Mala hierba/Parte I/VI
VI
Al mes de instalados en la nueva casa llegaron las fiestas de Navidad,
y como en los colegios había vacaciones, la baronesa fue en busca de su
hija al del Sagrado Corazón, y volvió con ella en coche.
Niña Chucha se encargó de informar a Manuel y de darle detalles de la hija de la baronesa.
-Es una cantimpla, ¿sabe?; una niña blanca y sosa que parece una muñeca.
Manuel la conocía, pero no sabía si ella se acordaría de él; en los años que no la veía se había hecho una muchacha preciosa. No recordaba en su tipo a su madre; aunque rubia como ella, debía de parecerse al padre.
Era blanca, de facciones correctas, ojos azules claros, de cejas y pestañas doradas y el pelo rubio, sin brillo, pero muy bonito.
Al llegar a casa, niña Chucha hizo grandes demostraciones de cariño a la colegiala; Manuel fue reconocido por ella, lo que le produjo gran satisfacción.
La hija de la baronesa se llamaba Catalina; sus parientes de Amberes la llamaban Kate, pero la baronesa generalmente le decía la Nena.
Con la llegada de Kate las costumbres variaron en la casa; la baronesa abandonó sus excursiones nocturnas y contuvo sus ligerezas de palabra.
En la mesa, con una sonrisa triste, escuchaba las historias del colegio que contaba su hija, sin poner interés en lo que oía.
No armonizaban los caracteres de las dos. Kate tenía la comprensión lenta, pero profunda; en cambio, su madre poseía la sutileza y el ingenio del momento. La baronesa, a veces se impacientaba al oírla, y decía entre cariñosa y enfadada:
-¡Ay, qué Nena más sosita tengo!
Desde la llegada de Kate, niña Chucha y Manuel no acompañaban en el comedor a la baronesa; esto a Manuel no le molestaba, pero a la mulata sí, y atribuía estas disposiciones a Kate, a quien consideraba como una muñeca blanca, orgullosa, fría y de poco corazón. Manuel, que no tenía motivo alguno de antipatía por Kate, la encontró muy llana, muy amable, aunque con poca vivacidad.
Por aquellos días de fiesta de Navidad, madre e hija salían de casa con mucha frecuencia a compras, y las acompañaba generalmente Manuel, que volvía cargado de paquetes.
El día de Año Nuevo, en que la baronesa, Kate y Manuel fueron al teatro de Apolo a ver Los sobrinos del capitán Grant, notó Manuel que Roberto Hasting iba a alguna distancia detrás de ellos. Al salir los siguió; la muchacha se hizo la desentendida.
Al día siguiente estaba nevando, y Manuel vio a Roberto que paseaba por la plaza de Oriente, al parecer muy entretenido.
Encontró un pretexto para salir de casa, y al momento Roberto se acercó a él.
-¿Estás en su casa? -le preguntó apresuradamente.
-Sí.
-Tienes que darle una carta.
-Bueno.
-A la tarde te la traeré. Se la das, y me dices qué cara pone al recibirla.
No me contestará, ya sé que no me contestará, pero tú se la darás, ¿verdad?
-Sí, hombre, descuide usted.
Efectivamente, a la tarde Roberto siguió paseando por entre la nieve; bajó Manuel, cogió la carta y subió en seguida a casa.
Kate se divertía arreglando en aquel momento su armario. Tenía guardadas mil chucherías en varias cajitas; en unas, medallas; en otras, estampas, cromos, regalos del colegio y de su familia. Sus libros de rezos estaban llenos de recordatorios y de estampitas.
Manuel, con la carta de Roberto en el bolsillo, se acercó a la muchacha como un criminal. La Nena enseñó a Manuel todas sus riquezas; éste se sintió orgulloso. Manuel apenas se atrevía a tocar las medallas, las alhajas, las mil cosas que guardaba Kate.
