Mala hierba/Parte I/VII
VII
Desde aquel encuentro en la chirlata del coronel de la baronesa y del sociólogo, éste comenzó a frecuentar la casa y a poner cátedra de antropología y de sociología en el comedor. Manuel no sabía cómo serían aquellas ciencias, pero traducidas al andaluz por el primo de la baronesa, eran muy pintorescas; Manuel y la niña Chucha escuchaban al berebere con grandísima atención y algunas veces le hacían objeciones, que él contestaba, si no con grandes argumentos científicos, con muchísima gracia.
El primo Horacio empezó a quedarse a cenar en la casa y terminó quedándose después de cenar; niña Chucha protegía al berebere quizá por afinidades de raza, y se reía, enseñando los dientes blancos, cuando venía don Sergio.
La situación era comprometida, porque la baronesa no se preocupaba de nada; después de servirse de Mingote, le había despedido dos o tres veces sin darle un céntimo. El agente comenzaba a amenazar, y un día fue decidido a armar la gorda. Habló de la falsificación de los papeles de Manuel y de que aquello podía costar a la baronesa ir a presidio. Ella le contestó que la responsabilidad de la falsificación era de Mingote; que ella tendría quien la protegiese, y que, en el caso de que interviniese la justicia, el primero que iría a la cárcel sería él.
Mingote amenazó, chilló, gritó demasiado, y en el momento álgido de la disputa llegó el primo Horacio.
-¿Qué pasa? Se oye el escándalo desde la calle -dijo.
-Este hombre, que me está insultando -clamó la baronesa.
Horacio cogió a Mingote del cuello de la americana y lo plantó en la puerta. Mingote se deshizo en insultos, sacó a relucir la madre de Horacio; entonces éste, olvidando a lord Bacon, se sintió berebere, levantó el pie y dio con la punta de la bota en las nalgas de Mingote. El agente gritó más, y dé nuevo el berebere le acarició con el pie en la parte más redonda de su individuo.
La baronesa comprendió que al agente le faltaría tiempo para vengarse; no creía que se atrevería a hablar de la falsificación de los papeles de Manuel, porque se cogía los dedos con la puerta; pero probablemente advertiría a don Sergio de la presencia del primo Horacio en la casa.
Antes que pudiese hacerlo, escribió al comerciante una carta pidiéndole dinero, porque tenía que pagar unas cuentas. Envió la carta con Manuel.
El viejo calcáreo, al leer la carta, se incomodó.
-Mira, dile a tu... señora que espere, que yo también tengo que esperar muchas veces.
Al saber la contestación, la baronesa se indignó.
-¡Valiente grosero! ¡Valiente animal! La culpa la tengo yo de hacer caso de ese vejestorio infecto. Cuando venga, yo le diré cuántas son cinco.
Pero don Sergio no apareció, y la baronesa, que supuso lo pasado, se mudó a una casa más barata con el propósito de economizar, y niña Chucha, Manuel y los tres perros pasaron a ocupar un tercer piso en la calle del Avemaría.
Allí continuó el idilio iniciado entre la baronesa y Horacio, a pesar de que éste, por su tranquilidad anglosajona, o por la idea pobre de la mujer, patrimonio de las razas del Sur, no le daba gran importancia al flirt.
La baronesa, de cuando en cuando, para atender a los gastos de la casa, vendía o mandaba empeñar algún mueble; pero con el desbarajuste que reinaba allí, el dinero no duraba un momento. Al mes de estancia en la calle del Avemaría apareció una mañana don Sergio, indignado. La baronesa no quiso presentarse y mandó a decirle por la mulata que no estaba. El viejo se marchó y por la tarde escribió una carta a la baronesa.
Mingote no había cantado. Don Sergio respiraba por la herida; no le parecía bien que Horacio pasase la vida en casa de la baronesa; no encontraba mal que la visitase, sino la asiduidad con que lo hacía. La baronesa enseñó la carta a su primo, y éste, que, sin duda, no buscaba más que un pretexto para escurrir el bulto, se acordó de lord Bacon, se sintió de pronto anglosajón, ario y hombre moral, y dejó de presentarse en casa de la baronesa.
Ella, que padecía el último brote de romanticismo de la juventud de la vejez, se desesperó, escribió cartas al galán, pero él siguió sintiéndose anglosajón, ario y acordándose de lord Bacon.
