mejor les parece, de día y de noche, recogidas apenas una vez por semana, para parar rodeo. Con la abundancia de pasto, con la quietud, engordan ahora de veras, y pronto quedará pago y repago el alambrado con el mismo aumento de producto de la estancia.


M42


Regresar al índice