-Esta cadena me la regaló mi tío -decía la colegiala-. Esta sortija es de mi abuelo. Este pensamiento lo cogí en Hyde Park, cuando estuve en Londres con mi tío.
Manuel la escuchaba sin decir palabra, avergonzado de tener la carta en el bolsillo. La Nena siguió enseñando nuevas cosas. Los juguetes de su niñez aún los conservaba; en su armario todo estaba clasificado con el mayor orden, cada cosa tenía su sitio. En algunos libros prensaba pensamientos y hierbas, que luego copiaba y pintaba con una caja de acuarelas.
Manuel hizo dos o tres veces un esfuerzo para hablar de Roberto, pero no se atrevió.
De pronto, después de carraspear mucho, balbució:
-¿Sabe usted?
-¿Qué?
-Roberto..., aquel estudiante rubio de la otra casa..., el que ayer estaba en el teatro..., me ha dado una carta para usted.
-¿Para mí? -y las mejillas de Kate tomaron un tono rosado y sus ojos brillaron con más vivacidad que de ordinario.
-Sí.
-Pues dámela.
-Tome usted.
Manuel entregó la carta, y Kate la escondió rápidamente en el pecho. Concluyó de arreglar su armario, y poco después se encerró en su cuarto. A los dos días, Kate le envió a Manuel con una carta para Roberto, y Roberto, en seguida, con otra para Kate.
Un día Kate fue con Manuel a su colegio, en donde había un nacimiento, y a la ida y a la vuelta los acompañó Roberto. Hablaron los dos muchísimo. Roberto contó sus proyectos. Manuel pensó en que esto del amor es una cosa extraña. Para él, no dijo Roberto nada que valiera la pena de oírse, y, sin embargo, Kate le escuchó con el alma en un hilo. Roberto fue para Kate el colmo de lo respetuoso. Le habló con una gravedad tranquila, sin echárselas de jacarandoso ni de listo; ella le escuchó atenta.
Manuel fue confidente de Roberto y de Kate. Era la muchacha de un candor y de una inocencia inmaculados; tenía una falta de comprensión para cosas de malicia extraordinaria. Manuel sentía verdadera sumisión ante aquella naturaleza aristocrática y elegante; tenía un sentimiento de inferioridad que en nada le molestaba.
La Nena le contó a Manuel las cosas que había visto en París, Bruselas, Gante; le habló de los parques de Londres, le deslumbró. En cambio, Manuel le contó a Kate detalles de la vida pobre madrileña, que a la colegiala le producían el más profundo asombro; las cuevas, las tabernas, los descampados; le habló de los chicos que se escapaban de sus casas e iban a dormir a los rincones de las iglesias; de los que robaban en los lavaderos; le describió las tiendas-asilos...
Manuel tenía cierta gracia para contar sus impresiones; exageraba y rellenaba con fantasías imaginadas los vacíos dejados por la realidad. La Nena le solía escuchar muy intrigada.
-¡Oh, qué miedo! -solía decir; y sólo el pensar que aquella gente miserable de que Manuel hablaba podía rozarse con ella, le hacía estremecer.
Sentía la niña una repugnancia profunda por la gente de la calle; no quería salir los domingos por no andar entre los hombres de blusa y soldados. Le parecía que la gente del pueblo debía de ser mala. Desde que se encendían los faroles no le gustaba salir de casa.
Las conversaciones solían tenerlas al anochecer en un gabinete que daba a la calle, desde donde se veía la plaza de Oriente como un bosque, y el Palacio Real, en cuyas cornisas se posaban cientos de palomas, que de día revoloteaban en bandadas. Como fondo se veía la Casa de Campo y el horizonte, que se enrojecía al caer de la tarde...
Pasado el día de Reyes, Kate volvió al colegio, y en la casa se restablecieron las antiguas costumbres y reinó el habitual desorden.