Mientras tanto, don Sergio, al ver que su carta no producía efecto, volvió a la carga y se presentó en la casa.
-Pero ¿qué le pasa a usted, Paquita? -dijo, al ver a la baronesa desmejorada.
-Creo que tengo el trancazo, según siento de pesada la cabeza. Estoy con dolores en todo el cuerpo. Me tiene usted completamente abandonada. En fin, Dios sobre todo.
Don Sergio dejó pasar la hojarasca de palabras y lamentaciones con que la baronesa trataba de sincerarse, y dijo:
-Este sistema de vida no puede seguir. Hay que tener método, hay que tener régimen; así no puede ser.
-Eso mismo estaba pensando yo -replicó la baronesa-. Sí, lo comprendo; a mí no me corresponde esa vida. Volveré a tomar otra casita de doce duros.
-¿Y los muebles?
-Los venderé.
¿Cómo decir que los había ya vendido?
-No, yo... -el calcáreo iba a hacer una observación de buen comerciante, pero no se atrevió-. Luego esas visitas tan frecuentes de su primo de usted no están bien -añadió.
-Pero si me persigue -murmuró con voz quejumbrosa la baronesa-, ¿qué voy a hacerle yo? Ese hombre tiene por mí una pasión loca; comprendo que es raro, porque ya a mis años.
-No diga usted esas cosas, Paquita.
-Pero, nada; se ha convertido en mi duende. Pero ahora ya verá usted cómo no va a volver.
-¡No ha de volver! Volverá hasta que usted no se lo diga claramente...
-Si se lo he dicho, y por eso ya no volverá.
-Entonces, mejor que mejor.
La baronesa miró indignada a don Sergio; después tomó una actitud compungida.
Don Sergio planteó sus planes de regeneración y pensó que Paquita debía dejar a niña Chucha, a quien el viejo calcáreo detestaba cordialmente; pero la baronesa afirmó que la quería como a una hija, tanto o más que a sus perros, que eran casi para ella como las niñas de sus ojos.
De pronto, la baronesa se incorporó en el sofá.
-Tengo un plan -le dijo a don Sergio-. Dígame si le parece bien. En El Imparcial de ayer vi anunciada una casa o finca en Cogolludo, con huerta y jardín, por cincuenta duros al año. Supongo que será cosa muy mala; pero, al fin, será un terreno y una choza, a mí me basta con la cabañita. Podría ir arreglando esa choza. ¿Qué le parece a usted, don Sergio?
-Pero ¿para qué te vas a marchar de aquí?
-Es que no se lo he querido decir -añadió la baronesa-; pero ese hombre me persigue.
Y contó una porción de embustes. Se recreaba la buena señora haciéndose la ilusión de que el primo la perseguía tenazmente, y todas las cartas que ella le había escrito a él supuso que era él quien se las había escrito a ella.
-Y claro -siguió diciendo-, no es cosa de ir al fin del mundo huyendo de ese ridículo trovador.
-Pero Cogolludo no debe de tener tren; te vas a aburrir.
-¡Quia! Allá me meto en mi choza como una santa y me entretengo en regar el jardín y cuidar las flores... Pero soy tan desgraciada que con seguridad ya habrán alquilado la casa.
-No, eso no. Pero yo no veo la necesidad de marcharse. El chico no podrá ir al colegio. -Ya no tiene necesidad. Estudiará por libre.
-Bueno; alquilaremos esa casa.
-Si no, ese canalla me va a perseguir. Yo quisiera que le llevasen a la cárcel y le ahorcaran. ¡Ay, don Sergio! ¡Cuándo vendrá Carlos VII! No estoy por la libertad ni por las garantías constitucionales para los pillos.
-Vamos, vamos, mujer. Ya veremos si se arregla eso de la casa. Y alíviate pronto.
-Gracias, don Sergio; usted siempre tan fuerte. Es usted una roca... Tarpeya. Y sin saber dónde guardar el dinero. ¡Acuérdese usted de mí! Ya sabe usted que soy muy arregladita y que no pierdo ni desperdicio nada. Era lo mejor que tenla la baronesa: que se conocía a fondo.
Decididos a ir a Cogolludo, comenzaron a embalar los muebles entre niña Chucha y Manuel, cuando la mulata salió diciendo que ella lo sentía mucho, pero que se quedaba en Madrid en una casa.
-Pero, hija, ¿qué vas a hacer?
