XXXIX

Pisó tierra Espartero en la orilla derecha, y con él las tropas que de refuerzo llevaba. Delante de todos marchó el General a caballo, y pasado con precaución el puente famoso que había de inmortalizar su nombre, subió el primero hacia el monte de San Pablo, encontrando a su paso cadáveres dispersos, sobre los cuales blanqueaba ya el sudario de la nieve últimamente caída. Empezó por disponer que las tropas de refuerzo relevasen a los infelices que se habían batido toda la noche a la desesperada, con los pies insensibles, clavados en el suelo. Obligado por los accidentes del terreno a echar pie a tierra, departió D. Baldomero con la tropa, contestando con expresiones fraternales a los vítores y gritos de entusiasmo con que fue saludado. Conferenció con su jefe de Estado Mayor, el General Oraa, y acordaron suspender el ataque para organizarlo con toda la fuerza útil disponible y relevar al instante los puestos avanzados. O la casualidad o un imprevisto accidente produjeron hechos contrarios a lo que la rutinaria lógica de los caudillos disponía.

Sucedió que Oraa dispuso que se diera el toque de alto, y el corneta de órdenes, sin saber lo que hacía, distraído o alucinado, ebrio quizás del frenesí batallador, tocó ataque, y lo mismo fue oír el estridor guerrero, lanzáronse unos y otros monte arriba con ordenado y rápido movimiento, rivalizando en ardor los que el General traía con los que allí encontró. Quiso Oraa contenerles y que se cumpliera su mandato, mal interpretado por el corneta; Espartero, con mejor instinto y rápido golpe de vista, se aprovechó de aquel felicísimo arranque de la tropa, y con llama de inspiración, vio que era llegado el momento de seguir el impulso de los inferiores, de la gran masa bélica. Esta tomaba la iniciativa; esta, en un fugaz espasmo colectivo, dirigía y mandaba. Procedía, pues, favorecer este arranque, dirigirlo, extremarlo, y no permitir que desmayara. Blandiendo su espada, se puso frente a una columna, y con aquella voz sonora, con aquel tono arrogante y fiero que electrizaba a las multitudes, adoptando formas de lenguaje muy enérgicas y al propio tiempo fraternales, les dijo: «Adelante todo el mundo, y arrollemos a esos descamisados... ¡Coraje, hijos, coraje!... Ahora verán lo que somos. Delante del que de vosotros avance más, va vuestro General, que quiere ser el primer soldado... ¡A la bayoneta... carguen! ¡Coraje, hijos!... Por delante va esta espada que quiere ser la primer bayoneta... Que mueran ahora mismo esos canallas, ¡coraje!, o abandonen el campo, que es nuestro. ¡Viva la Reina, viva el Ejército, viva la Libertad!».

Y comunicado este furor a toda la división, avanzaron monte arriba con estruendo que hizo enmudecer los bramidos de la tempestad. Oraa se puso al frente de otra columna por la izquierda. Al llegar a la trinchera enemiga, oyeron rumor de pánico. Muchos carlistas huían, otros se defendieron con rabia heroica; pero la embestida era tan fuerte, que no pudo ser larga ni eficaz la resistencia. Ensartados caían de una parte y otra. La voz del General, no enronquecida, siempre clara y vibrante, les gritaba: «No hacer fuego... Bayoneta limpia... ¿No quieren libertad? Pues metérsela en el cuerpo... Adelante: arriba todo el mundo. ¡Hijos, coraje!... Bilbao es nuestra, y de ellos la ignominia. Nuestra toda la gloria. Que vean lo que somos. Arriba, arriba... Ya huyen. ¡Firme en ellos!».

No esperó el enemigo un segundo ataque, y huyó a la desbandada monte arriba, hacia la segunda línea de trincheras. De improviso, cuando ordenaban proseguir, descargó una tan fuerte lluvia con granizo, que los combatientes tuvieron que detenerse. No veían; el pedrisco les cegaba; el viento furibundo obligábales a guarecerse tras un matojo, al amparo de cualquier peña, tronco o paredón en ruinas. «Mi General, aquí» gritó un alférez, viendo a Espartero azotado vivamente por el temporal, la mano en el sombrero, el capote desabrochado por las garras del viento. Guareciéronse en el socaire de una peña. El caudillo le reconoció al instante: «Ordax... ¿no es usted Ordax? Avise usted al General Oraa dónde estoy. Que venga al momento. Esta racha pasará pronto...». El oficial, que era uno de los que más se distinguieron en el ataque del puente, corrió a cumplimentar las órdenes de su jefe. No tardaron en encontrar a este sus ayudantes, y se agruparon para darle con sus cuerpos más abrigo. En la confusión de aquel momento, surcado el aire y azotada la tierra por los furiosos latigazos del granizo, oíanse gritos, voces, llamadas, nombres que sonaban desgarrados en medio de la furiosa tempestad. Espartero dejó oír su voz imperiosa: «Aquí estoy... ¡Eh! ¡Gurrea... Toledo... aquí! ¡Demonio de tiempo! Ya les llevábamos en vilo... Que venga Oraa... ¡Oraa!... ¿Dónde está Ceballos Escalera?».