La primera salida nocturna que hizo la baronesa fue, acompañada por Manuel, a casa de su amiga cubana. Salieron la baronesa y Manuel después de cenar. La cubana vivía en la calle Ancha. Llamaron en la casa: les abrió un criadito con librea azul y galones dorados, y entraron, por un corredor, en una sala muy iluminada, adornada con lujo barato y chillón. En medio había un aparato eléctrico con siete u ocho bombillas, un sofá grande con flores, dos sillones dorados al lado de una chimenea, y sobre el mármol de ésta, un reloj en forma de bola, un barómetro con un martillo, un termómetro con un puñal y otra porción de cosas con formas absurdas. Por todos lados se veían fotografías. No había allí más que unas cuantas mujeres de mal aspecto, que se levantaron humildemente. La baronesa se sentó, y al poco rato entró la cubana, una mujer ordinaria y brutal, vestida con un traje muy llamativo y con brillantes gruesos en las orejas y en los dedos. Tomó de la mano a la baronesa y se sentó en un sofá junto a ella. Se veta que quería halagarla. Era la coronela una mujer, más que vulgar, bestial; tenía la mandíbula prominente, los ojos pequeños, negros, y la boca con una expresión de crueldad. Había en su aspecto algo lúbrico, inquietante y amenazador; se figuraba uno que aquella mujer debía de tener vicios extraños, que era capaz de cometer crímenes.
Manuel, en un rincón, se puso a mirar un álbum de fotografías puesto sobre el velador.
La mujer del coronel, a quién la baronesa había conocido de sargenta en Cuba, dijo que pensaba que su niña menor, Lulú, debutara en un salón, de bailarina, y le estaban dando las últimas lecciones.
-Pero ¿de verdad? -preguntó la baronesa.
-Sí, sí; Mingote hizo la contrata, y se ha encargado de los últimos toques, como dice él. ¡Ay, qué hombre tan gracioso! Está ahora con unos amigos en el comedor. Vendrá en seguida. Mingote ha traído un poeta que ha hecho un monólogo para la niña graciosísimo. Se llama Instantáneas. Es un nombre modernista, ¿verdad?
-Ya lo creo.
-Es una muchacha que va a sacar fotografías a la calle y se encuentra con un pollo que se le acerca y le propone hacer una reproducción o un grupo, y ella le contesta: «¡Ay, no me toque usted el chassis!». Es bonito, ¿verdad?
-Precioso -dijo la baronesa, mirando a Manuel y riéndose.
Las demás mujeres, fregonas distinguidas a juzgar por su aspecto, movieron la cabeza en señal de asentimiento, y sonrieron de un modo triste.
-¿Tiene usted mucha gente en la sala? -preguntó la baronesa.
-Todavía no ha venido nadie. Mientras tanto, que baile la niña un poco para que usted la vea.
Dio la coronela un grito por el corredor, y apareció Lulú, vestida con falda llena de lentejuelas y el pelo cortado y rizado. Estaba incomodada porque no encontraba una pulsera, y chillando con una vocecita agria.
Advierte a ésos -le dijo la coronela- de que estás aquí.
Salió la niña con el recado, y al poco rato entraron en la sala el coronel, señor respetable, de barba blanca, que cojeaba e iba apoyado en el brazo de Mingote; detrás de éstos, un joven flaco, de bigote rubio, con las mejillas rojas; el poeta, según advirtió la baronesa, y un melenudo, el profesor de piano, que venía llevando del brazo a la hija mayor de la casa, una mujer guapetona, blanca y rubia, que parecía escapada de un cuadro de Rubens.
-Primero, ¿qué va a ser? ¿El monólogo o el baile? -preguntó la coronela.
-El monólogo, el monólogo -dijeron todos.
-Vamos a ver. Silencio.
El poeta, borracho a juzgar por el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas, sonrió amablemente.
La chiquilla comenzó a recitar muy mal, con voz de gallito ronco, una porción de brutalidades en verso capaces de llevar el rubor a las curtidas mejillas de un carabinero. Cada barbaridad de aquellas terminaba con el estribillo de «¡Ay, no me toque usted el chasis!».