La mulata, apurada a preguntas, confesó que un señor americano, un pequeño rastaquouèe que sentía la nostalgia del cocotero, le había ofrecido el puesto de ama de llaves en su casa.
La baronesa no se atrevió a hablarla de moralidad, y el único consejo que le dio fue que si el americano no se contentaba únicamente con que ella fuera ama de llaves, que se afirmara bien; pero la mulata no era tonta, y había, según dijo, tomado todas sus precauciones para caer en blando.
Manuel quedó solo en la casa para terminar las diligencias necesarias para el traslado. Una tarde, de vuelta de la estación del Mediodía, se encontró con Mingote, que al verle echó a correr tras él.
-¿Adónde vas? -le dijo-. Cualquiera diría que huyes de mí.
-¡Yo! ¡Qué disparate! Me alegro mucho de verle.
-Yo también.
-Mira, vamos a entrar en este café. Te convido.
-Bueno.
Entraron en el café de Zaragoza. Mingote pidió dos cafés, papel y pluma.
-¿A ti te importaría algo escribir lo que voy a dictarte?
-Hombre, según lo que sea.
-Se trata de que me pongas una carta diciéndome que no te llamas Sergio Figueroa, sino Manuel Alcázar.
-¿Y para qué quiere usted que le escriba eso? Si usted lo sabe tan bien como yo -contestó cándidamente Manuel.
-Es una combina que me traigo.
-Y yo, ¿qué voy ganando con eso?
-Te puedes ganar treinta duros.
-¿Sí? ¡Vengan!
-No, cuando el negocio esté terminado.
Viendo Mingote a Manuel tan propicio, le dijo que si se las apañaba para quitar a la baronesa los papeles falsificados de su identificación y se los entregaba, añadiría a los treinta veinte duros más.
-Los papeles los tengo yo guardados -dijo Manuel-; si espera usted aquí un momento, voy y se los traigo a usted en seguida.
-Bueno, aquí espero. ¡Qué infeliz es este muchacho! -murmuró Mingote-. Se figura que le voy a dar cincuenta duros. ¡Qué primo!
Pasó una hora; luego otra; Manuel no aparecía.
-¿Habré sido yo el primo? -exclamó Mingote-. Sin duda. ¿Me habrá engañado ese condenado niño?
Mientras esperaba Mingote, la baronesa y Manuel tomaban el tren. Fueron a Cogolludo, y la baronesa se llevó el gran chasco. Creía que el pueblo sería algo así como una aldea flamenca, y se encontró con un poblachón en medio de una llanura.
La casa alquilada estaba en un extremo del pueblo; era grande, con una puerta azul, tres ventanas chicas al camino y un corral en la parte de atrás. Debía de hacer más de diez años que no la habitaban. Al día siguiente de llegar, la baronesa y Manuel la barrieron y fregaron. La baronesa se lamentaba amargamente de su resolución.
-¡Ay, Dios mío!, ¡qué casa! -decía-. ¿Por qué habremos venido aquí? ¡Y qué pueblo! Yo había visto de paso algún pueblo de España, pero en el Norte, donde hay árboles. ¡Esto es tan seco, tan árido!
Manuel se encontraba en sus glorias; la huerta de la casa no producía más que ortigas y yezgos, pero él supuso que se podría convertir aquel trozo de tierra, seco y lleno de plantas viciosas, en un vergel. Se puso a trabajar con fe.
Primeramente escardó y quemó toda la hierba del huerto.
Después removió la tierra con un pincho y sembró a discreción garbanzos, habichuelas y patatas, sin enterarse si era o no el tiempo de la siembra. Luego pasó horas y horas sacando agua de un pozo profundo que había en medio del huerto, y como se desollaba las manos con la cuerda y además a la media hora de regar la tierra estaba seca, ideó una especie de torno con el cual se tardaba media hora en sacar un balde de agua.
A los quince días de estancia allí tomó la baronesa una criada, y cuando ya la casa estuvo limpia fue a Madrid, sacó del colegio a Kate y la llevó a Cogolludo.
Kate, como tenía un espírutu práctico, llenó unas cuantas macetas de tierra y plantó una porción de cosas en ellas.
-¿Para qué hace usted eso -le dijo Manuel-, si dentro de poco estará todo esto lleno de plantas?
-Yo quiero tener las mías -contestó la niña.