-Aquí, mi General -replicó la voz potente del jefe de la segunda división.

-¿A qué distancia estamos de Banderas? Yo no veo nada. ¿Dónde está Banderas?

-Allí, mi General.

-Ya sé que está allí... ¿Pero a qué distancia poco más o menos? ¿Sabe usted que me encuentro mejor de mis dolores? Me ha sentado bien el sofoco, y encima del sofoco la mojadura. ¡Vaya una noche! Y dicen que en esta noche nace Dios... No lo creo.

-Mi General, estamos a un tiro de fusil de Banderas... Pero aún queda que tomar otra línea de trincheras más arriba.

-¡Qué trincheras ni qué cuerno! De esas les echaremos también... pero a culatazos... a patadas... Otra racha de granizo. Bueno: venga todo de una vez... Ya, ya para. Que den un toque de atención. No perdamos tiempo. ¿Qué hora es?

-Las tres y media, mi General.

En esto llegó Oraa, y Espartero le dijo: «Escoja usted quince hombres decididos, de los que no creen en la muerte, y un oficial, para que vayan a hacer un reconocimiento en la altura de Banderas. No podemos presumir la fuerza que tienen allí, ni si están resueltos a defender el puente a todo trance. Tiempo han tenido de fortificarse bien. Pero estén como estuvieren, y hayan hecho más baluartes y baterías que tiene Gibraltar, allá nos vamos ahora mismo, con la fresca, a darles la última pateadura».

Habiendo cesado el chaparrón, salió Don Baldomero de su escondrijo, y encareció a los soldados lo fácil que era subir hasta Banderas. Probablemente, el enemigo no tendría ya malditas ganas de ver caras isabelinas por allí, y saldría escapado en cuanto se enterara de la visita. Restablecidas las líneas que desbarató el temporal, trajéronle al General su caballo, y se le unió Carondelet, mientras Ceballos Escalera se alejaba a escape para cumplimentar las últimas órdenes. Los quince soldados y el oficial que se brindaron a ir de descubierta, marcharon silenciosos monte arriba. ¡Infelices, cuán grande era su abnegación! Iban tan sólo para probar el grado de fuerza que en Banderas tenía el enemigo. Si este les recibía con intenso fuego, señal era de que la elevada posición quería y podía defenderse. En tanto, las columnas avanzaban con orden de no hacer ruido, callados los tambores y cornetas, calladas también las bocas. Como a la mitad del camino, entre el punto de partida y Banderas, los quince tropezaron con una cabaña en ruinas, infestada de facciosos, los cuales, por los huecos de los tapiales destruidos, rompieron el fuego. El General y sus adláteres observaban esto desde una distancia inapreciable por la obscuridad; mas no veían gran cosa. Roto el silencio por la estruendosa voz de Espartero mandando ataque, retumbó el trueno en la masa de tropas, y allá se fueron las columnas como un ventarrón furibundo, barriendo cuanto encontraban por delante. En las ruinas, más de la mitad de los quince rodaban por los declives cubiertos de nieve. En la primera embestida a las trincheras altas no pudieron los de acá desalojar al enemigo. El retroceso fue corto. No necesitaron ser jaleados para volver con ímpetu nuevo. Espartero y sus ayudantes picaron espuela en busca del sitio de mayor peligro. Esto fue de grande eficacia para alentar a los soldados, que, despreciando la muerte, volvieron a desafiarla cara a cara; y al tercer achuchón, los carlistas que no quedaron tendidos salieron por pies. A la izquierda, en la falda de San Pablo, la columna mandada por Oraa pudo avanzar con menos obstáculos. Espartero no la veía. Sólo por el ruido de tambores y las imprecaciones humanas que aventaba el temporal, podían apreciar los de la primera columna que sus compañeros les llevaban alguna ventaja. Situándose más arriba de las ruinas de la cabaña, pudo Espartero distinguir las masas carlistas en el alto de Banderas, moviéndose de flanco. ¿Iban en retirada? ¿Iniciaban un movimiento envolvente? Sobre esto hicieron cálculos más o menos aventurados Carondelet y el General en jefe. «Para saberlo con certeza -dijo este-, vámonos arriba... yo el primero. No hay que darles tiempo a nada... ¡Hijos, coraje! Más valemos muertos arriba que vivos abajo».