Al terminar, el coronel dijo que le parecían los versos un poco así..., un poco, vamos, demasiado libres, y miró a todos pidiendo su opinión. Se discutió el punto acaloradamente. El amo de la casa presentó sus argumentos, pero la réplica de Mingote fue decisiva.
-No, coronel -concluyó diciendo el prestamista, exaltado-; es que usted siente de una manera excesiva el pundonor militar. Usted lo mira esto como militar.
La baronesa contempló asombrada a Mingote y no pudo contener la risa.
El coronel explicó confidencialmente a Mingote por qué las ideas militares acerca de la honra necesariamente tenían que ser más rígidas que las de los paisanos, por la disciplina, la ordenanza y, sobre todo, por el uniforme.
Después del monólogo, el melenudo se puso al piano y la niña comenzó a bailar el tango. En este punto se presentaba también una cuestión que dilucidar, y la coronela quería que se resolviera al momento. La cosa no era para menos. Hay una parte en el tango verdaderamente grave y trascendental: es ese movimiento de caderas que el público llama científicamente bisagra. La coronela preguntaba: «Cómo tiene Lulú que hacer esta parte del tango, o sea la bisagra? ¿Dándole todo lo que ella pide o velándolo un poco?».
A la baronesa no le parecía bien que el tango fuera tan exagerado; un poco de aquel movimiento no estaba mal. La coronela y Mingote protestaron, y afirmaron que el público pide siempre, por más emocionante, la bisagra.
El coronel, a pesar de su pundonor militar, opinaba que el público, efectivamente, pedía bisagra, y que un poco más o menos de zarandeo era cosa de material.
Mingote, entonces, para enseñar a la niña cómo debía hacer aquel movimiento, se levantó y se puso a mover las caderas de un modo grotesco. La niña repitió la suerte sonriendo, pero sin calor. Entonces la coronela dijo al oído de la baronesa que sólo el hombre podía enseñar a la mujer la gracia de aquel movimiento. La baronesa sonrió discretamente.
En aquel momento el criadito galoneado entró y dijo que estaba Fernández. Fernández debía de ser persona de importancia, porque la coronela se levantó al momento y se dispuso a salir.
Anda, dale la ruleta -dijo el coronel a su esposa-, y que enciendan las luces de la sala. ¿Qué? -añadió el buen señor-. ¿Quiere usted que hagamos una vaquita, baronesa?
Ya veremos, coronel. Primeramente intentaré la suerte sola.
-Bueno.
Bailó otro tango Lulú, y al poco rato apareció la coronela.
-Ya pueden ustedes pasar -dijo.
Las viejas fregonas se levantaron de sus asientos, y cruzando el comedor entraron en una sala grande, con tres balcones. Había dos mesas allí; una de ellas con una ruleta; la otra, sin nada.
Las tres viejas, la baronesa, el coronel y sus dos hijas se sentaron en la mesa de la ruleta, en donde estaban ya sentados el banquero y los dos pagadores.
-Hagan juego -dijo el croupier con una impasibilidad de autómata.
Tiró la bola blanca en la ruleta, y antes que se parara, el croupier dijo:
-¡No va más!
Los dos pagadores dieron con su rastrillo en los paños, para impedir que se siguiera apuntando.
-No va más -repitieron al mismo tiempo con voz monótona.
Fue entrando gente poco a poco y se ocuparon las sillas colocadas alrededor de la mesa.
Al lado de la baronesa se sentó un hombre de unos cuarenta años, alto, fornido, ancho de hombros, de pelo crespo negrísimo y dientes blancos. -Pero hijo, ¿tú aquí? -dijo la baronesa.
-¿Y tú? -replicó él.
Era aquel hombre primo en segundo o en tercer grado de la baronesa, y se llamaba Horacio.
-¿No decías que te acostabas invariablemente a las nueve? -preguntó la baronesa.