Pasó un mes, y, a pesar de los trabajos ímprobos de Manuel, no brotó nada de lo plantado por él. Sólo unos geranios y unos ajos puestos por la criada crecían, a pesar de la sequedad, admirablemente.
Los tiestos de Kate también prosperaban; en las horas de calor los metía dentro de la casa y los regaba. Manuel, viendo que sus ensayos de horticultura fracasaban, se dedicó con rabia al exterminio de las avispas, que en grandes panales de celdas simétricas, ocultos en los intersticios de las tejas, se guarecían.
Entabló con las avispas una lucha a muerte y no las pudo vencer; parecía que le habían tomado odio; le atacaban de una manera tan furiosa, que la mayoría de las veces tenía que batirse en retirada, lleno de picaduras y expuesto a caerse del tejado.
Los entretenimientos de Kate eran más tranquilos y pacíficos. Había arreglado su cuarto con un orden perfecto. Sabía embellecerlo todo. Con la cama, cubierta con la colcha blanca y oculta por las cortinas; los tiestos, en la ventana, en los que empezaban a brotar las plantas; su armario, y los cromos en las paredes azules, su alcoba tenía un aspecto de gracia encantador.
Luego era la muchacha de una bondad amable y serena.
Había encontrado en el campo un gato herido, a quien perseguían los chicos a pedradas; lo recogió, a riesgo de ser arañada, lo cuidó y curó, y el gato la seguía ya por todas partes y sólo quería estar con ella.
Manuel obedecía a la Nena ciegamente; sentía, además, una gran satisfacción al obedecerla; la consideraba como un dechado de perfecciones, y, a pesar de esto, nunca se le ocurrió, ni en su fuero interno, enamorarse de ella. Quizá la encontraba demasiado buena, demasiado hermosa. Experimentaba Manuel la tendencia paradójica de todos los hombres de fantasía que creen amar la perfección y se enamoran de lo imperfecto.
El verano transcurrió agradablemente; el calcáreo estuvo dos veces en Cogolludo, al parecer contento: pero, al fin de agosto, las pesetas que recibía la baronesa no aparecieron.
Escribió a don Sergio varias veces sacando a relucir la persecución de que era víctima, pues de este modo satisfacía la vanidad y el amor propio del viejo Cromwell; pero don Sergio no cayó en la celada.
Indudablemente, Mingote había hablado. Esperó la baronesa algún tiempo trampeando, haciendo deudas. Un día, a principios de otoño, se presentó el guarda de la casa, diciendo a la baronesa que la desalojara, que en Madrid no habían pagado el alquiler. Se desahogó la baronesa insultando y poniendo como un trapo a don Sergio; el guarda dijo que la orden era no dejar que se llevaran los muebles sin que le pagaran el alquiler. La baronesa sentía que su hija se enterara de sus trapisondas; calculó lo que valdrían los muebles, que ya en Madrid, con las ventas y los empeños, quedaron reducidos estrictamente a lo indispensable, y se decidió a dejarlos y a huir de Cogolludo.
Una tarde que salieron del pueblo a dar un paseo, la baronesa expuso a Kate, muy azorada, la situación.
-¿Vamos a Madrid? -terminó diciendo.
-Vamos.
-¿Ahora mismo?
-Ahora mismo.
Hacía frío. Comenzaba a lloviznar.
La estación del tren estaba en un pueblo inmediato. Manuel sabía el camino. Marcharon los tres por entre lomas bajas; no encontraron a nadie. Kate iba un tanto asustada.
-Vaya una facha rara que debemos de tener -decía la baronesa.
A la hora y media de salir del pueblo, de repente, a la vuelta de un sendero, apareció el faro de señales de la vía férrea, un disco blanco como un alto fantasma. Soplaba un vientecillo sutil. Oyeron de pronto a lo lejos los silbidos agudos de un tren, aparecieron las linternas roja y blanca de la locomotora, fueron agrandándose en la oscuridad rápidamente, retembló la tierra, pasó la fila de vagones rechinando con una algarabía infernal, surgió una bocanada de humo blanco con incandescencias luminosas, cayó un diluvio de chispas al suelo y el tren huyó y quedaron tres farolillos rojos y uno verde danzando en la oscuridad de la noche, hasta que se escabulleron en seguida en las sombras. Estaban los tres cansados cuando entraron en la estación.
