Méjico (Viajes)
Al abandonar á Rio Frío, eminencia de la cordillera que separa á Puebla de Méjico, el viajero no puede menos de estremecerse al ver descender la diligencia á todo escape en la peligrosa cuesta que le cominee á la inmensa planicie de Anahuac. En medio de terribles vaivenes, los pobres pasajeros salen de aquel destiladera peligroso y favorito de los salteadores á fuerza de prodigios de equilibrio, y gracias á la protección especial de la Providencia; pero en cambio rendidos y molidos como alheña. Sin embargo, la primera clara que se ve luego entre los negros pinos, los indemniza ampliamente de los pasados sufrimientos. Saliendo del bosque la diligencia, se halla de repente en medio de áridas llanuras en que hay diseminados algunos manzanos silvestres y algunas manchas de cultivo. Desde allí se divisa todo el valle que es en verdad un magnífico espectáculo. A la izquierda y en segundo término, por encima de los pinos, la montaña Ixtaccihualt (la mujer de nieve) deslumbra con su reverberación.
El pico dista unas cuatro leguas, y sin embargo parece que se le toca con la mano, gracias á la pureza ríe la atmósfera. Mas allá, ven la misma dirección, el Popocatepetl, la mas alta cima de Méjico, y el volcan mas bello del globo, eleva á cerca de 11,000 pies su orgullosa cabeza. A los pies de estos dos reyes de la cordillera, se estiende la magnifica llanura de A meca meca, sembrada de siempre verdes plantíos; aquí y allá surgen, rompiendo la monotonía de las lineas, esas eminencias de estraordinarias formas, productos volcánicos coronados de pinabetes aislados en la llanura de Méjico y sin afinidad con la cordillera. Allí se distinguen el Sacro monte de Ameca y los montículos de Halmanalco, pueblecillo abandonado y lleno de ruinas. Mas abajo aparece Chalco recreándose en el espejo de las aguas de su laguna; y en el fondo Córdoba, Buena Vista, Ayotla, cuyo nombre ha hecho célebre la política; á lo lejos el Peñón, la gran calzada que separa la laguna de Ayotla del lago de Texcoco; y en fin, la reina de las colonias españolas, Méjico, cuyas murallas blanquean, y cuyas cúpulas resplandecen á los rayos del sol benigno y generador. Por encima se dilata la vista sobre las colinas donde aparecen San Agustín, San Angel y Tambaya; un poco á la izquierda, el templo de Nuestra Señora de Guadalupe se destaca sobre el fondo negro de la montaña, y atravesando el lago, la sombra del gran Texcoco viene á fijar la mirada del atónito viajero.
Por todas partes se ven aldeas, pueblecillos y lagunas que forman un panorama espléndido. Un sol resplandeciente derrama profusamente tal variedad de tintas agradables, que son la desesperación de los artistas; en una palabra, hay tanta prodigalidad de colores, que deslumhra la vista y produce un mágico encanto. Pero ¡ay! al llegar, se desvanece la ilusión; bárranse los colares y desaparece la mágica perspectiva. En lugar de la fértil llanura, de las verdes palmeras, de los deliciosos lagos cargados de chinampas floridas ó islas flotantes, que el viajero se promete, solo atraviesa fatigado llanuras abrasadas y estériles; el paisaje se torna triste y solitario, y á cada paso va desapareciendo aquel pais de las hadas.
Las aldeas son ruinas, chaparros las palmeras, y los lagos pantanos fétidos y cenagosos, envueltos en nubes de venenosos insectos. Al entrar en Méjico, vénse un solo chiribitiles que en verdad no anuncian la existencia de una ciudad populosa: calles sucias, casas tejas, pueblo cubierto de harapos; pero muy luego desemboca la diligencia en la plaza de Armas, que la forman, por un lado el palacio, y la catedral por otro. Ya aquello parece una capital. A pocos pasos divisa el viajero el antiguo palacio de Itúrbide, donde bajo sus antes dorados tedios, encuentra la hospitalidad propia de una fonda. Méjico pierde todos los días algo de^su fisonomía estranjera: las colonias alemanas, inglesas y francesas han dado á la ciudad cierto carácter europeo, y sólo en los barrios se nota cierto aire propio de la localidad que describimos.