-Sí, aunque no siempre. ¿Hacemos una vaca, prima?
-No me parece mal.
Reunieron el dinero y ambos siguieron jugando. Horacio apuntaba según las órdenes de la baronesa. Tenían suerte y ganaban. Poco a poco se iba llenando el salón de un público abigarrado y extraño. Había dos aristócratas conocidos, un torero, militares. De pie se apretaban algunas señoras con sus hijas.
Manuel vio a la Irene, la nieta de doña Violante, al lado de un señor viejo con el pelo engomado, que jugaba fuerte. Tenía los dedos llenos de sortijas de piedras grandes.
Sentados en un diván hablaban cerca de Manuel un hombre viejo, de barba blanca, muy pálido y demacrado, con otro joven, lampiño, de aire aburrido.
-¿Usted se retiró ya? -decía el joven. -Sí; me retiré porque no tenía dinero; si no, habría seguido jugando hasta que me hubieran encontrado muerto sobre el tapete verde. Para mí, ésta es la única vida. Yo soy como la Valiente. Ella me conoce, y me suele decir algunas veces: «Hacemos una vaca, marqués?». «No; le daría a usted mala suerte», le contesto yo.
-¿Quién es la Valiente?
-Ahora la verá usted, cuando empiece el bacará.
Se encendió la luz en la otra mesa.
Se levantó un viejo de bigote de mosquetero, con una baraja en la mano, y se apoyó en el borde de la mesa. Al mismo tiempo se le acercaron diez o doce personas.
-¿Quién talla? -preguntó el viejo.
-Cincuenta duros -murmuró uno.
-Sesenta. Cien.
-Ciento cincuenta duros.
-Doscientos -gritó una voz de mujer.
-Ahí está la Valiente —dijo el marqués.
Manuel la contempló con curiosidad. Era una mujer de treinta a cuarenta años; vestía traje de hechura de sastre y sombrero Frégoli. Era muy morena, con una tez olivácea; los ojos, negros, hermosos. Se cegaba en las apuestas y salía a los pasillos a fumar. Se notaba en ella una gran energía y una inteligencia clara. Decían que llevaba siempre revólver. No le gustaban los hombres y se enamoraba de las mujeres con verdadera pasión. Su última conquista había sido la hija mayor del coronel, la rubia gruesa, a la cual dominaba. Tenla una suerte loca algunas veces, y para mitigar sus amorosas penas jugaba, y ganaba de un modo insolente.
-Y ese hombre que no juega y está siempre aquí, ¿quién es? -preguntó el joven, señalando a un tipo de unos sesenta años, basto, de bigote pintado.
-Éste es un usurero, que creo es socio de la coronela. Cuando yo fui gobernador de La Coruña estaba pendiente de un proceso por no sé qué chanchullo que había hecho en la aduana. Le dejaron cesante, y luego le dieron un destino en Filipinas.
-¿En recompensa?
-Hombre, todo el mundo tiene que vivir -replicó el marqués-. En Filipinas no sé qué hizo que le procesaron varias veces, y cuando quedó libre lo emplearon en Cuba.
-Querían que estudiara el régimen colonial español -advirtió el joven.
-Sin duda. Allí también tuvo líos, hasta que vino aquí y se dedicó a negocios de usura, y dicen que ahora no se ahogará por menos de un millón de pesetas.
-¡Demonio!
-Es un hombre serio y modesto. Hasta hace unos años vivía con una tal Paca, que era dueña de una tintorería de la calle de Hortaleza, y los dos salían a pasear los domingos por las afueras como la gente pobre. Se le murió aquella Paca, y ahora vive solo. Es huraño y humilde; muchas veces él mismo va a la compra y guisa. El que es interesante es su antiguo secretario; tiene unas condiciones de falsificador como nadie. Manuel escuchaba con atención.
-Ese sí que es un hombre -dijo el marqués, mirándole atentamente.