Esperaron unas horas, y a la mañana del día siguiente llegaron a Madrid. La baronesa estaba azarada; fueron a una casa de huéspedes; les preguntaron si tenían equipaje; la baronesa dijo que no, y no supo encontrar ningún pretexto ni explicación; les dijeron que sin equipaje no les tomarían, a no ser que pagaran por adelantado, y la baronesa salió avergonzada. De allí pasaron por la casa de una amiga, pero se había mudado; no se sabía tampoco las señas de Horacio. La baronesa tuvo que empeñar un reloj de Kate, y fueron a parar los tres a un hotel de tercera clase.
Al cuarto día el dinero se terminó. La baronesa había perdido su presencia de ánimo y en su rostro se notaba la fatiga y el cansancio.
Escribió una carta humilde a su cuñado, pidiéndole hospitalidad para ella y su hija, y la contestación tardaba. La baronesa se ocultaba de Kate para llorar.
La dueña del hotel les pasó la cuenta; le suplicó la baronesa que esperara unos días a que recibiera una carta; pero la mujer de la fonda, a quien la petición hecha en otra forma no le habría chocado, se figuró, por el tono empleado por la baronesa, que se trataba de engañarla, y dijo que no esperaba, que si al día siguiente no le pagaban, avisaría a la justicia.
Kate, al ver a su madre más afligida que de costumbre, le preguntó lo que le pasaba, y ella expuso la situación apurada en que se veían.
Voy a ver al embajador de mi país -dijo Kate resueltamente.
-¿Tú sola? Iré yo.
-No; que me acompañe Manuel.
Fueron los dos a la Embajada; entraron en un portal grande. Dio su tarjeta Kate a un portero, e inmediatamente la hicieron pasar; Manuel, sentado en un banco, esperó un cuarto de hora. Al cabo de este tiempo salió la muchacha al portal, acompañada de un señor de aspecto venerable.
Éste la acompañó hasta la puerta y habló con un lacayo con galones.
El lacayo abrió la portezuela de un coche que había frente a la puerta, y permaneció con el sombrero en la mano.
Kate se despidió del anciano señor; luego dijo a Manuel:
-Vamos.
Entró ella en el coche y luego Manuel, estupefacto.
-Ya está todo arreglado -dijo la muchacha a Manuel-. El embajador ha telefoneado al hotel diciendo que pasen la cuenta a la Embajada.
Manuel pudo notar en esta ocasión, y comprobarlo después repetidas veces, que las mujeres acostumbradas desde niñas a doblegarse y a ocultar sus deseos, tienen, cuando despliegan sus energías ocultas, un poder y una fuerza extraordinarios.
La baronesa recibió la noticia alborozada, y en un arrebato de ternura besó a Kate repetidas veces y lloró amargamente.
Días después se recibió la contestación del cuñado de la baronesa y un cheque para que se pusieran en camino.
A pesar de lo que le prometió la baronesa a Manuel, éste comprendió que no le llevarían a él. Era natural. La baronesa compró ropa para la Nena y para ella.
Una tarde de otoño se fueron madre e hija. Manuel las acompañó en coche hasta la estación.
La baronesa sentía mucha tristeza de dejar Madrid; la Nena estaba, como siempre, al parecer, serena y tranquila.
En el trayecto ninguno de los tres dijo una palabra.
Bajaron del coche, entraron en la sala de espera; había que facturar un baúl, y Manuel se encargó de ello. Después pasaron al andén y tomaron asiento en un vagón de segunda. Roberto paseaba por.el andén de la estación, pálido, de un lado a otro.
La baronesa prometió al muchacho que volverían.
Sonó la campana de la estación. Manuel se subió al coche.
-Vamos, bájate -dijo la baronesa-. El tren va a empezar a andar.
Manuel ofreció la mano tímidamente a la Nena.
-Abrázala -dijo su madre.
Manuel apenas se atrevió a rodear el talle de la muchacha con sus brazos. La baronesa le besó en las dos mejillas.
-Adiós, Manuel -le dijo, secándose una lágrima.
Echó a andar el tren; la Nena saludó desde la ventanilla con la mano; pasaron vagones y vagones con un ruido sordo; el tren aceleró la marcha. Manuel sintió una congoja grande; huyó el tren silbando por los campos, y Manuel se llevó las manos a los ojos y sintió que estaba llorando.
Roberto le agarró del brazo.
-Vamos de aquí.
-Es usted? -le dijo Manuel.
-Sí.
-Han sido muy buenas para mí -añadió Manuel tristemente.