Y aquí viene, como de molde, una ligera digresión. La estadística calcula en 200,000 habitantes la población de Méjico. Es harto exagerado el cálculo. Nosotros creemos acercarnos mas a la verdad, concediéndole sólo 150,000. Por lo demás, y en punto á geografía, tenemos que acusarnos de grandes errores, pues carecemos absolutamente de estadística del comercio. Suponiendo que tenga Méjico 200,000 habitantes ¿no será útil decir qué clase de gentes componen esta población? ¿No seria necesario advertir al viajero ó al hombre de negocios, que de esta cifra de 200,000 que constituye en Europa una gran población, por lo que hace al consumo, sólo hay en Méjico 25 ó 30,000 individuos que consuman? El resto se compone de léperos, mendigos, mozos de cordel, rateros y otros individuos que carecen de medios de subsistencia, y viven del dia. Esta clase, lejos de traer nada á la circulación, tiende á paralizarla de dia en dia y sólo vive á espensas del resto de los vecinos. ¡Cuántos creen en Europa no tener que habérselas en Méjico sino con salvajes, y se imaginan aun ver un pueblo viviendo bajo las palmeras con la cabeza y la cintura adornadas de plumas! Los malos grabados hacen mas daño de lo que se piensa, hablando mas viva, mente al espíritu del pueblo que los libros, que no lee, y perpetúan en él errores deplorables. Citan en Méjico la historia de un pobre diablo, une fué á Vera-Cruz con una pacotilla de espejos, cuchillos y otras pequeñas zarandajas y que, como era de esperar, se arruinó.
Quisiera yo describir al mejicano, y no sé como hacerlo: puede considerársele bajo tantos aspectos, que hay que hacer un gran estudio para ello. Yo, por mi parte, no he recibido de él mas que servicios de poca importancia, y he visto siempre en él una atención solicita es tremada: es obsequioso en mayor grado que el europeo, olvidadizo en promesas y palabras; pero nunca se desmiente su solicitud. El mejicano conserva aun del español esta ingenua locución de que se sirve á cada instante. Es también de usted señor; ó á la disposición de usted.—¡Gran reló! dice uno admirándolo.—Es de usted, contesta inmediatamente!—¡Buen caballo!—Está a la disposición de usted. Sin curarse en lo mas mínimo del dia de mañana, e mejicano gasta el dinero procedente del juego con la misma facilidad que el de su trabajo. En su concepto parece que ambas ganancias tienen el mismo valor. Acostumbrado en materia de gobierno á cambios continuos, el hecho consumado es su ley, y testigo de las escandalosas fortunas de algunos comerciantes, la política lo pierde, la pereza lo corrompe, y el juego lo desmoraliza. Recibiendo sólo una educacion superficial y conservando el orgullo del español, menosprecia por lo general el comercio, y prefiere vivir miserablemente con algún empleo. Es soldado por afición, y no le sale mal negocio cuando se le paga, cosa muy rara en los tiempos que corremos. Mas de un coronel me ha pedido dos francos y medio para sustentarse. Pero en último estremo, siempre queda al empleado como al militar un recurso, que es el del pronunciamiento. Todos sabemos lo que es el pronunciamiento. Pierdo mi empleo, y naturalmente, el gobierno ya no me conviene: en su consecuencia, me pronuncio. Me dejan á media paga: me pronuncio. Formo mi plan, agrupo en torno mío á los descontentos desocupados, atraigo también á los descamisados y formo un núcleo de fuerza. Con ella destruyo una diligencia, invado un villorrio, despojo una hacienda: estoy, en una palabra, pronunciado. Lo hago por el bien de la república. ¿Qué hay que responder a esto?
(Se continuará.)