El observado, un hombre de barba roja y puntiaguda, de aire burlón, se volvió y saludó amablemente al viejo.
-Adiós, Maestro -le dijo éste.
-¿Le llama usted Maestro? -preguntó el joven.
-Así le llama todo el mundo.
Lulú, la hija de la coronela, y otras dos amigas pasaron por delante del marqués y del joven.
-¡Qué moninas son! -dijo el marqués.
Tomaba aquello un aspecto mixto de mancebía lujosa y garito elegante.
No reinaba el silencio angustioso de las casas de juego, ni la greguería alborotadora de un burdel: se jugaba y se amaba discretamente. Como decía la coronela, era una reunión muy modernista.
En los divanes hablaban las muchachas con los hombres animadamente; se discurría, se estudiaban combinaciones para el juego...
-A mí esto me encanta dijo el marqués con su sonrisa pálida.
La baronesa estaba mareada y sentía ganas de marcharse.
-Me voy. ¿Me acompañas, Horacio? -preguntó a su primo.
-SI; te acompañaré.
Se levantó la baronesa, después Horacio, y Manuel se reunió a ellos.
-¡Qué gentuza!, ¿verdad? -dijo la baronesa, con la sonrisa ingenua peculiar suya, al encontrarse en la calle.
-Es la amoralidad, como dicen ahora -replicó Horacio-. Los españoles no somos inmorales; lo que pasa es que no tenemos idea de la moralidad.
«Ya ve usted -decía el coronel en el momento que me he levantado para tomar un poco de aire-, ya ve usted, a mí me han mermado el retiro: de ochenta duros me han dejado en setenta; y, ¡claro!, hay que buscar otros ingresos; así, las hijas de los militares tienen que ser bailarinas..., y todo lo demás.»
-¿Te decía eso? ¡Qué bárbaro!
-¿Pero eso te choca? A mí, no. Si eso es una consecuencia natural y necesaria de nuestra raza. Estamos degenerados. Somos una raza de última clase.
-¿Por qué?
-Porque sí; no hay más que observar. ¿Te has fijado en la cabeza que tiene el coronel?
-No. ¿Qué tiene en la cabeza? -preguntó burlonamente la baronesa.
-Nada, que tiene la cabeza de un papúa. La moralidad sólo se da en las razas superiores. Los ingleses dicen que Wellington es superior a Napoleón, porque Wellington peleó por el deber y Napoleón por la gloria.
La idea del deber no entra en los cráneos como el del coronel. Háblale a un mendigo del deber. Nada. ¡Oh! La antropología enseña mucho. Yo me lo explico todo por las leyes antropológicas.
Pasaron por delante del café de Varela.
-¿Quieres que entremos aquí? -dijo el primo.
-Vamos.
Se sentaron los tres en una mesa, pidió cada uno lo que quería y siguió el primo de la baronesa hablando.
Era un tipo gracioso el de aquel hombre; hablaba en andaluz cerrado, aspirando las haches; tenía algún dinero para vivir, y con eso y un destinillo en un Ministerio iba pasando. Vivía en un desorden muy reglamentado, leyendo a Spencer en inglés y cambiando de género de vida por temporadas.
Hombre original, llevaba ya cuatro o cinco años encenagado en los pantanosos campos de la sociología y de la antropología. Estaba convencido de que intelectualmente era un anglosajón, a quien no le debían de preocupar las cosas de España ni de ningún otro país del Mediodía.
-Pues sí -siguió diciendo Horacio, llenando su copa de cerveza-. Yo me lo explico todo, los detalles más nimios, por las leyes biológicas o sociales. Esta mañana, al levantarme, oía a mi patrona que hablaba con el panadero de la subida del pan. «¿Y por qué ha encarecido el pan?», le preguntaba ella. «No sé -replicaba él-; dicen que la cosecha es buena.» «¿Pues entonces?» «No sé.» Me fui a la oficina a la hora en punto, con exactitud inglesa; no había nadie, es la costumbre española, y me pregunté: ¿En qué consiste la subida del pan si la cosecha se presenta buena? Y di con la explicación, que creo te convencerá. Tú sabrás que en el cerebro hay lóbulos.