A medida que avanzando iban, veían más claro. Del cielo descendía escasa luz, aumentada por el reflector blanquísimo y lúgubre que cubría todo el monte, la nieve, cuya limpia y cándida superficie cortaban los montones de cuerpos humanos. La cabeza del carlista muerto asomaba por entre los brazos del liberal inerte. La obscuridad les agrandaba: creyéraseles cuerpos de gigantes alados, caídos de un espantoso combate en las nubes pardas, siniestras; estas corrían también, embistiéndose, y esparcían por el cielo turbio sus desgarrados vellones. En la porfía de tierra un horroroso estruendo de tambores, cornetas, gritos, vivas y mueras marcaba el paso de la nube humana, que se deslizaba sobre nieve, bramando como el trueno, hiriendo como el rayo. En la eminencia, el choque rudo produjo instantáneo retroceso. No se veía más que un trágico tumulto, confusión de cabezas y brazos, y entre ellos el centelleo de las bayonetas. No lejos de la columna de vanguardia, Espartero les decía: «¡Duro, hijos, duro, que ya estamos en casa!... No hay quien pueda con nosotros... Allá vamos todos, yo el primero...».

No tardaron los absolutistas en desbandarse por la vertiente Norte. Iniciado el abandono del fuerte, los de acá pusieron en la cúspide sus manos, luego sus rodillas. El ejército de Isabel dio por fin en ella la furibunda patada que estremeció y quebrantó para siempre el inseguro reino de Carlos V. Serían las cinco cuando el caballo de Espartero tocaba el himno con su vigorosa pezuña sobre el suelo de la plaza de armas del fuerte. El noble animal no podía sofocar con sus relinchos la gritería de los soldados, ebrios de gozo.

El ejército que tal hazaña consumó era un gran ejército; mas para que luciera en toda su grandeza el santo ardor patriótico y el militar orgullo que le inflamaban, era necesario que tuviese caudillos que supieran cogerle de un brazo y llevarle a las cumbres estratégicas, que simbolizan las altas cimas de la gloria. Sin tales pastores, no puede haber rebaños tales. Pastoreaba las tropas cristinas, en aquella noche terrible, un soldado de corazón grande, que supo infundirles el sentimiento del deber, la convicción de que sacrificando sus vidas mortales salvarían lo inmortal de la patria, el honor histórico de las banderas. El tiempo, en vez de amenguar la talla de aquellas figuras, las agiganta cada día, y hoy las vemos subir, no tanto quizás por lo que ellas crecen como por lo que nos achicamos nosotros; y aún lloramos un poquito, ya con todo el siglo dentro del cuerpo, viendo que gérmenes tan hermosos no hayan fructificado más que en el campo de la guerra civil. Creíamos que aquello era el aprendizaje para empresas de superior magnitud... Pero no era sino precocidad infantil, de las que luego salen fallidas, dándonos tras el muchachón de extremado vigor cerebral, hombres raquíticos y sin seso.

No debe mostrarse aislado el ejemplo de Espartero en la gloriosa Navidad del 36; que unido a otros ejemplos y memorias de aquel caudillo, resplandece con mayor claridad y nos permite conocer toda la grandeza de los hombres que fueron. Antes de la liberación de Bilbao, los suministros del ejército andaban como Dios quería. El Gobierno pedía victorias para darse tono, ¡victorias a soldados descalzos y hambrientos! Todo el mando de Córdoba fue una continua lamentación por esta incuria. No fue más dichoso Espartero, y en su afán de emprender vivamente las operaciones, ardiendo en coraje, atento a su decoro y a la moral de sus tropas, resolvió el conflicto de un modo elemental, casi inocente. Sin duda por ser del orden familiar, no se ha perpetuado en letras de oro, sobre mármoles, la carta que con tal motivo escribió a su mujer, la bonísima, hermosa y sin par Jacinta Sicilia. Decía entre otras cosas: «Empeña tu palabra, la mía, la de los amigos; empeña tus alhajas y hasta el piano; reúne todo el dinero que puedas, y mándamelo en oro». Tan diligente anduvo la dama, que con el mismo mensajero portador de la carta remitió a su esposo mil onzas. El General dio de comer a sus soldados, y a los pocos días, postrado en cama con mal de la vejiga, y viendo a sus queridas tropas en el grande aprieto del Monte Cabras y Monte San Pablo, salta del lecho, con una temperatura glacial, y hace lo que se ha visto... Desgraciada era entonces España; pero tenía hombres.