-Yo qué he de saber eso, hijo mío -replicó la baronesa, distraída, mojando un bizcocho en el chocolate.
-Pues sí, hay lóbulos, y, según opinión de los fisiólogos, cada lóbulo tiene su función; uno sirve para una cosa, el otro para otra, ¿comprendes?
-Sí.
-Bueno; figúrate tú que en España hay cerca de trece millones de individuos que no saben leer y escribir. ¿No me entiendes?
-Sí, hombre, sí.
-Pues bien: ese lóbulo en los hombres ilustrados, se emplea en esfuerzos para entender y pensar en lo que se lee; aquí no lo utilizan trece millones de habitantes. Esa fuerza, que debían gastar en discurrir, la emplean en instintos fieros. Consecuencia de esto, el crimen aumenta, aumenta el apetito sexual, y al aumentar éste, crece el consumo de alimentos y encarece el pan.
La baronesa no pudo menos de reírse al oír la explicación de su primo.
-No es una fantasía -replicó Horacio-; es la pura verdad.
-Si no lo dudo, pero me hace reír la noticia. Manuel también se ríe.
-¿De dónde has sacado este chico?...
-Es el hijo de una mujer que conocimos. ¿Qué te dice tu ciencia de él?
-A ver, quítate la gorra.
Manuel se quitó la gorra.
-Éste es un celta -añadió Horacio-. ¡Buena raza! El ángulo facial abierto, la frente grande, poca mandíbula...
-Y eso ¿qué quiere decir? -preguntó Manuel.
-En último término, nada. ¿Tú tienes dinero?
-¿Yo? Ni un botón.
-Pues entonces, lo que te puedo decir es esto: que como no tienes dinero, ni eres hombre de presa, ni podrás utilizar tu inteligencia, aunque la tengas, que creo que sí, probablemente morirás en algún hospital.
-¡Qué bárbaro! -exclamó la baronesa-. No le digas eso al chico.
Manuel se echó a reír; la profecía le parecía muy divertida.
-En cambio, yo -siguió diciendo Horacio- no hay cuidado de que muera en un hospital. Mira qué cabeza, qué quijada, qué instinto de adquisitividad más brutal. Soy un berebere de raza, un euroafricano; eso sí, afortunadamente estoy influido por las ideas de la filosofía práctica de lord Bacon. Si no fuera por eso, estaría bailando tangos en Cuba o en Puerto Rico.
-¿De manera que gracias a ese lord eres un hombre civilizado?
-Relativamente civilizado; no trato de compararme con un inglés.
¿Tengo yo la seguridad de ser un ario? ¿Soy acaso celta o sajón? No me hago ilusiones; soy de una raza inferior, ¡qué le voy a hacer! Yo no he nacido en Manchester, sino en el Camagüey, y he sido criado en Málaga. ¡Figúrate!
-Y eso, ¿qué tiene que ver?
-La mar, chica. La civilización viene con la lluvia. En esos países húmedos y lluviosos es donde se dan los tipos más civilizados y más hermosos también, tipos como el de tu hija, con sus ojos tan azules, la tez tan blanca y el cabello tan rubio.
-Y yo..., ¿qué soy? -preguntó la baronesa-. ¿Un poco de eso que decías antes?
-¿Un poco berebere?
-Sí, me parece que sí; un poco berebere, ¿eh?
-En el carácter, quizá, pero en el tipo, no. Eres de raza aria pura, tus ascendientes vendrían de la India, de la meseta de Pamir o del valle de Cabul; pero no has pasado por África. Puedes estar tranquila.
La baronesa miró a su primo con expresión un tanto enigmática. Poco después, los dos primos y Manuel salieron del café.